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En mi casa, por ventura o desventura, esos aparatos llegaron tarde

Miguel Hernández y yo

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Los chicos de mi generación en la década de los 00' gustaban de invertir su ocio en las novedades de la Play Station, la Game Boy, la PSP… En mi casa, por ventura o desventura, esos aparatos llegaron tarde. Yo me conformaba con mi Fifa en el ordenador familiar y quedar relegado de las conversaciones electrónicas, pues “el Fifa del ordenador era mejorable”. Mis padres no nos obsequiaron con estos prólogos de la Revolución Informática. En su lugar, como una reacción, compraron veinticuatro volúmenes de una Enciclopedia. Tengo una hermana pequeña, casi una década menor, que posiblemente no comprenderá el significado de esta obra. Yo no me afanaba en superar los niveles de los mundos que albergaban unas pantallas, y me encerraba en mi dormitorio con un par de voluminosos tomos, dispuesto a devorar sus páginas. Para un niño de ocho o nueve años, los artículos de esa vasta colección eran incomprensibles, y me lancé a leer las biografías. No podía ser tan complicado. Eran seres humanos, como yo. Pronto advertí el caudaloso río de celebridades que han naufragado por la Historia, y cribé mis intereses. Los autores de la Enciclopedia parecieron atender previamente mis súplicas, agregando un dossier de cuatro páginas dedicadas a las más excelsas personalidades de la Historia. Y a ellas fui.

Con nueve años ya sabía quién era Carlos V o Stalin. Necesité de la madurez, años después, para comprenderlos. Sin embargo, a los que entendía era a los escritores. Se me antojaban complejamente sencillos. En el tomo que recoge las palabras de Guijarro a Ítaca, entre los piélagos de párrafos, se escondía Miguel Hernández. Su vida me maravilló; y más aún me cautivó el extracto de un poema suyo que lo anunciaba. En ese momento, comprendí que quería ser como Miguel Hernández.

El hado se confabuló para que me olvidara del poeta orihuelano. Y casi lo logra, de no ser por una sabia decisión que a día de hoy sigo agradeciendo. Mi hermana mayor comenzaba la ESO —el cole de mayores—, y su profesora de Lengua y Literatura mandó a sus pupilos leer unos poemas de Hernández. Mi padre, que no tolera vicios en casa pero no escatima en educación y cultura, compró la «Antología Poética de Miguel Hernández». El cielo se abría a mi paso. Desatendí los libros de “Fray Perico y su borrico”, “Kika superbruja”, “El Equipo Tigre” y demás clásicos millennials y me sumergí en ese libro naranja que cobija los poemas de Miguel Hernández. Desde ese día, ese libro, mandato de la profesora de mi hermana, me acompaña en cada viaje que hago, como si de un amuleto se tratase, y me desea buenas noches en lírica forma.

Desde el primer momento, me identifiqué con sus palabras. La mayor parte no las comprendía, pero me resultaban bellas. Tal vez, esa hermosura sobre lo que ignoraba fraguó mi sensibilidad por la literatura. Recuerdo aprenderme los primeros versos de la misma forma que memorizaba las páginas de Conocimiento del Medio o, como bromeaba un profesor, Conocimiento del Miedo. Empero, la diferenciaba radicaba en que, mientras las segundas eran una losa con la que cargaba resignadamente, los primeros eran una deliciosa decisión que elevaba mi pueril espíritu.

Como a todo muchacho que se preste, me llegó mi primer desengaño amoroso. No encontraba solución fuera de la ira embutida en un inocente doceañero. Y, de repente, uno de esos poemas del libro naranja identificó mis sentimientos. Se trataba de “Me tiraste un limón y tan amargo…”. De pronto, antes de que enjugara las lágrimas de mi fracaso, Cupido vengó mi desgracia, y arribó el amor correspondido. Hoy lo rememoro cual chanza, pero en ese instante era producto de suma urgencia. Y mi compañero Miguel Hernández me prestó un poema suyo, “Vals de los enamorados y unidos hasta siempre”, para verbalizar la pasión forajida que nos embriagaba a mi particular Laura y a mí, disfrazado de Petrarca. No tardó en caérseme el infantil castillo de naipes, para vislumbrar las injusticias sociales que nos salpican. Emergió en mí un deseo de justicia, militancia y de combate, que Hernández cinceló en “Vientos del Pueblo”. Se sucedieron los días, y con éstos las clases de matemáticas y ciencias naturales; y probé suerte entre lección y lección a imitar al alicantino. No quedé muy decepcionado y fie mis versos a dos profesores, a algunos amigos muy íntimos y a mis padres. Esta enseñanza de Hernández me permitió vencer súbitas batallas para la conquista de otras dantescas Beatrices.

Con el tiempo comprendí que hay momentos en los que los más preciosos versos y las más iluminadoras palabras se desvanecen. La vida de uno de mis mejores amigos, quizás con el primero que desnudé mi alma, un anciano de ochenta y nueve años, padre de mi padre, se apagaba. La desolación me embargó; y acudí a Miguel Hernández. Él me alumbró con el desgarro que sufrió en 1935, recogido en “Elegía a Ramón Sijé”. La mayor parte de sus obras, luego de ser despedazadas, fueron entendidas por mí. Sólo hay una por la que siento predilección y no he experimentado: “Nanas a la cebolla”. Anhelo experimentar el dolor paterno, pero ruego al futuro que no con la virulencia con la que él lo padeció.

Aunque me identifico con todo lo que significa Miguel Hernández, hay un punto en el que divergimos. Él fue un autodidacta, enseñado a sí mismo y sin reconocimiento alguno por sus progenitores. Yo tengo dos guías que me ayudan a excavar el pozo de este arte y dos padres que bien pueden compararse a Neruda y Aleixandre para él. Sin embargo, con ahínco lo honro. Recuerdo que uno de esos guías, Jesús Peñalver, en su clase de Literatura, saltaba de la Generación del 27 a los Novísimos, previo paso por la novela y el teatro del siglo XX. Yo no daba crédito. Era una injusticia: mis compañeros no podrían disfrutar de aquel genio. Y no podía dejar morir a Hernández en la indiferencia del sistema educativo. Rogué, con la exigencia impertinente de la adolescencia, estudiar a Hernández. El pobre profesor, con una sonrisa que ocultaba las ganas de arrojarme su tableta, se excusaba diciendo que no había tiempo. Pese a mis enfados y consignas en favor de Hernández, no conseguí arrancarle muchas frases de este poeta, la mayoría de las cuales eran revestidas con sorna hacia mi persona.

Es curioso que un nombre tan cotidiano y un apellido tan común sean tan exclusivos… pero nunca excluyentes.

Miguel Hernández y yo

En mi casa, por ventura o desventura, esos aparatos llegaron tarde
Marcos Carrascal Castillo
sábado, 4 de marzo de 2017, 12:04 h (CET)
Los chicos de mi generación en la década de los 00' gustaban de invertir su ocio en las novedades de la Play Station, la Game Boy, la PSP… En mi casa, por ventura o desventura, esos aparatos llegaron tarde. Yo me conformaba con mi Fifa en el ordenador familiar y quedar relegado de las conversaciones electrónicas, pues “el Fifa del ordenador era mejorable”. Mis padres no nos obsequiaron con estos prólogos de la Revolución Informática. En su lugar, como una reacción, compraron veinticuatro volúmenes de una Enciclopedia. Tengo una hermana pequeña, casi una década menor, que posiblemente no comprenderá el significado de esta obra. Yo no me afanaba en superar los niveles de los mundos que albergaban unas pantallas, y me encerraba en mi dormitorio con un par de voluminosos tomos, dispuesto a devorar sus páginas. Para un niño de ocho o nueve años, los artículos de esa vasta colección eran incomprensibles, y me lancé a leer las biografías. No podía ser tan complicado. Eran seres humanos, como yo. Pronto advertí el caudaloso río de celebridades que han naufragado por la Historia, y cribé mis intereses. Los autores de la Enciclopedia parecieron atender previamente mis súplicas, agregando un dossier de cuatro páginas dedicadas a las más excelsas personalidades de la Historia. Y a ellas fui.

Con nueve años ya sabía quién era Carlos V o Stalin. Necesité de la madurez, años después, para comprenderlos. Sin embargo, a los que entendía era a los escritores. Se me antojaban complejamente sencillos. En el tomo que recoge las palabras de Guijarro a Ítaca, entre los piélagos de párrafos, se escondía Miguel Hernández. Su vida me maravilló; y más aún me cautivó el extracto de un poema suyo que lo anunciaba. En ese momento, comprendí que quería ser como Miguel Hernández.

El hado se confabuló para que me olvidara del poeta orihuelano. Y casi lo logra, de no ser por una sabia decisión que a día de hoy sigo agradeciendo. Mi hermana mayor comenzaba la ESO —el cole de mayores—, y su profesora de Lengua y Literatura mandó a sus pupilos leer unos poemas de Hernández. Mi padre, que no tolera vicios en casa pero no escatima en educación y cultura, compró la «Antología Poética de Miguel Hernández». El cielo se abría a mi paso. Desatendí los libros de “Fray Perico y su borrico”, “Kika superbruja”, “El Equipo Tigre” y demás clásicos millennials y me sumergí en ese libro naranja que cobija los poemas de Miguel Hernández. Desde ese día, ese libro, mandato de la profesora de mi hermana, me acompaña en cada viaje que hago, como si de un amuleto se tratase, y me desea buenas noches en lírica forma.

Desde el primer momento, me identifiqué con sus palabras. La mayor parte no las comprendía, pero me resultaban bellas. Tal vez, esa hermosura sobre lo que ignoraba fraguó mi sensibilidad por la literatura. Recuerdo aprenderme los primeros versos de la misma forma que memorizaba las páginas de Conocimiento del Medio o, como bromeaba un profesor, Conocimiento del Miedo. Empero, la diferenciaba radicaba en que, mientras las segundas eran una losa con la que cargaba resignadamente, los primeros eran una deliciosa decisión que elevaba mi pueril espíritu.

Como a todo muchacho que se preste, me llegó mi primer desengaño amoroso. No encontraba solución fuera de la ira embutida en un inocente doceañero. Y, de repente, uno de esos poemas del libro naranja identificó mis sentimientos. Se trataba de “Me tiraste un limón y tan amargo…”. De pronto, antes de que enjugara las lágrimas de mi fracaso, Cupido vengó mi desgracia, y arribó el amor correspondido. Hoy lo rememoro cual chanza, pero en ese instante era producto de suma urgencia. Y mi compañero Miguel Hernández me prestó un poema suyo, “Vals de los enamorados y unidos hasta siempre”, para verbalizar la pasión forajida que nos embriagaba a mi particular Laura y a mí, disfrazado de Petrarca. No tardó en caérseme el infantil castillo de naipes, para vislumbrar las injusticias sociales que nos salpican. Emergió en mí un deseo de justicia, militancia y de combate, que Hernández cinceló en “Vientos del Pueblo”. Se sucedieron los días, y con éstos las clases de matemáticas y ciencias naturales; y probé suerte entre lección y lección a imitar al alicantino. No quedé muy decepcionado y fie mis versos a dos profesores, a algunos amigos muy íntimos y a mis padres. Esta enseñanza de Hernández me permitió vencer súbitas batallas para la conquista de otras dantescas Beatrices.

Con el tiempo comprendí que hay momentos en los que los más preciosos versos y las más iluminadoras palabras se desvanecen. La vida de uno de mis mejores amigos, quizás con el primero que desnudé mi alma, un anciano de ochenta y nueve años, padre de mi padre, se apagaba. La desolación me embargó; y acudí a Miguel Hernández. Él me alumbró con el desgarro que sufrió en 1935, recogido en “Elegía a Ramón Sijé”. La mayor parte de sus obras, luego de ser despedazadas, fueron entendidas por mí. Sólo hay una por la que siento predilección y no he experimentado: “Nanas a la cebolla”. Anhelo experimentar el dolor paterno, pero ruego al futuro que no con la virulencia con la que él lo padeció.

Aunque me identifico con todo lo que significa Miguel Hernández, hay un punto en el que divergimos. Él fue un autodidacta, enseñado a sí mismo y sin reconocimiento alguno por sus progenitores. Yo tengo dos guías que me ayudan a excavar el pozo de este arte y dos padres que bien pueden compararse a Neruda y Aleixandre para él. Sin embargo, con ahínco lo honro. Recuerdo que uno de esos guías, Jesús Peñalver, en su clase de Literatura, saltaba de la Generación del 27 a los Novísimos, previo paso por la novela y el teatro del siglo XX. Yo no daba crédito. Era una injusticia: mis compañeros no podrían disfrutar de aquel genio. Y no podía dejar morir a Hernández en la indiferencia del sistema educativo. Rogué, con la exigencia impertinente de la adolescencia, estudiar a Hernández. El pobre profesor, con una sonrisa que ocultaba las ganas de arrojarme su tableta, se excusaba diciendo que no había tiempo. Pese a mis enfados y consignas en favor de Hernández, no conseguí arrancarle muchas frases de este poeta, la mayoría de las cuales eran revestidas con sorna hacia mi persona.

Es curioso que un nombre tan cotidiano y un apellido tan común sean tan exclusivos… pero nunca excluyentes.

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