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Borja Costa

La madera de CEDRO

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Veo a Javier y a Alex después de mucho tiempo, año y medio tal vez, desde aquella ocasión fortuita en la que nos presentaron en el marco del concierto de un amigo común. Fue aquella una noche aislada, única en muchos aspectos, que se prolongó más de lo debido en compañía de gente nueva más que interesante (flamencólogos, directores editoriales, diseñadores gráficos, restauradores de arte; faltaba algún selenita), y ya no los volví a ver más, hasta estos días; sabía dónde estaban y ellos dónde estoy yo, pero - por eso, quizás - nunca nos molestamos en buscarnos. Lo que todos debíamos recordar, eso sí, fue el momento agradable y divertido de aquella ocasión, porque tanto tiempo después, ahora que sí nos reencontramos, lo hacemos a golpe de risa y con un ánimo bien dispuesto para lo que sea. Y es que al margen de cualquier tipo de consideración personal, estos dos tipos saben cómo mantener un trabajo de calidad y una conversación ágil, cosas que hacen que el tiempo transcurra demasiado deprisa. Por circunstancias normales en nosotros, la conversación acaba derivando hacia el ayer y el hoy del mercado de la música impresa: las partituras.

Para quien sea absolutamente ajeno a esto, hay que decir que las partituras (aparte de ser aquello que guarda el sobrino de turno en el interior de la banqueta del piano junto con restos de bocadillo y la ficha del parchís que jamás nadie había vuelto a ver) suponen la vía más pragmática y seria – y completa - de transmisión de conocimientos musicales. Vitales en la enseñanza, en la formación, en la transmisión del conocimiento sonoro, no son aquello con lo que el amigo de greñas aprendió a tocar la guitarra en la playa: son una forma de lectura y escritura, sin más (ni menos). A pesar de que determinados géneros lo discutan de una forma pueril (el blues no puede escribirse, el folk no puede escribirse, el flamenco no puede escribirse, la música swahili con elementos senegaleses con ligera presencia de influencias del mambo no puede escribirse…), el método no pierde su valor: las limitaciones al lenguaje se las pone el que escribe, no el lenguaje en si mismo. Como ejemplo, valga el hecho de que los jazzistas españoles niegan siempre que el jazz pueda transmitirse en notación tradicional, mientras que sus homólogos norteamericanos, padres del género, lo hacen cada día (y venden millones de ejemplares de sus libros). Y es que todo esto sería como acusar a la matemática de no alcanzar a descubrir ciertas cosas, obviando la insuficiencia de los matemáticos. Recuerden: no todos los hispanohablantes son Cortázar.

Hay que decir también que en España tenemos una flagrante tradición respecto a estas partituras, que es la de no comprarlas. Es muy habitual, y lo ha sido siempre, oír eso de “¿Para qué te la has comprado? Haber preguntado, que yo te la fotocopiaba”. Bueno, miento, la cosa solía ser, al menos en mis tiempos (hace 5 años, no más, que salí del último conservatorio en el que me vi encerrado y sometido y aniquilado como animal pensante), “Tú eres idiota: fotocópiala”, aunque el sujeto no la tuviera. Y es que siempre hay alguien de quién copiar las cosas, siempre hay dónde copiarlas. Sin ir más lejos, en los mayores centros de enseñanza musical que sustentan su propia existencia en base a la disponibilidad de estas partituras: los conservatorios.

¿Se imaginan ustedes una biblioteca pública que pusiera a disposición de sus lectores una fotocopiadora con la que poder copiar el contenido íntegro de todos los libros que ustedes quisieran? ¿Se imaginan poder tener, al fin, El Quijote bien fotocopiado y encuadernado con un canutillo que, sí, es cierto, se engancha un poco cuando pasas página, pero es que original costaba 10 euros? (fotocopiarlo y encuadernarlo, solo 9’ 90).

Este sueño de los mentecatos es ya posible gracias a CEDRO, la entidad de gestión que supuestamente vela por los derechos de sus miembros, autores y editores de diferentes ramas, unidos todos ellos por el uso del papel como soporte. De entre todas sus lindezas, muchas para el común de los autores de narrativa o poesía y para sus editoriales, se reserva esta organización una medida diseñada específicamente para el gremio musical, licitando la copia del 100% de su catálogo de partituras y obras pedagógicas para que puedan ser copiadas en el ámbito de un conservatorio estatal en toda su extensión: otro 100%. Aquí no hay limitaciones de ningún tipo: usted, más ejemplos, coge la biblioteca entera del ESMUC (Escola Superior de Música de Catalunya) y la fotocopia íntegra sin reparo de ningún tipo. Cuatro días más tarde, eso sí, es usted más idiota de lo que el resto de nosotros habíamos pensado que pudiera llegar a serlo.

Sobre el grado de esta idiotez se puede teorizar mucho, se puede decir que las partituras son caras, que las tiendas están poco abastecidas, lo que uno quiera, que todo acabará siendo la pescadilla que se muerde la cola: si las tiendas no venden, los productos se encarecen, hay poca oferta tanto en competitividad de precios como en variedad de oferta, etc. Pero lo cierto es que, teniendo en cuenta que 10 euros los vamos a gastar cada uno de nosotros en una entrada al cine (no te dejan colarte) o un par de cervezas (los camareros te persiguen por la calle), solo hay un motivo para no desear tener un original entre las manos: no apreciarlo. Y solo un motivo para no apreciar el tener papel impreso: la pobreza sensorial y moral del individuo que se supone que ama la música. El mismo tipo que pone cara de interesante cuando toca el piano; el mismo que imparte clases desde posiciones para él indiscutibles; ese mismo individuo que sufre de arrebatos místicos mientras toca el violín observando de reojo la partitura pobremente fotocopiada. Hay que reconocer que la imagen pierde lirismo. ¿O no?
Aquí la estupidez es por ambas partes: por una, la del que dinamita el futuro de su oficio permitiendo la copia indiscriminada, y, por otra, la del que prefiere una copia hoy y hambre para mañana. ¿Cuál de estos sujetos va a apreciar dentro de 25 años la evocadora magdalena de Proust si unos no son capaces ni de acariciar el papel de calidad en el que le cuentan la evocación, y otros sencillamente no tendrán medios económicos para comprar algo que llevarse a la boca?

CEDRO puede estar tranquila y seguir haciendo daño: no ha vivido nunca de la existencia de partituras. Pero todas las editoriales, tiendas, músicos, docentes, conservatorios y escuelas de música, que sigan adscritos a CEDRO o haciendo uso de material que responda a lo establecido por esta entidad, creo que no deberían estarlo demasiado.

La madera de CEDRO

Borja Costa
Borja Costa
jueves, 9 de diciembre de 2010, 10:00 h (CET)
Veo a Javier y a Alex después de mucho tiempo, año y medio tal vez, desde aquella ocasión fortuita en la que nos presentaron en el marco del concierto de un amigo común. Fue aquella una noche aislada, única en muchos aspectos, que se prolongó más de lo debido en compañía de gente nueva más que interesante (flamencólogos, directores editoriales, diseñadores gráficos, restauradores de arte; faltaba algún selenita), y ya no los volví a ver más, hasta estos días; sabía dónde estaban y ellos dónde estoy yo, pero - por eso, quizás - nunca nos molestamos en buscarnos. Lo que todos debíamos recordar, eso sí, fue el momento agradable y divertido de aquella ocasión, porque tanto tiempo después, ahora que sí nos reencontramos, lo hacemos a golpe de risa y con un ánimo bien dispuesto para lo que sea. Y es que al margen de cualquier tipo de consideración personal, estos dos tipos saben cómo mantener un trabajo de calidad y una conversación ágil, cosas que hacen que el tiempo transcurra demasiado deprisa. Por circunstancias normales en nosotros, la conversación acaba derivando hacia el ayer y el hoy del mercado de la música impresa: las partituras.

Para quien sea absolutamente ajeno a esto, hay que decir que las partituras (aparte de ser aquello que guarda el sobrino de turno en el interior de la banqueta del piano junto con restos de bocadillo y la ficha del parchís que jamás nadie había vuelto a ver) suponen la vía más pragmática y seria – y completa - de transmisión de conocimientos musicales. Vitales en la enseñanza, en la formación, en la transmisión del conocimiento sonoro, no son aquello con lo que el amigo de greñas aprendió a tocar la guitarra en la playa: son una forma de lectura y escritura, sin más (ni menos). A pesar de que determinados géneros lo discutan de una forma pueril (el blues no puede escribirse, el folk no puede escribirse, el flamenco no puede escribirse, la música swahili con elementos senegaleses con ligera presencia de influencias del mambo no puede escribirse…), el método no pierde su valor: las limitaciones al lenguaje se las pone el que escribe, no el lenguaje en si mismo. Como ejemplo, valga el hecho de que los jazzistas españoles niegan siempre que el jazz pueda transmitirse en notación tradicional, mientras que sus homólogos norteamericanos, padres del género, lo hacen cada día (y venden millones de ejemplares de sus libros). Y es que todo esto sería como acusar a la matemática de no alcanzar a descubrir ciertas cosas, obviando la insuficiencia de los matemáticos. Recuerden: no todos los hispanohablantes son Cortázar.

Hay que decir también que en España tenemos una flagrante tradición respecto a estas partituras, que es la de no comprarlas. Es muy habitual, y lo ha sido siempre, oír eso de “¿Para qué te la has comprado? Haber preguntado, que yo te la fotocopiaba”. Bueno, miento, la cosa solía ser, al menos en mis tiempos (hace 5 años, no más, que salí del último conservatorio en el que me vi encerrado y sometido y aniquilado como animal pensante), “Tú eres idiota: fotocópiala”, aunque el sujeto no la tuviera. Y es que siempre hay alguien de quién copiar las cosas, siempre hay dónde copiarlas. Sin ir más lejos, en los mayores centros de enseñanza musical que sustentan su propia existencia en base a la disponibilidad de estas partituras: los conservatorios.

¿Se imaginan ustedes una biblioteca pública que pusiera a disposición de sus lectores una fotocopiadora con la que poder copiar el contenido íntegro de todos los libros que ustedes quisieran? ¿Se imaginan poder tener, al fin, El Quijote bien fotocopiado y encuadernado con un canutillo que, sí, es cierto, se engancha un poco cuando pasas página, pero es que original costaba 10 euros? (fotocopiarlo y encuadernarlo, solo 9’ 90).

Este sueño de los mentecatos es ya posible gracias a CEDRO, la entidad de gestión que supuestamente vela por los derechos de sus miembros, autores y editores de diferentes ramas, unidos todos ellos por el uso del papel como soporte. De entre todas sus lindezas, muchas para el común de los autores de narrativa o poesía y para sus editoriales, se reserva esta organización una medida diseñada específicamente para el gremio musical, licitando la copia del 100% de su catálogo de partituras y obras pedagógicas para que puedan ser copiadas en el ámbito de un conservatorio estatal en toda su extensión: otro 100%. Aquí no hay limitaciones de ningún tipo: usted, más ejemplos, coge la biblioteca entera del ESMUC (Escola Superior de Música de Catalunya) y la fotocopia íntegra sin reparo de ningún tipo. Cuatro días más tarde, eso sí, es usted más idiota de lo que el resto de nosotros habíamos pensado que pudiera llegar a serlo.

Sobre el grado de esta idiotez se puede teorizar mucho, se puede decir que las partituras son caras, que las tiendas están poco abastecidas, lo que uno quiera, que todo acabará siendo la pescadilla que se muerde la cola: si las tiendas no venden, los productos se encarecen, hay poca oferta tanto en competitividad de precios como en variedad de oferta, etc. Pero lo cierto es que, teniendo en cuenta que 10 euros los vamos a gastar cada uno de nosotros en una entrada al cine (no te dejan colarte) o un par de cervezas (los camareros te persiguen por la calle), solo hay un motivo para no desear tener un original entre las manos: no apreciarlo. Y solo un motivo para no apreciar el tener papel impreso: la pobreza sensorial y moral del individuo que se supone que ama la música. El mismo tipo que pone cara de interesante cuando toca el piano; el mismo que imparte clases desde posiciones para él indiscutibles; ese mismo individuo que sufre de arrebatos místicos mientras toca el violín observando de reojo la partitura pobremente fotocopiada. Hay que reconocer que la imagen pierde lirismo. ¿O no?
Aquí la estupidez es por ambas partes: por una, la del que dinamita el futuro de su oficio permitiendo la copia indiscriminada, y, por otra, la del que prefiere una copia hoy y hambre para mañana. ¿Cuál de estos sujetos va a apreciar dentro de 25 años la evocadora magdalena de Proust si unos no son capaces ni de acariciar el papel de calidad en el que le cuentan la evocación, y otros sencillamente no tendrán medios económicos para comprar algo que llevarse a la boca?

CEDRO puede estar tranquila y seguir haciendo daño: no ha vivido nunca de la existencia de partituras. Pero todas las editoriales, tiendas, músicos, docentes, conservatorios y escuelas de música, que sigan adscritos a CEDRO o haciendo uso de material que responda a lo establecido por esta entidad, creo que no deberían estarlo demasiado.

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