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Gonzalo Soria

Cuando las cosas se hacen mal

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A pesar de los diferentes contextos en que se han producido las revueltas en los países árabes, existen algunos rasgos comunes que nos ayudan a entender, al menos en parte, por qué se han producido precisamente ahora.

Cuando las cosas se hacen mal la historia vuelve a repetirse. Cuando se antepone el negocio y el interés a la sensatez y la responsabilidad que los gobernantes de los pueblos deben tener, se crean seres insufribles, sufridos por sus propios pueblos. Libia es el punto caliente dentro de las revueltas y tsunamis político-sociales que se suceden en el mundo árabe. Su gobierno no ha sido tan firme para reprimirlo como en Arabia Saudí o Yemen, ni tan débil como para abdicar como en Egipto o Túnez. La cosa ha encallado en una guerra civil.

Como Sadam Gadafi pactó con occidente: el petróleo de un país por el gobierno de ese país. Y como entonces, el aliado se ha vuelto monstruo y el occidente que lo alimentó se atribuye el derecho de castigarlo ahora. La OTAN ha entrado en juego en Libia inaugurando otra de esas guerras que llaman intervención.

Mientras, en el resto de países árabes los movimientos se suceden y no tienen visas de ir a menos. ¿Habrá más guerras? ¿Más intervenciones? ¿Todas las revueltas son similares? ¿Por qué se dan precisamente ahora?

Todas estas preguntas son, sin duda, difíciles de contestar, pero sí podemos entrever algunos factores comunes que nos sirven de guía para saber qué clase de revoluciones estamos viviendo.

La mayoría de los países árabes tienen una fecha de independencia relativamente cercana. Prácticamente, todos los países con conflictos internos hoy se libraron del yugo colonial a mediados del siglo pasado. Desde entonces han sido gobernados por monarquías absolutistas o fuertes regimenes militares.

Mohamed VI gobierna Marruecos desde hace poco más de diez años tras suceder a su padre Hassan, que gobernó casi 40 desde que el país obtuvo su independencia. Los saudís gobiernan Arabia sin descanso desde los años treinta y el sultán de Omán es monarca absoluto desde hace 40 años. En Bahrein, la monarquía hereditaria controla el país desde los 70, en Yemen Abdula Saleh gobierna desde hace treinta años, casi los mismos que permaneció Ben Alí en Túnez tras dar un golpe de estado. En Egipto, al igual que Siria, han vivido bajo regimenes militares en estado permanente de excepción durante 30 años el primero y desde 1963 el segundo. Y, por supuesto, el general Gadafi en su jaima desde 1969.

¿Otra característica común? Sí, lo han adivinado, el petróleo. En Libia hablamos del 95% de las exportaciones del país, Egipto sin ser un fuerte productor controla el paso de crudo por el canal de Suez, en Argelia los combustibles fósiles generan más de la mitad de la economía del país y que les vamos a contar de Arabia Saudí, Bahrein, Omán e incluso aunque en menor medida, de Siria o Yemen.

Todos estos reyes y militares en el poder desde hace medio siglo (por hacer una media) han aprovechado la existencia en su países de este “aceite de piedra” (petro-óleo), imprescindible para la economía mundial, para hacerse ricos. Ricos a costa de la riqueza de sus países. Ricos ellos, sus familias, sus dinastías, sus socios y sus amigos. Billonarios en países de analfabetos.

¿Cómo han sobrevivido tanto tiempo estos líderes ante su gente? Presentándose como garantes de la paz e independientes de occidente. ¿Y ante el resto del mundo? Vendiéndose como moderados frente al islamismo radical y siendo socios amables en los negocios.

Pero la gente ha dicho basta a tanta mentira. Internet ha hecho estallar la indignación destapando falsedades gracias, entre otros, a Wikileaks. Las redes sociales han sido la ventana al mundo de los más jóvenes, hartos de años de silencio, censura y miedo. La crisis económica mundial ha desatado la rabia de los que nada tienen contra sus ostentosos reyes. Los pueblos de Palestina e Irak son dos heridas que duelen a los que se sienten panárabes y a los que se sienten humanos. Millones han salido a sus calles y seguirán saliendo porque ya no hay marcha atrás.

También a veces, cuando las cosas se hacen mal otros las cambian para que no vuelvan a repetirse.

Cuando las cosas se hacen mal

Gonzalo Soria
Gonzalo Soria
martes, 29 de marzo de 2011, 07:19 h (CET)
A pesar de los diferentes contextos en que se han producido las revueltas en los países árabes, existen algunos rasgos comunes que nos ayudan a entender, al menos en parte, por qué se han producido precisamente ahora.

Cuando las cosas se hacen mal la historia vuelve a repetirse. Cuando se antepone el negocio y el interés a la sensatez y la responsabilidad que los gobernantes de los pueblos deben tener, se crean seres insufribles, sufridos por sus propios pueblos. Libia es el punto caliente dentro de las revueltas y tsunamis político-sociales que se suceden en el mundo árabe. Su gobierno no ha sido tan firme para reprimirlo como en Arabia Saudí o Yemen, ni tan débil como para abdicar como en Egipto o Túnez. La cosa ha encallado en una guerra civil.

Como Sadam Gadafi pactó con occidente: el petróleo de un país por el gobierno de ese país. Y como entonces, el aliado se ha vuelto monstruo y el occidente que lo alimentó se atribuye el derecho de castigarlo ahora. La OTAN ha entrado en juego en Libia inaugurando otra de esas guerras que llaman intervención.

Mientras, en el resto de países árabes los movimientos se suceden y no tienen visas de ir a menos. ¿Habrá más guerras? ¿Más intervenciones? ¿Todas las revueltas son similares? ¿Por qué se dan precisamente ahora?

Todas estas preguntas son, sin duda, difíciles de contestar, pero sí podemos entrever algunos factores comunes que nos sirven de guía para saber qué clase de revoluciones estamos viviendo.

La mayoría de los países árabes tienen una fecha de independencia relativamente cercana. Prácticamente, todos los países con conflictos internos hoy se libraron del yugo colonial a mediados del siglo pasado. Desde entonces han sido gobernados por monarquías absolutistas o fuertes regimenes militares.

Mohamed VI gobierna Marruecos desde hace poco más de diez años tras suceder a su padre Hassan, que gobernó casi 40 desde que el país obtuvo su independencia. Los saudís gobiernan Arabia sin descanso desde los años treinta y el sultán de Omán es monarca absoluto desde hace 40 años. En Bahrein, la monarquía hereditaria controla el país desde los 70, en Yemen Abdula Saleh gobierna desde hace treinta años, casi los mismos que permaneció Ben Alí en Túnez tras dar un golpe de estado. En Egipto, al igual que Siria, han vivido bajo regimenes militares en estado permanente de excepción durante 30 años el primero y desde 1963 el segundo. Y, por supuesto, el general Gadafi en su jaima desde 1969.

¿Otra característica común? Sí, lo han adivinado, el petróleo. En Libia hablamos del 95% de las exportaciones del país, Egipto sin ser un fuerte productor controla el paso de crudo por el canal de Suez, en Argelia los combustibles fósiles generan más de la mitad de la economía del país y que les vamos a contar de Arabia Saudí, Bahrein, Omán e incluso aunque en menor medida, de Siria o Yemen.

Todos estos reyes y militares en el poder desde hace medio siglo (por hacer una media) han aprovechado la existencia en su países de este “aceite de piedra” (petro-óleo), imprescindible para la economía mundial, para hacerse ricos. Ricos a costa de la riqueza de sus países. Ricos ellos, sus familias, sus dinastías, sus socios y sus amigos. Billonarios en países de analfabetos.

¿Cómo han sobrevivido tanto tiempo estos líderes ante su gente? Presentándose como garantes de la paz e independientes de occidente. ¿Y ante el resto del mundo? Vendiéndose como moderados frente al islamismo radical y siendo socios amables en los negocios.

Pero la gente ha dicho basta a tanta mentira. Internet ha hecho estallar la indignación destapando falsedades gracias, entre otros, a Wikileaks. Las redes sociales han sido la ventana al mundo de los más jóvenes, hartos de años de silencio, censura y miedo. La crisis económica mundial ha desatado la rabia de los que nada tienen contra sus ostentosos reyes. Los pueblos de Palestina e Irak son dos heridas que duelen a los que se sienten panárabes y a los que se sienten humanos. Millones han salido a sus calles y seguirán saliendo porque ya no hay marcha atrás.

También a veces, cuando las cosas se hacen mal otros las cambian para que no vuelvan a repetirse.

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