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Ana Rodríguez

Slow motion

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La velocidad puede ser señal de muchas cosas, entre ellas, del impacto que nos ha producido una película. Me explico: sucede algo curioso cuando las personas salimos de ver una película, y es que normalmente, andamos despacio. Considerablemente despacio. La velocidad de una persona que se dirige al cine y la de una que sale de él, suelen ser bastante distintas. Mientras el que acude está pensando en el futuro, anticipando las colas y la posible falta de tiempo o de entradas, el que sale tiene los ojos puestos en el pasado, en lo que acaba de suceder en la pantalla y en la experiencia –catarsis o no incluída- vivida en el interior de la sala oscura. Por cuestiones inherentes a nuestra naturaleza, eso se refleja en la velocidad a la que caminamos.

En la época de la multitarea, de la ubicuidad virtual, de la fragmentación de la atención y la disipación de la concentración en pro del sujeto-pulpo (el que con sus tentáculos combina Word, Facebook, Photoshop y correo electrónico, todo al mismo tiempo), la focalización en una única cosa, una única narración, durante un periodo de aproximadamente dos horas, es ya toda una cura antiestrés.

En ese lapso de tiempo desparece todo lo que nos hace ir rápido en el mundo exterior, y nuestra mente se deja guiar –y ayuda a construir- un hilo de sentido que termina en algún lugar a caballo entre la pantalla, nuestro interior y el mundo real. David Mamet, en el ensayo Los tres usos del cuchillo, habla de la necesidad del drama (de la ficción) al final del día, como elemento de ordenación de las cosas. El cine –y las series- aplaca la bestia inflamada y acelerada, comúnmente descerebrada, que llevamos dentro y que tanto nos hace correr en las ciudades. Por ello la lentitud a la salida de las salas, me parece un termómetro de la capacidad del cine para reconstruir cierto ritmo interior, y con él otras cosas, relacionadas con el bienestar, la inquietud o la creatividad.

No todas las películas generan la misma velocidad posterior –e interior-, claro está. Las de catarsis de alto voltaje provocan una satisfacción, casi física, que nos puede dejar dando tumbos a la salida. Esas pueden ser engañosas, sobre todo cuando se trata de dramones que nos golpean en el estómago y nos arrancan las lágrimas casi en contra de nuestra voluntad. Esas pueden dejarle a uno exhausto, aunque también poseen esa cualidad los dramones de calidad, lo que a veces hace que confundamos unos con otros: harto peligroso. Hay otra clase de films que no le dejan a uno ni tranquilo, ni cansado, ni positivo (como es el caso de ciertas comedias), sino inquieto. Recuerdo esa sensación con toda claridad cuando acudí al cine a ver Los idiotas, de Lars Von Trier. En esa clase de films, se sale andando deprisa y mirando al suelo, recapitulando qué demonios acaba de suceder ahí dentro. Otro tipo de inquietud, cualitativamente distinta, es la que generan los films salvajes, los que dan ganas de hacer cosas, de crear y traspasar fronteras. Buen ejemplo de ello es Peau de cochon, un delirio en libertad del francés Phillipe Katerine que tuve la oportunidad de ver en la pasada edición del festival Punto de Vista o, aunque menos evocador, el proyecto demente de Sacha Baron Cohen: Borat.

Cabrían más tipologías de películas, asociadas a tantos otros ritmos post-cine, pero no quisiera terminar sin mencionar algunas de las velocidades – las mías, en este caso- experimentadas tras ver algunas de las películas nominadas a los premios Goya de este año.

A falta de haber visto Pa Negre y Buried, puedo hablar de Balada triste de trompeta, film que me tuvo revolviéndome en la butaca del cine para combatir el aburrimiento, y de la que salí escopeteada, ávida de estar pronto en otro lugar que no fuera esa sala de cine. De Biutiful recuerdo una entrada aglomerada en el cine Capitol y una duda a la salida: ¿me han hecho trampa en la pantalla? Caminé despacio dándole vueltas a esa pregunta. Por último, También la lluvia superó mis expectativas, que no eran demasiado altas, y a pesar de un clímax que se me quedó corto y algunos aspectos irregulares –a comentar en otra ocasión-, me dejó con un incisivo mapa de América Latina al que prestar atención, despaciosa atención. Me fijaré en la velocidad –propia y ajena- al ver la triunfadora Pa Negre de los Goya 2011, pero anticipo que pueda ser una salida de cine de las de slow motion.

Slow motion

Ana Rodríguez
Ana Rodríguez
viernes, 18 de febrero de 2011, 08:28 h (CET)
La velocidad puede ser señal de muchas cosas, entre ellas, del impacto que nos ha producido una película. Me explico: sucede algo curioso cuando las personas salimos de ver una película, y es que normalmente, andamos despacio. Considerablemente despacio. La velocidad de una persona que se dirige al cine y la de una que sale de él, suelen ser bastante distintas. Mientras el que acude está pensando en el futuro, anticipando las colas y la posible falta de tiempo o de entradas, el que sale tiene los ojos puestos en el pasado, en lo que acaba de suceder en la pantalla y en la experiencia –catarsis o no incluída- vivida en el interior de la sala oscura. Por cuestiones inherentes a nuestra naturaleza, eso se refleja en la velocidad a la que caminamos.

En la época de la multitarea, de la ubicuidad virtual, de la fragmentación de la atención y la disipación de la concentración en pro del sujeto-pulpo (el que con sus tentáculos combina Word, Facebook, Photoshop y correo electrónico, todo al mismo tiempo), la focalización en una única cosa, una única narración, durante un periodo de aproximadamente dos horas, es ya toda una cura antiestrés.

En ese lapso de tiempo desparece todo lo que nos hace ir rápido en el mundo exterior, y nuestra mente se deja guiar –y ayuda a construir- un hilo de sentido que termina en algún lugar a caballo entre la pantalla, nuestro interior y el mundo real. David Mamet, en el ensayo Los tres usos del cuchillo, habla de la necesidad del drama (de la ficción) al final del día, como elemento de ordenación de las cosas. El cine –y las series- aplaca la bestia inflamada y acelerada, comúnmente descerebrada, que llevamos dentro y que tanto nos hace correr en las ciudades. Por ello la lentitud a la salida de las salas, me parece un termómetro de la capacidad del cine para reconstruir cierto ritmo interior, y con él otras cosas, relacionadas con el bienestar, la inquietud o la creatividad.

No todas las películas generan la misma velocidad posterior –e interior-, claro está. Las de catarsis de alto voltaje provocan una satisfacción, casi física, que nos puede dejar dando tumbos a la salida. Esas pueden ser engañosas, sobre todo cuando se trata de dramones que nos golpean en el estómago y nos arrancan las lágrimas casi en contra de nuestra voluntad. Esas pueden dejarle a uno exhausto, aunque también poseen esa cualidad los dramones de calidad, lo que a veces hace que confundamos unos con otros: harto peligroso. Hay otra clase de films que no le dejan a uno ni tranquilo, ni cansado, ni positivo (como es el caso de ciertas comedias), sino inquieto. Recuerdo esa sensación con toda claridad cuando acudí al cine a ver Los idiotas, de Lars Von Trier. En esa clase de films, se sale andando deprisa y mirando al suelo, recapitulando qué demonios acaba de suceder ahí dentro. Otro tipo de inquietud, cualitativamente distinta, es la que generan los films salvajes, los que dan ganas de hacer cosas, de crear y traspasar fronteras. Buen ejemplo de ello es Peau de cochon, un delirio en libertad del francés Phillipe Katerine que tuve la oportunidad de ver en la pasada edición del festival Punto de Vista o, aunque menos evocador, el proyecto demente de Sacha Baron Cohen: Borat.

Cabrían más tipologías de películas, asociadas a tantos otros ritmos post-cine, pero no quisiera terminar sin mencionar algunas de las velocidades – las mías, en este caso- experimentadas tras ver algunas de las películas nominadas a los premios Goya de este año.

A falta de haber visto Pa Negre y Buried, puedo hablar de Balada triste de trompeta, film que me tuvo revolviéndome en la butaca del cine para combatir el aburrimiento, y de la que salí escopeteada, ávida de estar pronto en otro lugar que no fuera esa sala de cine. De Biutiful recuerdo una entrada aglomerada en el cine Capitol y una duda a la salida: ¿me han hecho trampa en la pantalla? Caminé despacio dándole vueltas a esa pregunta. Por último, También la lluvia superó mis expectativas, que no eran demasiado altas, y a pesar de un clímax que se me quedó corto y algunos aspectos irregulares –a comentar en otra ocasión-, me dejó con un incisivo mapa de América Latina al que prestar atención, despaciosa atención. Me fijaré en la velocidad –propia y ajena- al ver la triunfadora Pa Negre de los Goya 2011, pero anticipo que pueda ser una salida de cine de las de slow motion.

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