Internet, el modelo de red y las prácticas culturales on-line son temas a debate estos días. Más allá de polémicas airadas, asuntos como la Ley Sinde o el fenómeno Wikileaks –repito otra semana con Assange- revelan la confrontación entre los poderes establecidos y las comunidades de usuarios o de activistas, y por otro lado cuestionan la verdadera adaptación de leyes y estructuras a una realidad revolucionada por tecnologías que implican nuevas maneras de percibirla y entenderla. Yo misma, que estoy muy cercana a la generación que ha crecido con internet y teléfonos móviles, a veces tengo la sensación de que me estoy perdiendo algo y de que hay nuevas maneras de entender las cosas: desde los negocios hasta la cultura, y de que es necesario flexibilizar –no debilitar- la forma en que se aborda esta nueva realidad.
La denominada “Ley Sinde” ha fracasado rotundamente en el Congreso, con oposición de todos los grupos políticos excepto el PSOE. Reacciones inmediatas y airadas, como decía, no se han hecho esperar desde el mundo de la cultura, así como los vítores desde la comunidad de internautas. Sin entrar a valorar la ley, que no conozco suficiente, y entendiendo –y defendiendo- la necesidad de los que nos dedicamos a profesiones creativas de percibir por nuestro trabajo lo vinculado a los derechos de autor cuando éstos se generan, como usuaria de internet no puedo más que admitir mi fascinación por el fenómeno que se produce en la red en asuntos culturales. Desde Spotify hasta las webs donde se pueden ver las últimas temporadas de las series punteras de la HBO o la ABC. Música, audiovisual, literatura… divulgadas y compartidas en un territorio lleno de grietas por el que se filtran constantemente materiales para el ocio y el conocimiento. Un paraíso cultural y un gesto político en el que la cultura está antes y más allá del negocio. Una idea de alto voltaje que en la práctica se confunde peligrosamente con el pillaje y el morro más castizos en forma de click egoísta. Posicionamiento o acomodamiento, la cuestión es que internet es el lugar donde la globalización está mostrando su cara más constructiva con las redes asociativas que de forma natural buscan, comparten y difunden la información.
Llegamos así, una vez más, a Wikileaks, que también ha tenido su papel en la Ley Sinde, rebelando la demanda que habría hecho el Gobierno a la embajada de EEUU para que presionase –o animase- a PNV, PP y CIU a ser más “receptivos” con la propuesta de la ministra. Una información que se suma al resto de filtraciones que nacen de otro proyecto que encuentra en internet el territorio adecuado para una lucha política amparada en la magnitud de la virtualidad.
En la columna de la semana pasada trataba de imaginar cómo sería el film Assange. En el decurso de esta semana, he podido ver el documental WikiRebels, una cronología y un análisis de Wikileaks y de la figura claroscura de Assange, enemistado hoy con los que antaño fueron sus compañeros. A la espera de la ficción, hoy leo que nuevas filtraciones hacen referencia a los intentos de censura sobre el trabajo del documentalista Michael Moore.
Más allá de la controvertida obra del cineasta, todos estos asuntos que no dejan de aparecer en la prensa y en la red tienen en común que orbitan alrededor de la libertad y sus grados. Este panorama tan anárquico que es hoy internet es un verdadero soplo de aire fresco para los roles culturales que se nos exigían hasta ahora como consumidores de cultura, donde era mucho más importante la palabra consumidores que la palabra cultura. Sin embargo, ésta debe ser una libertad a defender pero también a matizar, sobre todo cuando entran en juego los creadores de los materiales de los que disfrutamos y sus propios derechos. Tan necesaria es la perseverancia en la creación de tejidos asociativos como la reponsabilidad individual como usuarios y la adaptación por parte de los Gobiernos a las nuevas realidades. Cierto grado de libertad, aunque implique menor control, es por lo general síntoma de salud en un sistema.