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Sonia Herrera

La imagen nostálgica

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Este año los Reyes Magos (o las Reinas Magas que soñó Gloria Fuertes) me han traído algo que me hacía muchísima ilusión: una cámara lomográfica Diana.

Mi amiga Andrea Salinas, creativa publicitaria oriunda de Santiago de Chile e hija adoptiva de Barcelona durante los últimos tres años (y siempre que decida volver) me descubrió este fantástico mundo y enseguida supe que necesitaba refugiarme en la mecánica básica y el plástico de una de esas cámaras.

Me sedujo ese estilo de fotografía que recupera el espíritu y las características de la Lomo diseñada en San Petersburgo en los años 80. Y no se trata de una moda, sino más bien de un movimiento que se ha introducido en el arte a través del retorno a lo manual, a lo artesanal, a lo tangible…

Los avances tecnológicos y la infinidad de imágenes digitales que somos capaces de crear, manipular y difundir hoy en día, hacen que la fotografía deje de ser algo palpable y hemos perdido de alguna manera el sentido de pertenencia sobre la imagen y sobre el referente que aparece en la misma. Seguimos inmortalizando a las personas y los objetos, pero las imágenes pierden exclusividad, dejan de ser únicas y creamos fotografías mucho más artificiosas y ensayadas.

En la ya clásica obra de Roland Barthes, La cámara lúcida, el escritor realizó una asombrosa interpretación afectiva de la fotografía. Barthes afirmaba que ésta “sólo adquiere su valor pleno con la desaparición irreversible del referente, con la muerte del sujeto fotografiado, con el paso del tiempo”. Al democratizarse y popularizarse su uso, las cámaras fotográficas nos permitieron aferrarnos a la perpetuidad, pudiendo recurrir a esas imágenes siempre que quisiéramos para traer al presente momentos pasados. Roland Barthes lo expresaba así: “Lo que la Fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”.

La recuperación de la fotografía artesanal evoca imágenes del realismo mágico como las del mundo onírico creado por Carlos Fuentes en Aura: “Moulin, Photographe, 35 Boulevard Haussmann y la fecha 1894. Y la fotografía de Aura: de Aura con sus ojos verdes, su pelo negro recogido en bucles, reclinada sobre esa columna dórica, con el paisaje pintado al fondo (…) y detrás, sobre el cartón doblado del daguerrotipo, esa letra de araña”.

Observo los colores que capta mi nueva Diana y recuerdo cuando leí El puente de la jirafa de Pablo Manzano y me imaginaba despertando rodeada de “botellas vacías, muchas, y trozos de cristal por todas partes” que reflejaran la luz que entraba por la ventana. Y tampoco olvido las sensaciones que me sigue provocando Amélie cuando me tumbo en el sofá en una tarde de lluvia, esperando que la cromoterapia haga efecto y el verde y el rojo me suban la moral.

Ansío el revelado de cada carrete de 120mm para descubrir ese resultado que mezcla la realidad subjetiva seleccionada por la mirada con una pizca de azar, aderezándolo todo con filtros de colores, largas exposiciones, superposiciones, errores de obturación…

Nada tiene que ver con el elitismo ni con el arte marginal. Pero, evidentemente, tampoco se acerca a la belleza extrema y a lo sublime. La lomografía tiene algo de la escritura automática de Bretón trasmitida al mundo de la imagen. Es una oda a la imperfección, el elogio de la incertidumbre… La magia de lo que todavía logra sorprendernos sin artimañas.

La imagen nostálgica

Sonia Herrera
Sonia Herrera
martes, 11 de enero de 2011, 10:36 h (CET)
Este año los Reyes Magos (o las Reinas Magas que soñó Gloria Fuertes) me han traído algo que me hacía muchísima ilusión: una cámara lomográfica Diana.

Mi amiga Andrea Salinas, creativa publicitaria oriunda de Santiago de Chile e hija adoptiva de Barcelona durante los últimos tres años (y siempre que decida volver) me descubrió este fantástico mundo y enseguida supe que necesitaba refugiarme en la mecánica básica y el plástico de una de esas cámaras.

Me sedujo ese estilo de fotografía que recupera el espíritu y las características de la Lomo diseñada en San Petersburgo en los años 80. Y no se trata de una moda, sino más bien de un movimiento que se ha introducido en el arte a través del retorno a lo manual, a lo artesanal, a lo tangible…

Los avances tecnológicos y la infinidad de imágenes digitales que somos capaces de crear, manipular y difundir hoy en día, hacen que la fotografía deje de ser algo palpable y hemos perdido de alguna manera el sentido de pertenencia sobre la imagen y sobre el referente que aparece en la misma. Seguimos inmortalizando a las personas y los objetos, pero las imágenes pierden exclusividad, dejan de ser únicas y creamos fotografías mucho más artificiosas y ensayadas.

En la ya clásica obra de Roland Barthes, La cámara lúcida, el escritor realizó una asombrosa interpretación afectiva de la fotografía. Barthes afirmaba que ésta “sólo adquiere su valor pleno con la desaparición irreversible del referente, con la muerte del sujeto fotografiado, con el paso del tiempo”. Al democratizarse y popularizarse su uso, las cámaras fotográficas nos permitieron aferrarnos a la perpetuidad, pudiendo recurrir a esas imágenes siempre que quisiéramos para traer al presente momentos pasados. Roland Barthes lo expresaba así: “Lo que la Fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”.

La recuperación de la fotografía artesanal evoca imágenes del realismo mágico como las del mundo onírico creado por Carlos Fuentes en Aura: “Moulin, Photographe, 35 Boulevard Haussmann y la fecha 1894. Y la fotografía de Aura: de Aura con sus ojos verdes, su pelo negro recogido en bucles, reclinada sobre esa columna dórica, con el paisaje pintado al fondo (…) y detrás, sobre el cartón doblado del daguerrotipo, esa letra de araña”.

Observo los colores que capta mi nueva Diana y recuerdo cuando leí El puente de la jirafa de Pablo Manzano y me imaginaba despertando rodeada de “botellas vacías, muchas, y trozos de cristal por todas partes” que reflejaran la luz que entraba por la ventana. Y tampoco olvido las sensaciones que me sigue provocando Amélie cuando me tumbo en el sofá en una tarde de lluvia, esperando que la cromoterapia haga efecto y el verde y el rojo me suban la moral.

Ansío el revelado de cada carrete de 120mm para descubrir ese resultado que mezcla la realidad subjetiva seleccionada por la mirada con una pizca de azar, aderezándolo todo con filtros de colores, largas exposiciones, superposiciones, errores de obturación…

Nada tiene que ver con el elitismo ni con el arte marginal. Pero, evidentemente, tampoco se acerca a la belleza extrema y a lo sublime. La lomografía tiene algo de la escritura automática de Bretón trasmitida al mundo de la imagen. Es una oda a la imperfección, el elogio de la incertidumbre… La magia de lo que todavía logra sorprendernos sin artimañas.

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