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Robert J. Samuelson

No nos vamos a librar de la generación de los 60 por las buenas

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WASHINGTON - Recibí mi tarjeta de Medicare el otro día, distinguiéndome por mi 65 cumpleaños y convirtiéndome en parte de uno de los problemas más graves de América. Con esto, me refiero al lastre que impondrá a sus hijos y a la nación la numerosa generación de la posguerra. Mucho arrojo se ha escuchado últimamente, a Republicanos y Demócratas por igual, acerca de reducir déficits presupuestarios y controlar el gasto público. El problema es que casi nadie admite que lograr estos objetivos por fuerza comprende realizar recortes importantes en las prestaciones de la seguridad social y las pensiones de Medicare de la generación de los años 60.

Si no lo hacemos, estaremos condenados a sufrir alguna combinación de políticas subordinadas. Podemos subir los impuestos de forma acusada durante los próximos 15 ó 20 años, alrededor del 50% con respecto a los niveles actuales, para financiar los programas públicos en vigor y la ampliación de los subsidios por jubilación. O podemos hacernos una idea de registrar déficits presupuestarios enormes permanentemente. Incluso si eso no desencadena una crisis económica, probablemente impediría el crecimiento económico y la mejora del estándar de vida. También los impuestos drásticamente más altos. Hay una última opción: recortes acusados en otros programas, de la defensa a infraestructuras pasando por la educación.

Pero aun así, ninguna de las formaciones políticas parece interesada en reducir las prestaciones de los jubilados de la posguerra. Hacerlo, se aduce, sería "injusto" con las personas que habían planeado sus jubilaciones basándose en los programas en vigor. Bueno, sí, sería injusto. De hecho, es difícil imaginar un momento peor para hacer recortes. El paro es escandaloso; el castigado valor inmobiliario y las cuentas de ahorro para la jubilación han agotado la riqueza de los mayores. Sólo el 19 por ciento de los jubilados en la actualidad se muestra "muy seguro" de disponer de la liquidez suficiente para vivir "confortablemente", por debajo del 41% de 2009, según el Instituto de Estudio de las Jubilaciones.

Pero no acometer recortes también sería injusto con las generaciones más jóvenes y con el futuro de la nación. Tenemos un dilema de justicia: al haber hecho durante décadas oídos sordos a estos problemas, ahora no nos queda otra que ser injustos con alguien. Admitir esto es demoler la defensa moral de dejar a los jubilados de la posguerra a la intemperie. Los jubilados de la generación de los 60 -- yo soy de los primeros -- y sus pensiones prometidas son el problema. Si ellas son intocables, el problema se está evitando. Juntos, la seguridad social, Medicare y Medicaid representan las dos quintas partes del gasto público federal, el doble del porcentaje de la defensa.

Las soluciones están claras. Las edades de acceso a la seguridad social (66 años hoy a la pensión íntegra y 62 años a la parcial) se podrían elevar paulatinamente. La pensión se podría recortar en el caso de los jubilados más acomodados. A los 65 años, el nuevo afiliado de Medicare puede pagar parte o la totalidad del coste de su seguro hasta alcanzar la edad para recibir la pensión íntegra de la seguridad social. Incluso entonces, los afiliados en mejor situación pueden abonar primas más altas. Éstos y otros cambios habrían de empezar enseguida -- dentro de unos pocos años, en cuanto la recuperación se consolide.

Confesión: Llevo años redactando columnas así. No ha cambiado nada. Las primas de Medicare de los afiliados más acomodados (márgenes de cotización: 85.000 dólares en el caso de particulares, 170.000 dólares los matrimonios) se han elevado modestamente, afectando al 5% más o menos de los afiliados. Pero los políticos temen hacer cambios importantes. Tienen un pánico cerval a la AARP, el principal grupo de presión de los jubilados -- y las iras de los millones de jubilados o trabajadores a punto de jubilarse. La opinión pública es hostil. Tiene mucha prisa por reducir los déficits y poca en cambiar los programas que crean el déficit. En un sondeo Pew, el 58% de los encuestados se opone a elevar la edad de jubilación en la seguridad social y el 64% rechaza primas más altas en Medicare.

Como sociedad, hemos huido del debate franco de las responsabilidades públicas y privadas en la jubilación. La cuestión tanto tiempo aplazada es cuánto debe subsidiar la administración a los estadounidenses durante los 20 a 30 últimos años de su vida. La seguridad social y Medicare han pasado de ser una red de seguridad para la vejez a ser "un sistema de jubilaciones para gente de mediana edad", en palabras de Eugene Steuerle, del Urban Institute. En 1940, los matrimonios que llegaban a los 65 años vivían una media de casi 19, apunta Steuerle. Ahora, la cifra comparable en el caso de los matrimonios es de 25 años. En el caso de los estadounidenses nacidos hoy, el cálculo estimado se aproxima a los 30 años.

Reformar de forma drástica la seguridad social y Medicare tiene muchos fines: ampliar la vida laboral de la población; obligar a la gente a financiar una parte mayor del coste de su propia jubilación, en contraste con depender de subsidios públicos salidos de los estadounidenses más jóvenes; evitar que el gasto en el bienestar de la tercera edad paralice los demás programas públicos o la economía; crear un mayor electorado al control del gasto sanitario. Los líderes de América han evitado escrupulosamente estas cuestiones, hablando insípidamente de limitar "las pensiones" o de hacer propuestas de tal complejidad que sólo comprenden unos "expertos" escogidos.

Sólo porque sea mal momento para debatir estas cuestiones no significa que no haya que debatirlas. Cuanto más tardemos, más peliagudo se volverá nuestro dilema de justicia. No podremos abordarlo a menos que la opinión pública sea involucrada y modificada, pero la opinión pública no va a involucrarse y cambiar a menos que los líderes políticos dejen de lado sus hipocresías interesadas. La tercera edad merece dignidad, pero los jóvenes merecen esperanza. La aceptación pasiva del estatus quo es la vía de menor resistencia - y la fórmula de la decadencia nacional.

No nos vamos a librar de la generación de los 60 por las buenas

Robert J. Samuelson
Robert J. Samuelson
lunes, 27 de diciembre de 2010, 08:23 h (CET)
WASHINGTON - Recibí mi tarjeta de Medicare el otro día, distinguiéndome por mi 65 cumpleaños y convirtiéndome en parte de uno de los problemas más graves de América. Con esto, me refiero al lastre que impondrá a sus hijos y a la nación la numerosa generación de la posguerra. Mucho arrojo se ha escuchado últimamente, a Republicanos y Demócratas por igual, acerca de reducir déficits presupuestarios y controlar el gasto público. El problema es que casi nadie admite que lograr estos objetivos por fuerza comprende realizar recortes importantes en las prestaciones de la seguridad social y las pensiones de Medicare de la generación de los años 60.

Si no lo hacemos, estaremos condenados a sufrir alguna combinación de políticas subordinadas. Podemos subir los impuestos de forma acusada durante los próximos 15 ó 20 años, alrededor del 50% con respecto a los niveles actuales, para financiar los programas públicos en vigor y la ampliación de los subsidios por jubilación. O podemos hacernos una idea de registrar déficits presupuestarios enormes permanentemente. Incluso si eso no desencadena una crisis económica, probablemente impediría el crecimiento económico y la mejora del estándar de vida. También los impuestos drásticamente más altos. Hay una última opción: recortes acusados en otros programas, de la defensa a infraestructuras pasando por la educación.

Pero aun así, ninguna de las formaciones políticas parece interesada en reducir las prestaciones de los jubilados de la posguerra. Hacerlo, se aduce, sería "injusto" con las personas que habían planeado sus jubilaciones basándose en los programas en vigor. Bueno, sí, sería injusto. De hecho, es difícil imaginar un momento peor para hacer recortes. El paro es escandaloso; el castigado valor inmobiliario y las cuentas de ahorro para la jubilación han agotado la riqueza de los mayores. Sólo el 19 por ciento de los jubilados en la actualidad se muestra "muy seguro" de disponer de la liquidez suficiente para vivir "confortablemente", por debajo del 41% de 2009, según el Instituto de Estudio de las Jubilaciones.

Pero no acometer recortes también sería injusto con las generaciones más jóvenes y con el futuro de la nación. Tenemos un dilema de justicia: al haber hecho durante décadas oídos sordos a estos problemas, ahora no nos queda otra que ser injustos con alguien. Admitir esto es demoler la defensa moral de dejar a los jubilados de la posguerra a la intemperie. Los jubilados de la generación de los 60 -- yo soy de los primeros -- y sus pensiones prometidas son el problema. Si ellas son intocables, el problema se está evitando. Juntos, la seguridad social, Medicare y Medicaid representan las dos quintas partes del gasto público federal, el doble del porcentaje de la defensa.

Las soluciones están claras. Las edades de acceso a la seguridad social (66 años hoy a la pensión íntegra y 62 años a la parcial) se podrían elevar paulatinamente. La pensión se podría recortar en el caso de los jubilados más acomodados. A los 65 años, el nuevo afiliado de Medicare puede pagar parte o la totalidad del coste de su seguro hasta alcanzar la edad para recibir la pensión íntegra de la seguridad social. Incluso entonces, los afiliados en mejor situación pueden abonar primas más altas. Éstos y otros cambios habrían de empezar enseguida -- dentro de unos pocos años, en cuanto la recuperación se consolide.

Confesión: Llevo años redactando columnas así. No ha cambiado nada. Las primas de Medicare de los afiliados más acomodados (márgenes de cotización: 85.000 dólares en el caso de particulares, 170.000 dólares los matrimonios) se han elevado modestamente, afectando al 5% más o menos de los afiliados. Pero los políticos temen hacer cambios importantes. Tienen un pánico cerval a la AARP, el principal grupo de presión de los jubilados -- y las iras de los millones de jubilados o trabajadores a punto de jubilarse. La opinión pública es hostil. Tiene mucha prisa por reducir los déficits y poca en cambiar los programas que crean el déficit. En un sondeo Pew, el 58% de los encuestados se opone a elevar la edad de jubilación en la seguridad social y el 64% rechaza primas más altas en Medicare.

Como sociedad, hemos huido del debate franco de las responsabilidades públicas y privadas en la jubilación. La cuestión tanto tiempo aplazada es cuánto debe subsidiar la administración a los estadounidenses durante los 20 a 30 últimos años de su vida. La seguridad social y Medicare han pasado de ser una red de seguridad para la vejez a ser "un sistema de jubilaciones para gente de mediana edad", en palabras de Eugene Steuerle, del Urban Institute. En 1940, los matrimonios que llegaban a los 65 años vivían una media de casi 19, apunta Steuerle. Ahora, la cifra comparable en el caso de los matrimonios es de 25 años. En el caso de los estadounidenses nacidos hoy, el cálculo estimado se aproxima a los 30 años.

Reformar de forma drástica la seguridad social y Medicare tiene muchos fines: ampliar la vida laboral de la población; obligar a la gente a financiar una parte mayor del coste de su propia jubilación, en contraste con depender de subsidios públicos salidos de los estadounidenses más jóvenes; evitar que el gasto en el bienestar de la tercera edad paralice los demás programas públicos o la economía; crear un mayor electorado al control del gasto sanitario. Los líderes de América han evitado escrupulosamente estas cuestiones, hablando insípidamente de limitar "las pensiones" o de hacer propuestas de tal complejidad que sólo comprenden unos "expertos" escogidos.

Sólo porque sea mal momento para debatir estas cuestiones no significa que no haya que debatirlas. Cuanto más tardemos, más peliagudo se volverá nuestro dilema de justicia. No podremos abordarlo a menos que la opinión pública sea involucrada y modificada, pero la opinión pública no va a involucrarse y cambiar a menos que los líderes políticos dejen de lado sus hipocresías interesadas. La tercera edad merece dignidad, pero los jóvenes merecen esperanza. La aceptación pasiva del estatus quo es la vía de menor resistencia - y la fórmula de la decadencia nacional.

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