WASHINGTON - La gente que se pregunte qué problema presupuestario tiene América debería de fijarse en última instancia en Europa. En las calles de Dublín, Atenas y Londres, ciudadanos indignados protestan por los planes gubernamentales de recortar programas sociales y subir los impuestos. El contrato social se está resolviendo. La gente está indignada; se siente traicionada.
Las democracias modernas han creado una nueva moralidad. Las prestaciones públicas, una vez recibidas, no se pueden revocar. La gente espera recibirlas y las considera de su propiedad. Igual que la administración pública no puede expropiar porque sí, no puede anular derechos sociales sin vulnerar un régimen moral. La idea de la vieja escuela de que las políticas gubernamentales deben de satisfacer "el interés de la nación" ha cedido paso a la inercia y los derechos de los inquilinos.
Una labor de la Comisión Nacional de Disciplina y Reformas Fiscales -- presidida por Erskine Bowles y Alan Simpson - era desacreditar esta moralidad egoísta. De lo contrario, alterar los presupuestos será difícil, puede que imposible. Si todo el mundo se siente moralmente con derecho a recibir prestaciones en vigor y deducciones fiscales, la opinión pública seguirá irremediablemente confusa: deseosa de paliar los déficits presupuestarios en abstracto, pero inflexible a la hora de conservar la seguridad social, Medicare y todo lo que venga. Los políticos tendrán miedo a tomar decisiones difíciles por temor a la represalia de los votantes.
Por desgracia, Bowles y Simpson capearon este desafío político. Interpretaron un ejercicio contable para contraer el déficit sin tratar de definir lo que debe de hacer el gobierno y porqué. Su batería de recortes del gasto público y subidas tributarias dice reducir el déficit presupuestario alrededor de 3,9 billones de dólares entre los ejercicios 2012 y 2020. Muchas de sus propuestas tenían sentido: por ejemplo, simplificar el impuesto sobre la renta reduciendo las deducciones y bajando los tipos. Con una base impositiva más amplia, los tipos más bajos podrían recaudar más dinero; los incentivos laborales y a la inversión seguirían en vigor, porque el contribuyente seguiría conservando un porcentaje significativo de cualquier ingreso adicional.
Pero lo que brillaba por su ausencia era la motivación moral del cambio, a excepción de unos cuantos clichés familiares: "Los estadounidenses no podemos ser grandes si nos arruinamos"; o, "Tenemos el deber patriótico... de dar a nuestros hijos y nietos una vida mejor". El problema de estas agradables líneas de discurso es que no abordan el interrogante práctico de por qué deben perder el apoyo del gobierno sus actuales receptores -- los granjeros, los ancianos, las administraciones locales por ejemplo.
Hay respuestas. No revierte en el interés nacional subsidiar a los granjeros, porque se puede obtener comida a un precio más bajo sin los subsidios. No revierte en el interés nacional subsidiar a los estadounidenses, a través de la seguridad social y de Medicare durante los últimos 20 ó 25 años de sus vidas, porque la gente con mejor estado de salud vive más tiempo y hace imposible de afrontar el déficit. No revierte en el interés nacional subsidiar al transporte público, porque la mayoría de las prestaciones se disfrutan a nivel local: si la población local quiere transporte público, que la pague.
A medida que debatimos estas cuestiones, los colectivos van a promover inevitablemente sus intereses. Pero al hacerlo, deberían tener que cumplir el estándar exigente de que su interés también satisfaga el interés general de la nación. Haber recibido prestaciones o haberlas prometido no genera el derecho a ellas. A lo sumo, justifica la aspiración pragmática de su resolución gradual. Bowles y Simpson proporcionan pocas directrices. Sobre todo querían que sus cifras cuadraran.
El mayor error de su planteamiento implica los enormes recortes propuestos en la defensa, alrededor de la quinta parte del gasto. La seguridad nacional es el principal deber de la administración. Bowles y Simpson lo reducen de forma proporcional al resto del gasto administrativo independiente de la defensa, como si no existiera ninguna diferencia entre el dólar destinado a la defensa y el dólar destinado al subsidio de las humanidades. Tampoco se hace mucho hincapié en identificar programas que habría que eliminar por no satisfacer el criterio de la necesidad nacional. Buenos programas que habrían acabado junto a los malos. Por último el gasto de la tercera edad, alrededor de las dos quintas partes del presupuesto ya, fue tratado con demasiada delicadeza. La edad de jubilación con el total de la pensión se elevaría gradualmente hasta los 69 años alrededor de 2075. Estos programas son esenciales, pero la edad de jubilación debería elevarse con más rapidez y, en el caso de los afiliados más ricos, recortar más la prestación.
Era la fórmula para cambiar el gobierno sin una filosofía de gobierno. Durante años se daba por sentado que una economía de rápido crecimiento podría financiar los programas extra. El resultado fue el uso descuidado del gobierno para casi todo lo que supusiera un buen eslogan o pudiera apoyar un lobby. La hipótesis económica subyacente era demasiado optimista. Ahora una sociedad que envejece y un gasto sanitario desbocado amplían de manera automática el tamaño del gobierno mucho más allá de la base imponible actual. La democracia implica que la administración se volverá desproporcionada a menos que ajustemos sus responsabilidades.
Necesitamos una nueva filosofía pública que reconozca estas realidades. Tal vez las propuestas de la Bowles-Simpson abran el necesario debate. El gobierno será enorme, ofendiendo los conservadores. Pero también debe ser limitado, ofendiendo a los izquierdistas. El contrato social volverá a ser redactado por diseño o, como en Europa, bajo presión externa. Si conservamos la oportuna moralidad del programa perpetuo -- que nada fundamental se puede abandonar bajo ningún concepto -- entonces la agitación social de Europa va a ser el preludio de la nuestra.