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Beatriz García

El difícil oficio de escribir

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Cuentan que Kafka rehusó casarse con su novia porque creía que no tendría tiempo para escribir. Me imagino a la pobre chica recibiendo la explicación del maestro: “No es por ti, ¿sabes? Es por la literatura”. Supongo que su respuesta fue mandarlo a cierto lugar que también frecuentan las moscas… - bonito paralelismo-. Yo, como es lógico, estoy de parte de Franz, no por lo valiente sino por lo sensato de su decisión, porque no todo el mundo está capacitado para tener una relación con un escritor: entender pluriempleos, soledades monásticas y un tanto excéntricas, o que uno prefiera quedarse en casa juntado letras a salir de fiesta. Y, por supuesto, tú, al principio, intentas explicar: “Abuela, es ‘agorafobia’, no agarfobia’ y me quedo en casa porque estoy escribiendo”, pero con el paso de los años desistes y sólo te queda aceptar que pocos, y la mayoría del ramo, entienden lo que realmente significa el “oficio de escribir”.

No es mi intención transformar esta columna en un alegato lastimero sobre el oficio de escritor. Más bien me gustaría centrar la atención en esta palabra, “oficio”, que yo utilizo para explicar lo que hago, que la RAE define como “ocupación habitual” y que en el diccionario de nuestros allegados, que debe ser de Vox, por lo escueto, figura de esta guisa: “Oficio de escritor: 1 excusa para escaquearse de obligaciones engorrosas 2. Variante de autismo con brotes de agresividad, tales como dar portazos, pedir silencio, tener la pretensión de leer. Obviando a aquellos escritores cuya solvencia económica les permitió y permite comprar tiempo, silencios, amigos e incluso facilidades para el éxito (Glup!!), expongo a continuación algunos referentes cuyo ejemplo es más sencillo seguir:
Mejor solo que mal acompañado. Escritores como Salinger u Horacio Quiroga optaron por desaparecer. Si bien el primero, azorado por el éxito, decidió dejar de existir como ser público de formar tan tajante que aquel que se acercara a su casa se enfrentaba a una querella más brutal que el mordisco de un doverman rabioso. Por su parte, Quiroga, cuya vida siempre estuvo marcada por el sino de la desgracia, se retiró a la selva, donde los mangos y la yuca le entendieron mejor que la sociedad de su tiempo, aunque nunca no pudo librarse de ese amargo veneno de soledad y muerte. A otro nivel menos huidizo pero más delirante, se encontraba Montagne, a quien le gustaba escribir en un torreón abandonado. O el genial Juan Ramón Jiménez, gran escritor y peor persona, que se encerraba a cal y canto en su estudio a escribir, y cuando alguien le importunaba, gritaba a pleno pulmón: “Juan Ramón no está”, y punto.

Otro truco efectivo y muy vocacional es hacerse el raro, o ser más raro que un perro verde, o ser más raro que Gustav Meyrick quien, por cierto, tiene una obra llamada El Rostro Verde. Escritor, ensayista, vidente, cabalista, alquimista, hombre de letras y yogui… Meyrick es el ejemplo de maestro estrambótico. A la gente no le gustan los raros, y no me refiero al tipo de rareza del hombre con dos cabezas – que tampoco creo que tenga demasiados amigos -, sino a intelectuales cuya personalidad e intereses, la sociedad, molesta con sujetador de esparto, califica de extraños e incomprensibles, y los dejan a su aire como los locos, no se les vaya a contagiar. Y de hecho, hay quien supo sacarle bastante jugo a su excentricidad y sus adicciones, como Poe, quien desaliñado y oliendo a vinacho, intentó colocar un poema suyo en una revista, y al editor le dio tanta pena que hicieron una colecta para ayudarlo. Ves, abuela, como de escribir también se vive.

Aunque, si les soy franca, el método más eficaz para que le dejen a uno tranquilo es utilizar el instrumento… Cojan aliento, que no voy a eso. Ante un reproche, una crítica, la madre que pregunta, el amigo que llama, el novio que… - ése que se espere-, lo mejor es echarle cuento: “¿Que por qué no vine ayer? ¿No te enteraste? Me secuestraron, sí. A punta de pistola. Estuve toda la tarde amordazada y en un sótano que olía a cloaca. Sí, sí, increíble. Me habían confundido con una princesa persa, como soy tan exótica... Como oyes, amiga… Y para torturarme, el secuestrador, que era guapísimo, me obligó a mantener sexo con él y luego nos enamoramos. Sí, todo ayer por la tarde, sí, sí… ¿Quedar hoy? Imposible. ¿No sabes que estoy fugada? Ay, amiga, no te enteras. ¿Qué dónde pasó todo? En el capítulo tercero, la página 86… Ahí queda eso.

El difícil oficio de escribir

Beatriz García
Beatriz García
martes, 21 de diciembre de 2010, 08:57 h (CET)
Cuentan que Kafka rehusó casarse con su novia porque creía que no tendría tiempo para escribir. Me imagino a la pobre chica recibiendo la explicación del maestro: “No es por ti, ¿sabes? Es por la literatura”. Supongo que su respuesta fue mandarlo a cierto lugar que también frecuentan las moscas… - bonito paralelismo-. Yo, como es lógico, estoy de parte de Franz, no por lo valiente sino por lo sensato de su decisión, porque no todo el mundo está capacitado para tener una relación con un escritor: entender pluriempleos, soledades monásticas y un tanto excéntricas, o que uno prefiera quedarse en casa juntado letras a salir de fiesta. Y, por supuesto, tú, al principio, intentas explicar: “Abuela, es ‘agorafobia’, no agarfobia’ y me quedo en casa porque estoy escribiendo”, pero con el paso de los años desistes y sólo te queda aceptar que pocos, y la mayoría del ramo, entienden lo que realmente significa el “oficio de escribir”.

No es mi intención transformar esta columna en un alegato lastimero sobre el oficio de escritor. Más bien me gustaría centrar la atención en esta palabra, “oficio”, que yo utilizo para explicar lo que hago, que la RAE define como “ocupación habitual” y que en el diccionario de nuestros allegados, que debe ser de Vox, por lo escueto, figura de esta guisa: “Oficio de escritor: 1 excusa para escaquearse de obligaciones engorrosas 2. Variante de autismo con brotes de agresividad, tales como dar portazos, pedir silencio, tener la pretensión de leer. Obviando a aquellos escritores cuya solvencia económica les permitió y permite comprar tiempo, silencios, amigos e incluso facilidades para el éxito (Glup!!), expongo a continuación algunos referentes cuyo ejemplo es más sencillo seguir:
Mejor solo que mal acompañado. Escritores como Salinger u Horacio Quiroga optaron por desaparecer. Si bien el primero, azorado por el éxito, decidió dejar de existir como ser público de formar tan tajante que aquel que se acercara a su casa se enfrentaba a una querella más brutal que el mordisco de un doverman rabioso. Por su parte, Quiroga, cuya vida siempre estuvo marcada por el sino de la desgracia, se retiró a la selva, donde los mangos y la yuca le entendieron mejor que la sociedad de su tiempo, aunque nunca no pudo librarse de ese amargo veneno de soledad y muerte. A otro nivel menos huidizo pero más delirante, se encontraba Montagne, a quien le gustaba escribir en un torreón abandonado. O el genial Juan Ramón Jiménez, gran escritor y peor persona, que se encerraba a cal y canto en su estudio a escribir, y cuando alguien le importunaba, gritaba a pleno pulmón: “Juan Ramón no está”, y punto.

Otro truco efectivo y muy vocacional es hacerse el raro, o ser más raro que un perro verde, o ser más raro que Gustav Meyrick quien, por cierto, tiene una obra llamada El Rostro Verde. Escritor, ensayista, vidente, cabalista, alquimista, hombre de letras y yogui… Meyrick es el ejemplo de maestro estrambótico. A la gente no le gustan los raros, y no me refiero al tipo de rareza del hombre con dos cabezas – que tampoco creo que tenga demasiados amigos -, sino a intelectuales cuya personalidad e intereses, la sociedad, molesta con sujetador de esparto, califica de extraños e incomprensibles, y los dejan a su aire como los locos, no se les vaya a contagiar. Y de hecho, hay quien supo sacarle bastante jugo a su excentricidad y sus adicciones, como Poe, quien desaliñado y oliendo a vinacho, intentó colocar un poema suyo en una revista, y al editor le dio tanta pena que hicieron una colecta para ayudarlo. Ves, abuela, como de escribir también se vive.

Aunque, si les soy franca, el método más eficaz para que le dejen a uno tranquilo es utilizar el instrumento… Cojan aliento, que no voy a eso. Ante un reproche, una crítica, la madre que pregunta, el amigo que llama, el novio que… - ése que se espere-, lo mejor es echarle cuento: “¿Que por qué no vine ayer? ¿No te enteraste? Me secuestraron, sí. A punta de pistola. Estuve toda la tarde amordazada y en un sótano que olía a cloaca. Sí, sí, increíble. Me habían confundido con una princesa persa, como soy tan exótica... Como oyes, amiga… Y para torturarme, el secuestrador, que era guapísimo, me obligó a mantener sexo con él y luego nos enamoramos. Sí, todo ayer por la tarde, sí, sí… ¿Quedar hoy? Imposible. ¿No sabes que estoy fugada? Ay, amiga, no te enteras. ¿Qué dónde pasó todo? En el capítulo tercero, la página 86… Ahí queda eso.

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