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Guillermo Navalon

La aburrida fiesta del cine español

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¡Por Dios, qué aburrimiento! En algún punto (o varios) de la última gala de los Goya, esa expresión debió de cruzarse por la mente de todos y cada uno de los espectadores que presenciaron aquel solemne monumento al tedio. Y el caso es que no empezó mal. El divertido vídeo introductorio y el monólogo inicial de Andreu Buenafuente hacían presagiar una ceremonia amena. La cosa se empezó a torcer en el momento en que Karra Elejalde subió a recoger el galardón al mejor actor secundario por su papel en “También la lluvia” (por otra parte, muy merecido). Éste comenzó a pronunciar su discurso de agradecimiento y nadie parecía ponerle límites de ningún tipo, por lo que se extendió todo lo que le vino en gana, permitiéndose alguna divagación que otra. En ese preciso momento supe que esa escena se iba a repetir más de una vez a lo largo de la noche, ya que nadie parecía haberse tomado la molestia de controlar ese aspecto. Y así fue. Excepto en contadas ocasiones, cuando los agraciados se acercaban al atril, tomaban plena posesión del mismo y no lo abandonaban hasta estar seguros de haber soltado toda su retahíla de agradecimientos, a menudo acompañados de sollozos o largos titubeos. Lo curioso del tema es que estaba previsto que la gala tuviera una duración determinada y, sin embargo, nadie se preocupó de que los premiados se ciñeran a ese tiempo, con lo que la duración se extendió hasta horas intempestivas. Nada de micrófonos retráctiles, como en el programa “59 segundos”, o musiquitas para invitar a abandonar el escenario, como en los Oscar. Tan sólo una leve advertencia de Buenafuente, cuando ya era demasiado tarde, trató de poner algo de orden en ese descontrol.

Pero el colmo de los colmos, el discurso verdaderamente matador, fue el de Mario Camus en el momento de recoger su premio honorífico (también muy merecido, desde luego). Fue entonces cuando el ritmo de la gala recibió su estocada de muerte. En el patio de butacas, las caras de circunstancia de los asistentes reflejaban absoluto sopor. En casa, muchos aprovecharon ese momento para irse a dormir, mientras que otros prefirieron hacer zapping o cualquiera de esas otras actividades que uno suele hacer durante una larga pausa publicitaria. A partir de ahí, en términos de espectáculo, la ceremonia ya no pudo remontar el vuelo, sin importar lo graciosos o no que pudieran ser los chistes o el renombre de los artistas que pisaban el escenario. Lo único que los espectadores querían era que aquello se acabara de una vez por todas.

Por lo demás, Andreu Buenafuente asumió su cometido de presentador con dedicación y entusiasmo, aunque no pudo evitar que el peso de la responsabilidad le pesara sobre los hombros y se le notaran ciertos nervios. El humor de la gala, de tan blando e inofensivo, en ocasiones ni siquiera hacía gracia. Lo de los tráilers “tuneados” fue bastante ridículo, así como el resto de números cómicos, que parecían totalmente forzados y metidos con calzador. De no ser por esto, tal vez le hubiera perdonado ciertos deslices al realizador de la ceremonia, como lo de pinchar planos generales en el momento en que ponían el tradicional vídeo de los fallecidos, lo que impedía dilucidar algunos nombres, o lo de meter un audio que presentaba a Federico Luppi justo cuando irrumpía en el escenario Mario Camus. La guinda del pastel la puso la aparición estelar de Jimmy Jump: que un anormal de este calibre pueda colarse como Pedro por su casa en un evento de estas características me deja anonadado y sin palabras ¡Pero si hasta tuvo tiempo de sobra para soltar su discursito y todo! Esto se merece un punto extra para la organización, desde luego.

Sólo salvaría una cosa: el discurso de Álex de la Iglesia. Con semblante serio, puso los puntos sobre las íes y dejó clara su postura acerca de Internet frente a una ministra González-Sinde que no sabía qué cara poner para pasar desapercibida. Habría estado genial que Álex se hubiera despedido de la Academia con una gala de los Goya impecable y un buen carromato de premios para “Balada triste de trompeta”, pero no pudieron ser ninguna de las dos cosas. Este soberbio discurso fue el mejor canto de cisne que pudo obtener.

En cuanto a los premios en sí, me pareció muy justo el triunfo de “Pa negre”, ya que es una excelente película. Al final, y frente a otras cintas más hinchadas y mediáticas, ganó la que parecía pasar más desapercibida. Quizá el precio que Icíar Bollaín y Álex de la Iglesia tuvieron que pagar por formar parte de la Academia (o por crear polémica, en el caso de Álex) fue el de cosechar pocos galardones para sus respectivos filmes. En cuanto a “Buried”, supe desde un principio que sería muy difícil que se alzara con alguno de los premios principales, ya que tal vez su propuesta resultaba demasiado marciana y transgresora para el gusto de los miembros de la Academia, aunque no tenía duda de que se recompensaría su atrevimiento con un Goya al mejor guión original (entre otros). Pero para premios cantados el de Javier Bardem como mejor actor por “Biutiful”, único galardón que realmente merecía llevarse la fallida y soporífera cinta de Alejandro González Iñárritu. A nadie se le escapa que Bardem acudió a la cita para algo más que recoger una estatuilla: su estatus actual de estrella de Hollywood fue requerido para dar mayor empaque y proyección internacional a un evento que, de otra manera, habría resultado algo más deslucido.

En general, esta vez tenía la esperanza de que la gala de los Goya sería, como mínimo, tan entretenida como la del año anterior y, sin embargo, me he topado con este soberano tostón. Habrá que aceptarlo de una vez: los Goya nunca serán como los Oscar. Para la próxima no sé qué esperar, aunque tampoco importa demasiado. En definitiva, de lo que realmente debería preocuparse nuestro cine es de hacer buenas películas, y no galas ostentosas.

La aburrida fiesta del cine español

Guillermo Navalon
Guillermo Navalón
jueves, 17 de febrero de 2011, 08:08 h (CET)
¡Por Dios, qué aburrimiento! En algún punto (o varios) de la última gala de los Goya, esa expresión debió de cruzarse por la mente de todos y cada uno de los espectadores que presenciaron aquel solemne monumento al tedio. Y el caso es que no empezó mal. El divertido vídeo introductorio y el monólogo inicial de Andreu Buenafuente hacían presagiar una ceremonia amena. La cosa se empezó a torcer en el momento en que Karra Elejalde subió a recoger el galardón al mejor actor secundario por su papel en “También la lluvia” (por otra parte, muy merecido). Éste comenzó a pronunciar su discurso de agradecimiento y nadie parecía ponerle límites de ningún tipo, por lo que se extendió todo lo que le vino en gana, permitiéndose alguna divagación que otra. En ese preciso momento supe que esa escena se iba a repetir más de una vez a lo largo de la noche, ya que nadie parecía haberse tomado la molestia de controlar ese aspecto. Y así fue. Excepto en contadas ocasiones, cuando los agraciados se acercaban al atril, tomaban plena posesión del mismo y no lo abandonaban hasta estar seguros de haber soltado toda su retahíla de agradecimientos, a menudo acompañados de sollozos o largos titubeos. Lo curioso del tema es que estaba previsto que la gala tuviera una duración determinada y, sin embargo, nadie se preocupó de que los premiados se ciñeran a ese tiempo, con lo que la duración se extendió hasta horas intempestivas. Nada de micrófonos retráctiles, como en el programa “59 segundos”, o musiquitas para invitar a abandonar el escenario, como en los Oscar. Tan sólo una leve advertencia de Buenafuente, cuando ya era demasiado tarde, trató de poner algo de orden en ese descontrol.

Pero el colmo de los colmos, el discurso verdaderamente matador, fue el de Mario Camus en el momento de recoger su premio honorífico (también muy merecido, desde luego). Fue entonces cuando el ritmo de la gala recibió su estocada de muerte. En el patio de butacas, las caras de circunstancia de los asistentes reflejaban absoluto sopor. En casa, muchos aprovecharon ese momento para irse a dormir, mientras que otros prefirieron hacer zapping o cualquiera de esas otras actividades que uno suele hacer durante una larga pausa publicitaria. A partir de ahí, en términos de espectáculo, la ceremonia ya no pudo remontar el vuelo, sin importar lo graciosos o no que pudieran ser los chistes o el renombre de los artistas que pisaban el escenario. Lo único que los espectadores querían era que aquello se acabara de una vez por todas.

Por lo demás, Andreu Buenafuente asumió su cometido de presentador con dedicación y entusiasmo, aunque no pudo evitar que el peso de la responsabilidad le pesara sobre los hombros y se le notaran ciertos nervios. El humor de la gala, de tan blando e inofensivo, en ocasiones ni siquiera hacía gracia. Lo de los tráilers “tuneados” fue bastante ridículo, así como el resto de números cómicos, que parecían totalmente forzados y metidos con calzador. De no ser por esto, tal vez le hubiera perdonado ciertos deslices al realizador de la ceremonia, como lo de pinchar planos generales en el momento en que ponían el tradicional vídeo de los fallecidos, lo que impedía dilucidar algunos nombres, o lo de meter un audio que presentaba a Federico Luppi justo cuando irrumpía en el escenario Mario Camus. La guinda del pastel la puso la aparición estelar de Jimmy Jump: que un anormal de este calibre pueda colarse como Pedro por su casa en un evento de estas características me deja anonadado y sin palabras ¡Pero si hasta tuvo tiempo de sobra para soltar su discursito y todo! Esto se merece un punto extra para la organización, desde luego.

Sólo salvaría una cosa: el discurso de Álex de la Iglesia. Con semblante serio, puso los puntos sobre las íes y dejó clara su postura acerca de Internet frente a una ministra González-Sinde que no sabía qué cara poner para pasar desapercibida. Habría estado genial que Álex se hubiera despedido de la Academia con una gala de los Goya impecable y un buen carromato de premios para “Balada triste de trompeta”, pero no pudieron ser ninguna de las dos cosas. Este soberbio discurso fue el mejor canto de cisne que pudo obtener.

En cuanto a los premios en sí, me pareció muy justo el triunfo de “Pa negre”, ya que es una excelente película. Al final, y frente a otras cintas más hinchadas y mediáticas, ganó la que parecía pasar más desapercibida. Quizá el precio que Icíar Bollaín y Álex de la Iglesia tuvieron que pagar por formar parte de la Academia (o por crear polémica, en el caso de Álex) fue el de cosechar pocos galardones para sus respectivos filmes. En cuanto a “Buried”, supe desde un principio que sería muy difícil que se alzara con alguno de los premios principales, ya que tal vez su propuesta resultaba demasiado marciana y transgresora para el gusto de los miembros de la Academia, aunque no tenía duda de que se recompensaría su atrevimiento con un Goya al mejor guión original (entre otros). Pero para premios cantados el de Javier Bardem como mejor actor por “Biutiful”, único galardón que realmente merecía llevarse la fallida y soporífera cinta de Alejandro González Iñárritu. A nadie se le escapa que Bardem acudió a la cita para algo más que recoger una estatuilla: su estatus actual de estrella de Hollywood fue requerido para dar mayor empaque y proyección internacional a un evento que, de otra manera, habría resultado algo más deslucido.

En general, esta vez tenía la esperanza de que la gala de los Goya sería, como mínimo, tan entretenida como la del año anterior y, sin embargo, me he topado con este soberano tostón. Habrá que aceptarlo de una vez: los Goya nunca serán como los Oscar. Para la próxima no sé qué esperar, aunque tampoco importa demasiado. En definitiva, de lo que realmente debería preocuparse nuestro cine es de hacer buenas películas, y no galas ostentosas.

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