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Ana Rodríguez

2346: Cine futuro

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Una de las putadas de morir es no poder ver el futuro. Concretamente, el cine del futuro. Es una de las cosas que me inquieta: a no ser que inventen por fin el elixir de la vida eterna (y no creo que me alcanzara para adquirirlo), mi experiencia cinematográfica está limitada por las fronteras de mi existencia. Nunca podré ver una película hecha en el siglo XXII o en el XXIII o en el XXIV, ni siquiera uno solo de sus planos. Siempre pienso, algo puerilmente, lo genial que sería levantar una vez la cabeza en cada década de los siglos venideros, ver las películas más relevantes, atisbar algo del mundo del futuro –ya puestos- y volver al ataúd hasta al cabo de diez años.

En esa empresa, sería muy recomendable, los días de vuelta a la vida, asistir a algún simposio sobre “cine contemporáneo” para oír a la crítica futura dilucidar resumidamente las líneas más importantes del cine del momento, igual que la crítica actual lo intenta con el cine presente, en el que, curiosamente, intenta además intuir las expresiones de futuro.

Si es difícil vislumbrar el cine que se hará de aquí a diez o veinte años, es todo un reto imaginar el que verán nuestros sucesores de aquí a doscientos. Por alguna razón, me entretengo frecuentemente en pensar en ese cine, maldiciendo cada poco tiempo la imposibilidad de imaginar correctamente lo que aún no existe. Me suelen asaltar algunas ideas dispersas, que vagan hasta difuminarse o, como hoy, hasta llegar a un pedazo de papel en blanco.

Por ejemplo, me pregunto sobre cómo afectará el deterioro climático del planeta al cine. Asistiremos, tal vez, a una nueva corriente de cine ecologista, que por entonces ya no se llamará así, y que se hará eco del actual pronóstico de aumento de las temperaturas y escasez de agua, como ya a principios de este siglo lo hacía el film de Tsai Ming-liang, El sabor de la sandía. El cambio en el paisaje, transformará también los paisajes fílmicos y sus poéticas.

Por otro lado, ¿cómo afectarán los cambios tecnológicos al cine del futuro? Puede, me digo, que dentro de ciento cincuenta años se hayan inventado cámaras intraoculares, que permitan la grabación de la realidad en directo y con la forma exacta de mirar de nuestros ojos. Una suerte de flujo de mirada que podría dar lugar a un género que mezclase lo voluntario con lo involuntario (como el propio acto de mirar) o a todo un abanico de autorretratos retinianos. Tal vez, por entonces, existan también cámaras independientes, que anden solas por el mundo y graben la realidad según parámetros aleatorios o según un lenguaje audiovisual codificado y programado. En ese sentido, no es descartable la aparición del cine-cyborg –si aún se llama cine al cine-, un género de películas realizado íntegramente por los nuevos ejemplares que hibriden cuerpo con tecnología y que estén modificados para poder registrar percepciones alteradas de la realidad o inscritas bajo el signo de una nueva conciencia. Es de imaginar, en este contexto, una militancia de cine antitecnológico y una recuperación casi sectaria de los formatos analógicos –en caso de que hayan desaparecido-. En retornos al pasado, igual que en la historia del arte, cabe imaginar también una vuelta radical al clasicismo, cuyo referente sería el Hollywood clásico de principios del siglo XX, reformulado bajo las nuevas circunstancias, pero preservando la esencia. Asimismo, es interesante elucubrar el cine del futuro como una experiencia sensorial completa –no sería la primera vez que se intenta, valga como ejemplo el Odorama de John Waters-, en una apuesta por la virtualidad definitiva. Nuevas formas de percibir y representar, multiplicidad de soportes y de agentes creativos, cámaras hiperrealistas que tal vez permitan una escisión del cine hacia sus formas más puras: la luz y el movimiento, la abstracción final.

Eso o nada de eso: las nuevas vías y experimentaciones se integrarán en una maquinaria (sea entonces Hollywood o Pekinlandia –¿alguien imagina un nuevo cánon de cine oriental?) de cine “limpio” e inteligible. Se seguirá versionando el pasado, la comedia romántica vivirá su apogeo y los tres actos, que resisten ciclos y ciclones debido a su aplastante sentido intrínseco, seguirán al servicio de un cine consumible y desechable, aunque por entonces sin palomitas. Cine y sed no deben ir de la mano en el futuro. Puede que las nuevas convinaciones sean cine-y-fruta o cine-y-helados.

Otra opción, la más desagradable, es que en el s.XXII o XXIII la humanidad ya no exista y lo único que haya entonces sean documentales de naturaleza involuntarios. O que exista pero no viva en la Tierra, dando lugar a un cine en la diáspora cósmica. Evidentemente, no querría perdérmelo, pero me temo lo de las revificaciones por décadas, va a ser un poco –muy- complicado.

2346: Cine futuro

Ana Rodríguez
Ana Rodríguez
viernes, 18 de marzo de 2011, 18:02 h (CET)
Una de las putadas de morir es no poder ver el futuro. Concretamente, el cine del futuro. Es una de las cosas que me inquieta: a no ser que inventen por fin el elixir de la vida eterna (y no creo que me alcanzara para adquirirlo), mi experiencia cinematográfica está limitada por las fronteras de mi existencia. Nunca podré ver una película hecha en el siglo XXII o en el XXIII o en el XXIV, ni siquiera uno solo de sus planos. Siempre pienso, algo puerilmente, lo genial que sería levantar una vez la cabeza en cada década de los siglos venideros, ver las películas más relevantes, atisbar algo del mundo del futuro –ya puestos- y volver al ataúd hasta al cabo de diez años.

En esa empresa, sería muy recomendable, los días de vuelta a la vida, asistir a algún simposio sobre “cine contemporáneo” para oír a la crítica futura dilucidar resumidamente las líneas más importantes del cine del momento, igual que la crítica actual lo intenta con el cine presente, en el que, curiosamente, intenta además intuir las expresiones de futuro.

Si es difícil vislumbrar el cine que se hará de aquí a diez o veinte años, es todo un reto imaginar el que verán nuestros sucesores de aquí a doscientos. Por alguna razón, me entretengo frecuentemente en pensar en ese cine, maldiciendo cada poco tiempo la imposibilidad de imaginar correctamente lo que aún no existe. Me suelen asaltar algunas ideas dispersas, que vagan hasta difuminarse o, como hoy, hasta llegar a un pedazo de papel en blanco.

Por ejemplo, me pregunto sobre cómo afectará el deterioro climático del planeta al cine. Asistiremos, tal vez, a una nueva corriente de cine ecologista, que por entonces ya no se llamará así, y que se hará eco del actual pronóstico de aumento de las temperaturas y escasez de agua, como ya a principios de este siglo lo hacía el film de Tsai Ming-liang, El sabor de la sandía. El cambio en el paisaje, transformará también los paisajes fílmicos y sus poéticas.

Por otro lado, ¿cómo afectarán los cambios tecnológicos al cine del futuro? Puede, me digo, que dentro de ciento cincuenta años se hayan inventado cámaras intraoculares, que permitan la grabación de la realidad en directo y con la forma exacta de mirar de nuestros ojos. Una suerte de flujo de mirada que podría dar lugar a un género que mezclase lo voluntario con lo involuntario (como el propio acto de mirar) o a todo un abanico de autorretratos retinianos. Tal vez, por entonces, existan también cámaras independientes, que anden solas por el mundo y graben la realidad según parámetros aleatorios o según un lenguaje audiovisual codificado y programado. En ese sentido, no es descartable la aparición del cine-cyborg –si aún se llama cine al cine-, un género de películas realizado íntegramente por los nuevos ejemplares que hibriden cuerpo con tecnología y que estén modificados para poder registrar percepciones alteradas de la realidad o inscritas bajo el signo de una nueva conciencia. Es de imaginar, en este contexto, una militancia de cine antitecnológico y una recuperación casi sectaria de los formatos analógicos –en caso de que hayan desaparecido-. En retornos al pasado, igual que en la historia del arte, cabe imaginar también una vuelta radical al clasicismo, cuyo referente sería el Hollywood clásico de principios del siglo XX, reformulado bajo las nuevas circunstancias, pero preservando la esencia. Asimismo, es interesante elucubrar el cine del futuro como una experiencia sensorial completa –no sería la primera vez que se intenta, valga como ejemplo el Odorama de John Waters-, en una apuesta por la virtualidad definitiva. Nuevas formas de percibir y representar, multiplicidad de soportes y de agentes creativos, cámaras hiperrealistas que tal vez permitan una escisión del cine hacia sus formas más puras: la luz y el movimiento, la abstracción final.

Eso o nada de eso: las nuevas vías y experimentaciones se integrarán en una maquinaria (sea entonces Hollywood o Pekinlandia –¿alguien imagina un nuevo cánon de cine oriental?) de cine “limpio” e inteligible. Se seguirá versionando el pasado, la comedia romántica vivirá su apogeo y los tres actos, que resisten ciclos y ciclones debido a su aplastante sentido intrínseco, seguirán al servicio de un cine consumible y desechable, aunque por entonces sin palomitas. Cine y sed no deben ir de la mano en el futuro. Puede que las nuevas convinaciones sean cine-y-fruta o cine-y-helados.

Otra opción, la más desagradable, es que en el s.XXII o XXIII la humanidad ya no exista y lo único que haya entonces sean documentales de naturaleza involuntarios. O que exista pero no viva en la Tierra, dando lugar a un cine en la diáspora cósmica. Evidentemente, no querría perdérmelo, pero me temo lo de las revificaciones por décadas, va a ser un poco –muy- complicado.

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