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Johari Gautier Carmona

Senegal, una puerta abierta sobre el continente africano

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En la punta oeste de una tierra vibrante se organiza la vida de un país pacífico y acogedor. Senegal o “La Teranga” ––como la denominan sus habitantes en alusión a su grado de apertura–– se inscribe en la lista de esos numerosos países africanos que siguen un rumbo discreto y continuo, que pasan desapercibos en las noticias internacionales, pero se enfrentan a su realidad con tesón.




En los catálogos, la nación que vio nacer a Léopold Sédar Senghor expone su duradera estabilidad política y el reconocido calor de su gente para consolidarse como uno de los destinos más atractivos para los europeos. En el mismo suelo, los emblemas del África tradicional se entrelazan con las huellas de un progreso galopante y provocan unas imágenes insólitas.

El símbolo de una nación
El baobab. Gran árbol y alma de este país, inmenso pilar de madera y respetable espíritu de las estepas senegalesas, es una fuente inagotable de paz y de misterio. Frente a su belleza y su tamaño, uno pronuncia su nombre con asombro, lentamente, sintiéndose tan pequeño como un insecto y tan ligero como el polen o el polvo que le rodean: ¡Baobab!

Ése es el nombre que los senegaleses pronuncian orgullosamente cuando se refieren al símbolo de su nación. El equivalente del toro o de las tapas en España. El baobab es el árbol que domina las infinitas extensiones de tierra árida y clara del interior del país, salpicadas de puntitos verdes de vegetación. Es parte de la identidad cultural. Es como un hombre colosal, solitario y digno, que vive alejado de los demás. Durante nuestro viaje, hallamos uno enorme al borde de una carretera y nos detenemos para observarlo con calma. Enseguida nos asaltan unos guías que han convertido este elemento natural en un auténtico museo con visita guiada y venta de souvenirs. “Este árbol tiene ochocientos cincuenta años”, nos asegura uno de ellos.






Antes de que la religión católica y la musulmana acabaran con ciertas creencias animistas en Senegal, el baobab servía de cementerio o de tumba. Su tronco se utilizaba para guardar los despojos de los difuntos y allí se rezaba o hacía ofrendas, sabiendo que el alma del muerto permanecería en el árbol para siempre. Esa anécdota nos lleva a un mundo místico y mágico en el que se respeta enormemente la memoria de los muertos. Nuestro guía y confidente añade un comentario interesante: es costumbre sentarse sobre las raíces del baobab y pedir un deseo.

Dakar, la capital
Dakar es la capital en todos los sentidos. Es una ciudad gigantesca, comparable con las grandes urbes del resto del mundo por sus concentraciones de personas. Ya en las afueras, los taxis colectivos (o autobuses privados) se acumulan en las arterias que permiten el acceso al centro, pululan y se multiplican, como insectos enérgicos, y los vendedores ambulantes de cacahuetes, de relojes u otras mil cosas, la mayoría de países fronterizos (Guinea o Malí), recorren las carreteras en busca de negocios.

Desde Mbour en la provincia, la llegada a la capital se hace exageradamente lenta. La caravana es interminable. Una viva y alegre música que distiende los músculos y calma los nervios mana de cada vehículo: Youssou N´Dour, Omar Pene y otros ritmos procedentes del Caribe (reggae y zouk) son los más conocidos. Ya entrando en la ciudad, aparecen las grandes edificaciones: la Universidad, las fastuosas embajadas del litoral, los hoteles lujosos de la plaza de la independencia y la plaza del Recuerdo. Todo es un entramado de avenidas amplias y edificios altos. Aquí abundan los trajes y las vestimentas occidentales, los zapatos escrupulosamente abrillantados y los locales atípicos. Todo está en movimiento y el visitante no puede eludir una realidad: Senegal es un país que se mueve a una velocidad impresionante.

Senegal, una puerta abierta sobre el continente africano

Johari Gautier Carmona
Johari Gautier Carmona
martes, 1 de marzo de 2011, 09:31 h (CET)
En la punta oeste de una tierra vibrante se organiza la vida de un país pacífico y acogedor. Senegal o “La Teranga” ––como la denominan sus habitantes en alusión a su grado de apertura–– se inscribe en la lista de esos numerosos países africanos que siguen un rumbo discreto y continuo, que pasan desapercibos en las noticias internacionales, pero se enfrentan a su realidad con tesón.




En los catálogos, la nación que vio nacer a Léopold Sédar Senghor expone su duradera estabilidad política y el reconocido calor de su gente para consolidarse como uno de los destinos más atractivos para los europeos. En el mismo suelo, los emblemas del África tradicional se entrelazan con las huellas de un progreso galopante y provocan unas imágenes insólitas.

El símbolo de una nación
El baobab. Gran árbol y alma de este país, inmenso pilar de madera y respetable espíritu de las estepas senegalesas, es una fuente inagotable de paz y de misterio. Frente a su belleza y su tamaño, uno pronuncia su nombre con asombro, lentamente, sintiéndose tan pequeño como un insecto y tan ligero como el polen o el polvo que le rodean: ¡Baobab!

Ése es el nombre que los senegaleses pronuncian orgullosamente cuando se refieren al símbolo de su nación. El equivalente del toro o de las tapas en España. El baobab es el árbol que domina las infinitas extensiones de tierra árida y clara del interior del país, salpicadas de puntitos verdes de vegetación. Es parte de la identidad cultural. Es como un hombre colosal, solitario y digno, que vive alejado de los demás. Durante nuestro viaje, hallamos uno enorme al borde de una carretera y nos detenemos para observarlo con calma. Enseguida nos asaltan unos guías que han convertido este elemento natural en un auténtico museo con visita guiada y venta de souvenirs. “Este árbol tiene ochocientos cincuenta años”, nos asegura uno de ellos.






Antes de que la religión católica y la musulmana acabaran con ciertas creencias animistas en Senegal, el baobab servía de cementerio o de tumba. Su tronco se utilizaba para guardar los despojos de los difuntos y allí se rezaba o hacía ofrendas, sabiendo que el alma del muerto permanecería en el árbol para siempre. Esa anécdota nos lleva a un mundo místico y mágico en el que se respeta enormemente la memoria de los muertos. Nuestro guía y confidente añade un comentario interesante: es costumbre sentarse sobre las raíces del baobab y pedir un deseo.

Dakar, la capital
Dakar es la capital en todos los sentidos. Es una ciudad gigantesca, comparable con las grandes urbes del resto del mundo por sus concentraciones de personas. Ya en las afueras, los taxis colectivos (o autobuses privados) se acumulan en las arterias que permiten el acceso al centro, pululan y se multiplican, como insectos enérgicos, y los vendedores ambulantes de cacahuetes, de relojes u otras mil cosas, la mayoría de países fronterizos (Guinea o Malí), recorren las carreteras en busca de negocios.

Desde Mbour en la provincia, la llegada a la capital se hace exageradamente lenta. La caravana es interminable. Una viva y alegre música que distiende los músculos y calma los nervios mana de cada vehículo: Youssou N´Dour, Omar Pene y otros ritmos procedentes del Caribe (reggae y zouk) son los más conocidos. Ya entrando en la ciudad, aparecen las grandes edificaciones: la Universidad, las fastuosas embajadas del litoral, los hoteles lujosos de la plaza de la independencia y la plaza del Recuerdo. Todo es un entramado de avenidas amplias y edificios altos. Aquí abundan los trajes y las vestimentas occidentales, los zapatos escrupulosamente abrillantados y los locales atípicos. Todo está en movimiento y el visitante no puede eludir una realidad: Senegal es un país que se mueve a una velocidad impresionante.

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