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Borja Costa

Muerte en Valencia

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A Valencia se le muere la gente del cine (y no de hambre, como al resto del país).

Mientras continúo, todavía, pensando en el último adiós de Berlanga, acaecido hace meses y ya en el pasado año, se publican ahora las desastrosas cifras respecto a la recaudación española en taquilla del ya fúnebre año 2010. Y es que, crisis, mercado negro, el saco que ya todos conocemos, le dan ganas de morirse a cualquier implicado - aunque hasta donde yo sé la muerte del cineasta fue un tanto más normal, afectado por el paso del tiempo a lo largo de una vida bien vivida.

Sobre este hombre, uno de los más reconocidos padres del cine patrio, apenas consideré nada en el momento de su muerte. La cosa me ha llevado su tiempo, cierto, y finalmente he llegado a la conclusión de que se debe básicamente a que a mi su cine apenas me aportó nada. Ni se me ocurriría poner en duda, claro está, la tan recurrida grandeza de sus sátiras, y menos aún su menos considerado, por parte de crítica y público, uso de la cámara – su en ocasiones espectacular uso de la planificación. Si de todos sus trabajos son los guiones firmados por Azcona aquellos que más me han calado, es entre ellos “La Vaquilla” aquel que más he podido disfrutar. Pero aparte del disfrute personal, guardo en mi memoria de una forma muy especial mi primer visionado de “El Verdugo”, que acabó convirtiéndose en una velada sentada al piano hasta bien entrada la madrugada. Su música fue la culpable de esto, y la verdadera responsable de uno de los momentos más inteligentes de la cinta, sus títulos de crédito, para los cuales no sabría decir a quién tendríamos que agradecer el uso de una de las primeras piezas de jazz relativamente serio de nuestro cine, si al propio Berlanga o al insigne compositor que se encargó del trabajo, el Maestro Miguel Asíns Arbó.

Sobre Asíns Arbó y su buen hacer podríamos llenar páginas enteras, muy merecidas todas ellas, pero seguiríamos sin saber de quién fue el golpe maestro de iniciar el metraje con semejante distracción para el espectador. Y es que si bien el jazz había sido utilizado generalmente para la creación en cine de ambientes mortencinos, de perfiles psicológicos rotos y desestructurados, creo que jamás antes se había utilizado para burlar la censura, apoyar una fuerte decisión estética, y, cómo no, provocar una soberbia maniobra de despiste con la que bajar la guardia antes de comenzar una feroz (y ya inesperada) crítica social. Si tanto se habla de la ironía abrasiva con la que, entre otras cosas, consiguió el director la plasmación del supuesto carácter patrio, es curioso que para ello necesitara de un elemento extranjero: el jazz.

Si partimos así del hecho de que los dos únicos creadores que supieron adecuar el jazz a su propia creatividad fueron Berlanga y, cómo no, el gran Tete Montoliu, hay
que reconocer también que pocos llegaron después de ellos. Por el propio bloqueo mental de aquellos que sienten las cosas como algo ajeno, puro complejo, son muchos los jazzistas que han proliferado pero pocos los que realmente han encontrado una forma propia de hacer un jazz con algún tipo de denominación de origen: Mr. Marshall asomó la cabeza, pero no llegó a establecerse aquí. Todo ha sido herencia, invasión del jazz latino, disfraz de jazz flamenco, y la incapacidad de adaptarse a moldes extranjeros como si fueran realmente propios.

Sobre esta incapacidad habría mucho que discutir, sobre si surge de la falta de medios personales o técnicos o de la falta de deseo de adoptar usos y modos foráneos, pero lo cierto es que el arte de aquí ha hecho carrera tratando de parecerse al arte de allí, apenas acercándose, eso sí; y lo triste y asombroso es que cuando alguien ha llegado, ha parecido que se estaba convirtiendo poco menos que en el enemigo. Una relación pasional, extraña e incoherente, ni contigo ni sin ti; yo no sé si Berlanga retrató con especial detenimiento ese vicio de la envidia, que tanto nos adjudicamos como parte de nuestro espíritu más rancio y evidente, aunque a día de hoy la cuestión ya no sea de las más relevantes y aplaudamos ciertas iniciativas: directores que se afincan en el extranjero y hacen uso de sus modos de producción, rodrigos-corteses de los que esperamos guarden en el bolsillo la única fórmula posible para acercar a la gente a los cines y las cifras suban un poco.

De todo esto supo mucho el recientemente fallecido Juan Piquer Simón, quien entre patada y patada de España, se dedicaba a hacer películas, dinero, y un hueco propio, en el mercado extranjero. Combinando lo nacional con lo adquirido, sumando a la Concha Cuetos posteriormente farmaceútica de guardia para productos más televisivos con una invasión de babosas asesinas mediante el uso de medios de producción yankees, reinterpretando desde una óptica sumamente personal clásicos de Julio Verne, filmando adolescentes encerrados y profiriendo mil gritos en la noche objetos de brutales asesinatos antes de que otras salvajadas como “Viernes 13” se hicieran con la popularidad de la que disfrutan hoy en día, Piquer vivió, básicamente, haciendo el cine que más le gustaba hacer.

Trabajando año tras año desde sus ya legendarios Estudios Piquer, en plena Calle Pradillo de Madrid en la época en la que su trabajo era una industria, de entre sus logros, que no fueron pocos, sobresalen sus enormes esfuerzos por poner en marcha el uso serio de efectos especiales en este país, por los cuales recibió diversos e importantes premios; y en cuanto a títulos se refiere, y dejando aparte la que quizás sea la más popular de sus películas (la que protagonizan la Cuetos y las basobas, “Slugs, Muerte Viscosa”), su más impactante aportación fue su “Viaje al Centro de la Tierra”, opera prima en cine del director de la que de sus millones de espectadores hasta la fecha pocos podrán sospechar que se trata de una producción española por la factura obtenida. Y “La Grieta”, cómo no. Antes de la aventura verniana, había ya rodado otros trabajos que no pasaron el filtro de la censura, a la par que había desarrollado otros proyectos que jamás llegaron a rodarse, diciendo algunas lenguas que el motivo fue que el aclamado Juan Antonio Bardem, otro de los grandes patrios, le negó, desde su posición de presidente del sindicato de la época, los permisos necesarios para dirigir cine en este país.

A la vista de su filmografía, prácticamente toda ella relacionada con la fantasía y el terror, no mucha gente sospecharía que entre sus obras literarias favoritas se encontraban los “Episodios Nacionales” de Galdós o, entre sus directores, el mismo Berlanga. Desgraciadamente, tendemos a olvidar lo que ya tantas voces nos han dicho muchas veces, que es más difícil hacer reír que arrancarnos una lágrima. Hay géneros que serán para siempre maltratados, y con ellos sus autores. Pero a él todo esto le daba igual, hasta el punto de evitar morirse en el mismo año que los autores de renombre en manos de la crítica, en el año de las malas recaudaciones: este no era su sitio. Entre sus posesiones y pertenencias, a mi siempre me ha llamado poderosamente la atención que fuera el propietario de un pueblo vaquero, “residuo” de antiguos rodajes western, en la Comunidad de Madrid, pero supongo que con una realidad tan cruda, cualquier sitio de ficción lo hubiera tratado un poco mejor.

Muerte en Valencia

Borja Costa
Borja Costa
lunes, 17 de enero de 2011, 13:02 h (CET)
A Valencia se le muere la gente del cine (y no de hambre, como al resto del país).

Mientras continúo, todavía, pensando en el último adiós de Berlanga, acaecido hace meses y ya en el pasado año, se publican ahora las desastrosas cifras respecto a la recaudación española en taquilla del ya fúnebre año 2010. Y es que, crisis, mercado negro, el saco que ya todos conocemos, le dan ganas de morirse a cualquier implicado - aunque hasta donde yo sé la muerte del cineasta fue un tanto más normal, afectado por el paso del tiempo a lo largo de una vida bien vivida.

Sobre este hombre, uno de los más reconocidos padres del cine patrio, apenas consideré nada en el momento de su muerte. La cosa me ha llevado su tiempo, cierto, y finalmente he llegado a la conclusión de que se debe básicamente a que a mi su cine apenas me aportó nada. Ni se me ocurriría poner en duda, claro está, la tan recurrida grandeza de sus sátiras, y menos aún su menos considerado, por parte de crítica y público, uso de la cámara – su en ocasiones espectacular uso de la planificación. Si de todos sus trabajos son los guiones firmados por Azcona aquellos que más me han calado, es entre ellos “La Vaquilla” aquel que más he podido disfrutar. Pero aparte del disfrute personal, guardo en mi memoria de una forma muy especial mi primer visionado de “El Verdugo”, que acabó convirtiéndose en una velada sentada al piano hasta bien entrada la madrugada. Su música fue la culpable de esto, y la verdadera responsable de uno de los momentos más inteligentes de la cinta, sus títulos de crédito, para los cuales no sabría decir a quién tendríamos que agradecer el uso de una de las primeras piezas de jazz relativamente serio de nuestro cine, si al propio Berlanga o al insigne compositor que se encargó del trabajo, el Maestro Miguel Asíns Arbó.

Sobre Asíns Arbó y su buen hacer podríamos llenar páginas enteras, muy merecidas todas ellas, pero seguiríamos sin saber de quién fue el golpe maestro de iniciar el metraje con semejante distracción para el espectador. Y es que si bien el jazz había sido utilizado generalmente para la creación en cine de ambientes mortencinos, de perfiles psicológicos rotos y desestructurados, creo que jamás antes se había utilizado para burlar la censura, apoyar una fuerte decisión estética, y, cómo no, provocar una soberbia maniobra de despiste con la que bajar la guardia antes de comenzar una feroz (y ya inesperada) crítica social. Si tanto se habla de la ironía abrasiva con la que, entre otras cosas, consiguió el director la plasmación del supuesto carácter patrio, es curioso que para ello necesitara de un elemento extranjero: el jazz.

Si partimos así del hecho de que los dos únicos creadores que supieron adecuar el jazz a su propia creatividad fueron Berlanga y, cómo no, el gran Tete Montoliu, hay
que reconocer también que pocos llegaron después de ellos. Por el propio bloqueo mental de aquellos que sienten las cosas como algo ajeno, puro complejo, son muchos los jazzistas que han proliferado pero pocos los que realmente han encontrado una forma propia de hacer un jazz con algún tipo de denominación de origen: Mr. Marshall asomó la cabeza, pero no llegó a establecerse aquí. Todo ha sido herencia, invasión del jazz latino, disfraz de jazz flamenco, y la incapacidad de adaptarse a moldes extranjeros como si fueran realmente propios.

Sobre esta incapacidad habría mucho que discutir, sobre si surge de la falta de medios personales o técnicos o de la falta de deseo de adoptar usos y modos foráneos, pero lo cierto es que el arte de aquí ha hecho carrera tratando de parecerse al arte de allí, apenas acercándose, eso sí; y lo triste y asombroso es que cuando alguien ha llegado, ha parecido que se estaba convirtiendo poco menos que en el enemigo. Una relación pasional, extraña e incoherente, ni contigo ni sin ti; yo no sé si Berlanga retrató con especial detenimiento ese vicio de la envidia, que tanto nos adjudicamos como parte de nuestro espíritu más rancio y evidente, aunque a día de hoy la cuestión ya no sea de las más relevantes y aplaudamos ciertas iniciativas: directores que se afincan en el extranjero y hacen uso de sus modos de producción, rodrigos-corteses de los que esperamos guarden en el bolsillo la única fórmula posible para acercar a la gente a los cines y las cifras suban un poco.

De todo esto supo mucho el recientemente fallecido Juan Piquer Simón, quien entre patada y patada de España, se dedicaba a hacer películas, dinero, y un hueco propio, en el mercado extranjero. Combinando lo nacional con lo adquirido, sumando a la Concha Cuetos posteriormente farmaceútica de guardia para productos más televisivos con una invasión de babosas asesinas mediante el uso de medios de producción yankees, reinterpretando desde una óptica sumamente personal clásicos de Julio Verne, filmando adolescentes encerrados y profiriendo mil gritos en la noche objetos de brutales asesinatos antes de que otras salvajadas como “Viernes 13” se hicieran con la popularidad de la que disfrutan hoy en día, Piquer vivió, básicamente, haciendo el cine que más le gustaba hacer.

Trabajando año tras año desde sus ya legendarios Estudios Piquer, en plena Calle Pradillo de Madrid en la época en la que su trabajo era una industria, de entre sus logros, que no fueron pocos, sobresalen sus enormes esfuerzos por poner en marcha el uso serio de efectos especiales en este país, por los cuales recibió diversos e importantes premios; y en cuanto a títulos se refiere, y dejando aparte la que quizás sea la más popular de sus películas (la que protagonizan la Cuetos y las basobas, “Slugs, Muerte Viscosa”), su más impactante aportación fue su “Viaje al Centro de la Tierra”, opera prima en cine del director de la que de sus millones de espectadores hasta la fecha pocos podrán sospechar que se trata de una producción española por la factura obtenida. Y “La Grieta”, cómo no. Antes de la aventura verniana, había ya rodado otros trabajos que no pasaron el filtro de la censura, a la par que había desarrollado otros proyectos que jamás llegaron a rodarse, diciendo algunas lenguas que el motivo fue que el aclamado Juan Antonio Bardem, otro de los grandes patrios, le negó, desde su posición de presidente del sindicato de la época, los permisos necesarios para dirigir cine en este país.

A la vista de su filmografía, prácticamente toda ella relacionada con la fantasía y el terror, no mucha gente sospecharía que entre sus obras literarias favoritas se encontraban los “Episodios Nacionales” de Galdós o, entre sus directores, el mismo Berlanga. Desgraciadamente, tendemos a olvidar lo que ya tantas voces nos han dicho muchas veces, que es más difícil hacer reír que arrancarnos una lágrima. Hay géneros que serán para siempre maltratados, y con ellos sus autores. Pero a él todo esto le daba igual, hasta el punto de evitar morirse en el mismo año que los autores de renombre en manos de la crítica, en el año de las malas recaudaciones: este no era su sitio. Entre sus posesiones y pertenencias, a mi siempre me ha llamado poderosamente la atención que fuera el propietario de un pueblo vaquero, “residuo” de antiguos rodajes western, en la Comunidad de Madrid, pero supongo que con una realidad tan cruda, cualquier sitio de ficción lo hubiera tratado un poco mejor.

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