La revolución devora a sus propios hijos a tal velocidad, que sólo el tiempo puede devolver lustre a aquellos precursores, que dando un paso al frente, fueron semilla para que brotará tras ellos un país libre. De ellos permanece la huella como recuerdo efímero y el olvido como zapato que la propia revolución lleva durante su tránsito. La historia no conoce de justicia o sentimentalismos. Los hechos son crueles cuando se analizan en el presente, pero son simples hechos cuando ocurren. La máquina histórica es imparable en su avance y ya sabemos que son los vencedores quienes la escriben. Durante mucho tiempo ha parecido olvidarse de Francisco de Miranda (1750-1816), criollo, nacido en Caracas de padre canario. Este astuto militar, intelectual y mujeriego a partes iguales, está a punto de recibir parte de la recompensa, por una vida dedicada a la liberación de América, en forma de biografía: “Francisco de Miranda. La aventura de la política” (Edaf), escrita por Manuel Lucena Giraldo.
La talla individual de Miranda es equiparable a los episodios en los que participó: la Independencia de Estados Unidos, la Revolución francesa y como no, en la emancipación de la América hispana. En España adquirió la educación que acrecentó con ansía de conocimiento a lo largo de su trayectoria. Además, sus continuos méritos militares le hicieron ascender a teniente coronel del ejército real en poco tiempo, pero nada era capaz de saciar un espíritu tan voraz como el suyo .
Para conocer un poco más al que fue el primer presidente de Venezuela por unos pocos meses, bastaría con recorrer toda Europa, parte de Asia, una pizca de África y el continente americano desde Caracas a Nueva York pasando por el Caribe. Allí donde hubiese un átomo de historia, aparecía Miranda para tomar parte en su composición y para alimentar el sueño que había comenzado a formar; la gran Colombia o Colombeia, la nación unida de todo el continente latinoamericano desde el Mississipi al cabo de Hornos.
Para desentrañar la personalidad del hombre que izó por primera vez la bandera tricolor, y que escribió alguno de los versos del himno nacional venezolano (... “Unida con lazos que el cielo formó, la América toda existe en Nación...”), habría que introducirse en los vericuetos de la corte y la Inquisición españolas, dominar el inglés para hablar con el presidente Thomas Jefferson o el primer ministro británico Pitt, charlar en ruso junto a Catalina la Grande, aprender sueco para hacerlo con Gustavo III, dialogar en francés al lado de Napoleón, quien llegó a decir sobre él: “... ese Quijote, que no está loco, tiene fuego sagrado en el alma...”. No en vano su nombre está escrito en el arco del triunfo parisino y una estatua suya erigida en el campo de Valmy, donde hizo retroceder a los batallones prusianos.
Sus diarios son una radiografía del mundo en aquellos días ilustrados, tan convulsos y reaccionarios, que supusieron el fin absolutista de algunas monarquías europeas. Este caldo de cultivo en el Viejo continente le abrió una brecha en el Imperio español que él traspasó con toda su presencia. Desgraciadamente para Miranda, la victoria definitiva llegó en 1821. El Precursor como fue conocido, había sido traicionado por los suyos en 1812, entre ellos Simón Bolívar, quien años más tarde lo afirmaría como “el más ilustre colombiano”. El visionario regresaría a Cádiz encadenado donde moriría en presidio. Sus planes americanos quedaron reflejados en Colombeia: 63 volúmenes de historia revolucionaria que se comieron a su propio hijo, el primer soñador americano.