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Kathleen Parker

Voy a llamarle un encanto

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Los panegíricos de David Broder siguen llegando de los dedos de amigos e incondicionales. Era el decano de los periodistas políticos, un caballero generoso y afable, el periodista de periodistas. Humilde.

Todo cierto. Pero lo que no escucho que le llamen es un encanto. También era eso. Un encanto -- una especie de presencia amable sin pretensiones en un mundo cada vez más carente de esos rasgos.

A diferencia de muchos de los que han escrito acerca de Broder los últimos días, yo no le conocí bien, no crecí de su mano, no maduré a su sombra. Sí tenía noticias suyas, como cualquiera en su oficio. Y sí me reuní con él un par de veces, la primera como parte de la estrategia de contratación del Washington Post.

Cuando me invitaron a unirme a la filial de contenidos del Post (el Washington Post Writers Group) hace cinco años, fui trasladada a conocer a dos de las eminencias de la empresa - George Will y Broder. Más o menos, era parecido a lograr una audiencia con el Papa. Dejo a los lectores decidir cuál de los dos caballeros convendría con esa evaluación.

Si la oficina de Will, ubicada en un inmueble de época en Georgetown, es el Vaticano, la de Broder serían las mazmorras. Paredes forradas de periódicos, revistas y libros apilados, era un agujero de enano para el insaciablemente curioso. En la lengua vernácula actual, sería considerado un Diógenes. En el periodismo de la vieja escuela era simplemente un reportero rodeado por la generosidad de su pasión.

No es necesario haber conocido personalmente a Broder para llorar su pérdida. No sólo representó la clase de crónica y análisis que le convirtieron en un nombre de referencia; simbolizaba una época ya pasada y correspondía a un tiempo en el que el reportero era un reportero (y estaba orgulloso de ello). Un "periodista" era en lo que el reportero se convertía al final de su camino.

Es decir, precedió a la era del periodismo de fama y a la cultura narcisista que mueve la búsqueda rapaz de atención. Era el trabajo que atraía y definía a Broder, no la fama que de todas formas le llegó. La emoción de los reporteros de los mimbres de Broder residía en ver la mención de uno en el periódico, lograr la primicia y, lo más importante de todo, exponerla correctamente.

Era, en otras palabras, la no-celebridad personificada.

Ciertamente Broder era conocido. Habiendo sido invitado durante décadas a la televisión, era una figura familiar. Invitado habitual de "Meet the Press", pasó por el plató más de 400 veces. Pero, tan conocido como era, también era un discreto observador que se movió discretamente entre los estadounidenses de a pie sin dejar huella.

En la actual cultura del personaje, en la que los periodistas son a menudo tan parte de la crónica como los acontecimientos que cubren, Broder permaneció fiel a su papel de inspector más que de tema. No iba con él. Qué infrecuente y refrescante cuando hay tantos que reclaman a gritos la atención pública.

Mucho ha cambiado desde que el joven David Broder comenzó su trabajo. Los pocos infelices manchados de tinta, los orgullosos, no hablaban de "carreras en periodismo" en aquellos tiempos. Entre las cosas que echaremos en falta - y para siempre por parte de aquellos de cierta edad -- está la experiencia sensorial de sacar a la calle un diario:

El sonido seco de las máquinas de escribir, el sonido de aspiración del original impreso succionado a través de los tubos de vacío -- una invención moderna por entonces más rápida que los cadetes de redacción -- el olor del café, el humo de cigarrillo y, sí, hasta algo de alcohol por algunas mesas. El olor y la sensación de la noticia impresa que deja manchas de tinta en tus dedos.

Un periódico envuelve los sentidos como no hace ningún otro medio. Acto de colaboración creativa, es, como el parto, masivamente difícil e incomparablemente satisfactorio en la misma medida. Un pequeño milagro cada día.

Éste es el mundo del que emergió Broder. Y aunque pocos lamenten amargamente el día en que relevaron las máquinas de escribir por el ordenador, o en que los rotuladores rojos del editor fueron reemplazados por otros milagros -- la función seleccionar y borrar -- sí lamentamos la pérdida de algo humano en ese proceso. El placer sensorial y el estruendo de creación han sido comprimidos y acallados a través de la entumecedora eficacia.

Por eso era un placer palpable entrar en el santuario del mundo de Broder. Por desgracia, su oficina fue despejada hace un par de años como parte de una remodelación. Una lástima. Habría estado bien saber que quedaba un lugar sobre el planeta en el que un escritorio desordenado no es motivo de un nuevo decreto de recursos humanos, sino un monumento al caos creativo que en tiempos alimentó las pasiones de un gran reportero. Y un encanto.

Voy a llamarle un encanto

Kathleen Parker
Kathleen Parker
martes, 15 de marzo de 2011, 10:37 h (CET)
Los panegíricos de David Broder siguen llegando de los dedos de amigos e incondicionales. Era el decano de los periodistas políticos, un caballero generoso y afable, el periodista de periodistas. Humilde.

Todo cierto. Pero lo que no escucho que le llamen es un encanto. También era eso. Un encanto -- una especie de presencia amable sin pretensiones en un mundo cada vez más carente de esos rasgos.

A diferencia de muchos de los que han escrito acerca de Broder los últimos días, yo no le conocí bien, no crecí de su mano, no maduré a su sombra. Sí tenía noticias suyas, como cualquiera en su oficio. Y sí me reuní con él un par de veces, la primera como parte de la estrategia de contratación del Washington Post.

Cuando me invitaron a unirme a la filial de contenidos del Post (el Washington Post Writers Group) hace cinco años, fui trasladada a conocer a dos de las eminencias de la empresa - George Will y Broder. Más o menos, era parecido a lograr una audiencia con el Papa. Dejo a los lectores decidir cuál de los dos caballeros convendría con esa evaluación.

Si la oficina de Will, ubicada en un inmueble de época en Georgetown, es el Vaticano, la de Broder serían las mazmorras. Paredes forradas de periódicos, revistas y libros apilados, era un agujero de enano para el insaciablemente curioso. En la lengua vernácula actual, sería considerado un Diógenes. En el periodismo de la vieja escuela era simplemente un reportero rodeado por la generosidad de su pasión.

No es necesario haber conocido personalmente a Broder para llorar su pérdida. No sólo representó la clase de crónica y análisis que le convirtieron en un nombre de referencia; simbolizaba una época ya pasada y correspondía a un tiempo en el que el reportero era un reportero (y estaba orgulloso de ello). Un "periodista" era en lo que el reportero se convertía al final de su camino.

Es decir, precedió a la era del periodismo de fama y a la cultura narcisista que mueve la búsqueda rapaz de atención. Era el trabajo que atraía y definía a Broder, no la fama que de todas formas le llegó. La emoción de los reporteros de los mimbres de Broder residía en ver la mención de uno en el periódico, lograr la primicia y, lo más importante de todo, exponerla correctamente.

Era, en otras palabras, la no-celebridad personificada.

Ciertamente Broder era conocido. Habiendo sido invitado durante décadas a la televisión, era una figura familiar. Invitado habitual de "Meet the Press", pasó por el plató más de 400 veces. Pero, tan conocido como era, también era un discreto observador que se movió discretamente entre los estadounidenses de a pie sin dejar huella.

En la actual cultura del personaje, en la que los periodistas son a menudo tan parte de la crónica como los acontecimientos que cubren, Broder permaneció fiel a su papel de inspector más que de tema. No iba con él. Qué infrecuente y refrescante cuando hay tantos que reclaman a gritos la atención pública.

Mucho ha cambiado desde que el joven David Broder comenzó su trabajo. Los pocos infelices manchados de tinta, los orgullosos, no hablaban de "carreras en periodismo" en aquellos tiempos. Entre las cosas que echaremos en falta - y para siempre por parte de aquellos de cierta edad -- está la experiencia sensorial de sacar a la calle un diario:

El sonido seco de las máquinas de escribir, el sonido de aspiración del original impreso succionado a través de los tubos de vacío -- una invención moderna por entonces más rápida que los cadetes de redacción -- el olor del café, el humo de cigarrillo y, sí, hasta algo de alcohol por algunas mesas. El olor y la sensación de la noticia impresa que deja manchas de tinta en tus dedos.

Un periódico envuelve los sentidos como no hace ningún otro medio. Acto de colaboración creativa, es, como el parto, masivamente difícil e incomparablemente satisfactorio en la misma medida. Un pequeño milagro cada día.

Éste es el mundo del que emergió Broder. Y aunque pocos lamenten amargamente el día en que relevaron las máquinas de escribir por el ordenador, o en que los rotuladores rojos del editor fueron reemplazados por otros milagros -- la función seleccionar y borrar -- sí lamentamos la pérdida de algo humano en ese proceso. El placer sensorial y el estruendo de creación han sido comprimidos y acallados a través de la entumecedora eficacia.

Por eso era un placer palpable entrar en el santuario del mundo de Broder. Por desgracia, su oficina fue despejada hace un par de años como parte de una remodelación. Una lástima. Habría estado bien saber que quedaba un lugar sobre el planeta en el que un escritorio desordenado no es motivo de un nuevo decreto de recursos humanos, sino un monumento al caos creativo que en tiempos alimentó las pasiones de un gran reportero. Y un encanto.

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Al fin, el sistema educativo (aunque fundamentalmente lo es, o habría de serlo, de enseñanza-aprendizaje) está dentro de una dinámica social y en su transcurrir diario forja futuros ciudadanos con base en unos valores imperantes de los que es complicado sustraerse. Desde el XIX hasta nuestros días dichos valores han estado muy influenciados por la evolución de la ética económico-laboral, a la que Jorge Dioni López se refería afinadamente en un artículo.

Acaba de fallecer Joe Lieberman, con 82 años, senador estadounidense por Connecticut durante cuatro mandatos antes de ser compañero de Al Gore en el año 2000. Desde que se retiró en 2013 retomó su desempeño en la abogacía en American Enterprise Institute y se encontraba estrechamente vinculado al grupo político No Label (https://www.nolabels.org/ ) y que se ha destacado por impulsar políticas independientes y centristas.

Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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