En su tiempo, Sócrates tenía la costumbre de ir muchos días a pasear al mercado de Atenas. La capital del Ática griega disponía de uno de los mayores puertos comerciales del Mediterráneo: el Pireo. El mercado ateniense estaba, por tanto, siempre atestado de mercancías y personas. Sócrates pasaba horas allí, paseando, pero nunca compraba nada. Cuando sus discípulos y amigos le preguntaban por la razón de esta conducta, respondía: “¡Hay tantas cosas que no necesito!”.
Exceso de consumo en los países desarrollados
Y es que consumimos demasiado. Eso dicen y, quizá, sea cierto. Filósofos, psicólogos, “opinadores” varios, vendedores de best-sellers, políticos, algún economista y todos los ecologistas unidos no van a estar equivocados.
Se trata del materialismo y del consumismo de la sociedad moderna, dicen. Del capitalismo salvaje y depredador. Del ultraliberalismo reinante en los países desarrollados.
El consumo de energía y la energía nuclear
Consumimos demasiado: quizá sea cierto. Y, eminentemente, consumimos demasiada energía. A cuenta del accidente nuclear japonés y del debate subsiguiente sobre la energía atómica (que se ha avivado, pasando por encima de los más de diez mil muertos, con toda probabilidad, en uno de los mayores terremotos de la Historia); a cuenta de lo ocurrido en la central de Fukushima, decía, esas voces, siempre presentes, que nos recriminan un consumo irresponsable, se oyen con mayor fuerza.
Racionalización del consumo
Hay sentencias muy fáciles de decir, que suenan muy bien a los oídos, y muy complicadas de refutar. Pero estro no quiere decir que sean ciertas. Se trata de slogans impactantes, que se nos venden continuamente y que parecen de sentido común, por la simplicidad del enunciado y, sobre todo, porque ocultan mucho más de lo dicen. Así, por ejemplo, “la tierra para el que la trabaja”, o “No a la guerra”, o ”Nucleares, no ¡Gracias!”. Y, por supuesto, el mantra repetido constantemente: “Es necesario racionalizar el consumo”.
Seguramente, quien trata de convencernos de que “hay que racionalizar el consumo”, en el fondo, está pensando que los recursos son limitados y, por tanto, no hay para todos y, razonando en dos pasos, lo que hay que “racionalizar” es la población mundial. Es decir, disminuir la población mundial, según algunos (aunque esto varía) hasta una décima parte de la actual. Personalmente, no sé cómo se haría esta reducción y, sinceramente, nunca me he atrevido a preguntarlo.
Alguien tan poco sospechoso como John Sturt Mill, hace 150 años, estaba convencido de que la población mundial era excesiva (entonces era de unos 1.500 millones de personas) y proponía leyes restrictivas del matrimonio y la regulación de los nacimientos por “previsión intelectual y continencia moral”.
¿Quién decide lo que es “racionalizar”?
Sin llegar a tales extremos, reflexionemos por un minuto qué pueda significar esto de “racionalizar el consumo”. En el caso, últimamente debatido (por cierto, sin dejar hablar a los técnicos y a los científicos) de la energía nuclear, “racionalizar el consumo” significa, evidentemente, consumir menos o no consumir nada en absoluto.
Teniendo en cuenta que la energía nuclear proporciona el 30% de la energía en la Unión Europea, es evidente, también, que renunciar a ella, implica renunciar al consumo que nos permite ese nivel de energía.
Pero, ¿renunciar a qué? ¿a las salchichas de cerdo? ¿a la tostadora?¿a los libros de filosofía leídos por la noche? No se trata de frivolizar con un asunto que es muy serio. Probablemente el más serio al que nos enfrentamos cuando hablamos de política o economía. Se trata, ni más ni menos, de la cuestión de quién decide cuál es el nivel adecuado de consumo en cada sector.
Los precios en el mercado libre
En una economía de mercado libre, el mecanismo de racionalización del consumo es el de los precios. Cuando existe demasiada demanda, con relación a los recursos disponibles, los precios suben, de forma que la demanda se reduce o se crean incentivos para desarrollar nuevos recursos.
Sin embargo, si los gobiernos intervienen en la economía, subvencionando cierto tipo de recursos (por ejemplo, las energías renovales) o fijando arbitrariamente su precio, el consumo ya no tendrá nada que ver con los recursos disponibles, sino con los planes de estos gobiernos. Un ejemplo más ilustrativo, en España, lo tenemos con el abaratamiento artificial de los tipos de interés que ha llevado a un “consumo inmobiliario” insostenible.
La intervención del estado en el consumo
Es decir, una primera forma de racionalizar el consumo estará en no intervenir ni en los precios ni en los costes de producción, de ninguna forma. Ni con subvenciones ni con precios máximos o mínimos, ni con compras garantizadas. De este modo, cuando un recurso se vuelva escaso o dañino, o cuando sus costes de seguridad sean demasiado altos, los precios subirán y la demanda bajará. O sea, el consumo “se racionalizará”.
No veo, por aquí, el capitalismo salvaje ni el ultraliberalismo depredador: lo que se ve, son Estados que intentan “racionalizar” la economía y a empresas que tratan de aprovecharse de eso, mediante grupos de presión o, directamente, mediante el soborno.
La planificación central
La alternativa al libre juego de los precios sólo es una. A saber: que el gobierno, todo lo “democrático” que se quiera, establezca planes de “racionalización” del consumo. Lo que implica, por supuesto, planes de racionalización de la producción. Es decir, que el gobierno decida qué es lo que hay que producir y qué es lo que hay que consumir.
En conclusión, aparte de las campañas para que apaguemos la luz y desconectemos los aparatos electrónicos que no estamos usando y demás operaciones estéticas de los gobiernos, hay dos, y sólo dos, formas de “racionalizar” el consumo. Y, cuando alguien les intente convencer de que hay que hacerlo, les está ofreciendo una de las dos: o que el Estado deje, totalmente, de intervenir en la economía o bien la instauración del Primer Plan Quinquenal europeo.
Personalmente, ninguna de las dos opciones me parece por completo viable. Simplemente, tenemos que elegir hacia cuál de ellas queremos caminar. Ya decía un viejo proverbio japonés: “Ten cuidado con lo que deseas, porque puede hacerse realidad”. Ustedes deciden.