El lunes me acosté sobrecogido por la noticia de que Chuchi Aranguren había fallecido. De su etapa como entrenador del Cartagena FC, por mi edad, no recuerdo gran cosa, y bien que le reprocho a mi madre no haberme parido unos años antes para poder disfrutar así de uno de los momentos, dicen las voces autorizadas, más gloriosos en la historia de nuestro Efesé. De su etapa como entrenador del Cartagonova FC, empero, acuden a mi mente cientos de recuerdos e imborrables imágenes que guardaré para siempre, a buen recaudo, en un rincón de mi memoria.
Para mí, como para muchos aficionados, Aranguren fue mucho más que un entrenador. Fue la persona que, junto a Florentino Manzano y Carlos Conesa, me devolvió la ilusión por nuestro equipo de fútbol local. Los denodados esfuerzos de aquel grupo de personas por poner el nombre de Cartagena en la élite del fútbol nacional conmovieron el alma de un puñado de seguidores que, al contrario de lo que ocurre ahora, no tenían la sensación de ser un mal necesario para sus dirigentes, sino que eran parte integrante de un proyecto que siempre los tuvo en cuenta.
Éramos pocos, sí, pero vivíamos como propios los éxitos y los fracasos de aquel renacido club. Recuerdo, con una miaja de nostalgia, cómo hacíamos campaña entre nuestros amigos y conocidos para lograr que volvieran a aquel estadio que, tras la desaparición del viejo Efesé, habían decidido abandonar para siempre. “Ese no es mi club ni lo será nunca”, te contestaban con desprecio los mismos que hoy babean con las carreras de Botelho y los goles de Toché. Cuando por fin los convencimos; cuando por fin, entre todos, logramos vestir de gala el estadio para recibir al Córdoba en la batalla decisiva; cuando parecía claro que se iba a ascender de la mano de una afición resucitada, y nos esperaba un prometedor futuro... todo se fue al traste y el sueño voló en mil pedazos.
Eso no fue lo peor. Al fin y al cabo, por muy traumática que fuera aquella derrota, no era la primera ni la última vez que un equipo perdía un ascenso en el último suspiro. Lo verdaderamente grave, lo que le dio la puntilla final a aquel proyecto y nos cubrió a todos con un manto de indignidad, fue la bajeza moral de buena parte (no todo) el pueblo cartagenero que, en lugar de conjurarse y convertir aquella desgracia en una catarsis de la que salir reforzados, optó por pegarse un tiro en el pie y estancarse, para siempre, en la espiral del reproche y el lamento. Para una gran mayoría era innegociable que el