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Felipe Muñoz

No importa dónde estabas el 23-F

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Todos los españoles que tenemos cierta edad recordamos, seguro, la imagen del Capitán General de la VII Región. Don Manuel Gutiérrez Mellado, acercándose con furia y dignidad a la tribuna del Congreso de los Diputados, justo después de que el Teniente Coronel Antonio Tejero efectuara sus famosos disparos al techo, aquel 23 de febrero, del que mañana se conmemora el 30 aniversario.

Parece evidente que el Capitán General no sabía lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, cuando los asaltantes del Congreso comenzaron a disparar y todos los diputados se echaron al suelo (salvo Adolfo Suárez), Don Manuel se enfrentó a ellos, reivindicando su rango militar superior.

Los golpistas intentaron derribar a este hombre de, entonces a la sazón, sesenta y nueve años. Hubo empujones e, incluso, zancadillas; pero Don Manuel se resistió y sólo la intervención de Suárez le convenció para que retornara a su escaño.

Un gesto para la Historia
Fue, el de Don Manuel, un gesto para la Historia, aunque el no fuera consciente de ello en aquel momento. Y, como tal gesto histórico, llega el tiempo en el que los historiadores y los políticos empiezan a “interpretarlo”, arrimando, cómo no, el ascua a su sardina.

Para muestra, un botón. Se puede leer, hoy, en la Wikipedia, esa Biblia de los que no leen, que el hecho de que Gutiérrez Mellado se mantuviera en pie, cuando los demás habían dado con sus huesos en el suelo, constituiría un símbolo de que el proceso democrático era ya imparable. Quizá sí o quizá no.

La batalla de las Arginusas
En el año 406 a. de C., Atenas, con una flota construida a toda prisa y tripulada por marineros inexpertos y por esclavos, venció, frente a las islas Arginusas, a una flota espartana más numerosa y más experta.

La batalla fue durísima y los atenienses perdieron treinta barcos, cuyos marineros, al final de la refriega, esperaban en el agua a ser rescatados. Mas, por las dudas de los generales y, sobre todo, porque se desató una terrible tormenta, los marineros no pudieron ser rescatados y perecieron por miles.

La democracia de Atenas comete una injusticia
La Asamblea de Atenas, que por entonces vivía aún en la democracia de Pericles (aunque éste había muerto, víctima de la peste), se enfureció y ordenó llamar a los diez generales que comandaban la flota. Dos de ellos huyeron, pero los otros ocho acudieron a la llamada.

En medio del furor, y envueltos en intrigas que no vienen al caso, la Asamblea quiso juzgar a los ocho generales al tiempo. Esto, según la Constitución de Atenas, era claramente ilegal, porque negaba a los acusados el derecho a defenderse por medio de un discurso, como dictaban las normas.

Varios de los prítanos (algo así como la “comisión permanente” de la Asamblea) se opusieron a esta violación flagrante de la Constitución, por muy “democrático” que fuera el procedimiento. Pero los atenienses no atendieron a razones. “Sería impensable”, decían, ”que alguien quisiera impedir lo que vote la mayoría”.

Sólo un ateniense defiende lo justo
Los prítanos se asustaron y fueron retirando sus mociones (que consistían, en resumen, en respetar la legalidad), porque temieron ser acusados de traición y enfrentarse a la pena de muerte. Todos, salvo uno.

Cuenta la leyenda que el resultado de la votación fue de quinientos contra uno. El único que se opuso a la ilegalidad no fue otro que el entonces presidente, por sorteo, de la Asamblea. Su nombre era Sócrates y alegó que nunca haría nada contrario a la ley, aunque le fuera la propia vida en ello (como después demostró). Con seguridad, Sócrates habría suscrito la afirmación de Lord Acton de que, por mucho que lo vote la mayoría, no se puede hacer que lo injusto sea justo.

La defensa de la justicia en el 23-F
Sócrates, como Don Manuel, puso en riesgo su propia vida en defensa de lo que creía que era su deber, de lo que creía que era justo. Se opuso a la democracia por la misma razón por la que Don Manuel Gutiérrez Mellado la defendió. Porque era lo justo.

Tras la batalla de las Arginusas, Esparta solicitó la paz a Atenas. La Asamblea ateniense la rechazó. Un año después, Atenas perdió la guerra. Y, siete años después, Sócrates fue condenado a muerte.

Tras el fallido golpe del 23 de febrero de 1981, los españoles vivimos la ilusión de que la democracia se había consolidado “de golpe”. Y, ante los continuos atentados contra nuestra Constitución, ante la confusión de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, ante los estatutos separatistas (y no sólo el de Cataluña), ante el mercadeo con los terroristas, ante la invasión de la propiedad privada y la nacionalización de los espacios públicos, ante el robo masivo de nuestros impuestos, consentido e, incluso a veces, aplaudido, ante la participación en conflictos bélicos sin pasar por el Congreso, ante leyes retroactivas que deslegitiman el propio sistema democrático, como la de Memoria Histórica, ante leyes contrarias, incluso, a derechos fundamentales, que discrimina por razón de sexo, esta vez a los hombres; ante todo esto, y mucho más, se puede ver cuán necesario resulta un Sócrates que se oponga a lo injusto, por muy democrático que sea, o un Manuel Gutiérrez Mellado, que no se esconda tras su escaño y no esté dispuesto a abdicar de su deber.

Después de la muerte de Sócrates, Diógenes de Sínope, en ocasiones, salía al mercado de la ciudad, portando una linterna encendida. Sus paisanos se burlaban de él y le preguntaban qué hacía con esa luz en pleno día. A lo que Diógenes respondía: “Busco un hombre”.

No importa dónde estabas el 23-F

Felipe Muñoz
Felipe Muñoz
martes, 22 de febrero de 2011, 07:38 h (CET)
Todos los españoles que tenemos cierta edad recordamos, seguro, la imagen del Capitán General de la VII Región. Don Manuel Gutiérrez Mellado, acercándose con furia y dignidad a la tribuna del Congreso de los Diputados, justo después de que el Teniente Coronel Antonio Tejero efectuara sus famosos disparos al techo, aquel 23 de febrero, del que mañana se conmemora el 30 aniversario.

Parece evidente que el Capitán General no sabía lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, cuando los asaltantes del Congreso comenzaron a disparar y todos los diputados se echaron al suelo (salvo Adolfo Suárez), Don Manuel se enfrentó a ellos, reivindicando su rango militar superior.

Los golpistas intentaron derribar a este hombre de, entonces a la sazón, sesenta y nueve años. Hubo empujones e, incluso, zancadillas; pero Don Manuel se resistió y sólo la intervención de Suárez le convenció para que retornara a su escaño.

Un gesto para la Historia
Fue, el de Don Manuel, un gesto para la Historia, aunque el no fuera consciente de ello en aquel momento. Y, como tal gesto histórico, llega el tiempo en el que los historiadores y los políticos empiezan a “interpretarlo”, arrimando, cómo no, el ascua a su sardina.

Para muestra, un botón. Se puede leer, hoy, en la Wikipedia, esa Biblia de los que no leen, que el hecho de que Gutiérrez Mellado se mantuviera en pie, cuando los demás habían dado con sus huesos en el suelo, constituiría un símbolo de que el proceso democrático era ya imparable. Quizá sí o quizá no.

La batalla de las Arginusas
En el año 406 a. de C., Atenas, con una flota construida a toda prisa y tripulada por marineros inexpertos y por esclavos, venció, frente a las islas Arginusas, a una flota espartana más numerosa y más experta.

La batalla fue durísima y los atenienses perdieron treinta barcos, cuyos marineros, al final de la refriega, esperaban en el agua a ser rescatados. Mas, por las dudas de los generales y, sobre todo, porque se desató una terrible tormenta, los marineros no pudieron ser rescatados y perecieron por miles.

La democracia de Atenas comete una injusticia
La Asamblea de Atenas, que por entonces vivía aún en la democracia de Pericles (aunque éste había muerto, víctima de la peste), se enfureció y ordenó llamar a los diez generales que comandaban la flota. Dos de ellos huyeron, pero los otros ocho acudieron a la llamada.

En medio del furor, y envueltos en intrigas que no vienen al caso, la Asamblea quiso juzgar a los ocho generales al tiempo. Esto, según la Constitución de Atenas, era claramente ilegal, porque negaba a los acusados el derecho a defenderse por medio de un discurso, como dictaban las normas.

Varios de los prítanos (algo así como la “comisión permanente” de la Asamblea) se opusieron a esta violación flagrante de la Constitución, por muy “democrático” que fuera el procedimiento. Pero los atenienses no atendieron a razones. “Sería impensable”, decían, ”que alguien quisiera impedir lo que vote la mayoría”.

Sólo un ateniense defiende lo justo
Los prítanos se asustaron y fueron retirando sus mociones (que consistían, en resumen, en respetar la legalidad), porque temieron ser acusados de traición y enfrentarse a la pena de muerte. Todos, salvo uno.

Cuenta la leyenda que el resultado de la votación fue de quinientos contra uno. El único que se opuso a la ilegalidad no fue otro que el entonces presidente, por sorteo, de la Asamblea. Su nombre era Sócrates y alegó que nunca haría nada contrario a la ley, aunque le fuera la propia vida en ello (como después demostró). Con seguridad, Sócrates habría suscrito la afirmación de Lord Acton de que, por mucho que lo vote la mayoría, no se puede hacer que lo injusto sea justo.

La defensa de la justicia en el 23-F
Sócrates, como Don Manuel, puso en riesgo su propia vida en defensa de lo que creía que era su deber, de lo que creía que era justo. Se opuso a la democracia por la misma razón por la que Don Manuel Gutiérrez Mellado la defendió. Porque era lo justo.

Tras la batalla de las Arginusas, Esparta solicitó la paz a Atenas. La Asamblea ateniense la rechazó. Un año después, Atenas perdió la guerra. Y, siete años después, Sócrates fue condenado a muerte.

Tras el fallido golpe del 23 de febrero de 1981, los españoles vivimos la ilusión de que la democracia se había consolidado “de golpe”. Y, ante los continuos atentados contra nuestra Constitución, ante la confusión de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, ante los estatutos separatistas (y no sólo el de Cataluña), ante el mercadeo con los terroristas, ante la invasión de la propiedad privada y la nacionalización de los espacios públicos, ante el robo masivo de nuestros impuestos, consentido e, incluso a veces, aplaudido, ante la participación en conflictos bélicos sin pasar por el Congreso, ante leyes retroactivas que deslegitiman el propio sistema democrático, como la de Memoria Histórica, ante leyes contrarias, incluso, a derechos fundamentales, que discrimina por razón de sexo, esta vez a los hombres; ante todo esto, y mucho más, se puede ver cuán necesario resulta un Sócrates que se oponga a lo injusto, por muy democrático que sea, o un Manuel Gutiérrez Mellado, que no se esconda tras su escaño y no esté dispuesto a abdicar de su deber.

Después de la muerte de Sócrates, Diógenes de Sínope, en ocasiones, salía al mercado de la ciudad, portando una linterna encendida. Sus paisanos se burlaban de él y le preguntaban qué hacía con esa luz en pleno día. A lo que Diógenes respondía: “Busco un hombre”.

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