En casa no tenemos GolT, ni Canal+ Liga, ni ninguna cosa de esas con lo cual, el pasado lunes me fui a ver el Barcelona-Real Madrid a un sitio cercano, con ambiente acogedor, en el que preparan unas deliciosas pizzas boloñesas.
Tuvimos suerte porque conseguimos una mesa al lado del televisor. ¿Mis preferencias? Ninguna; ver fútbol -que me gusta mucho- y cenar tranquilamente. El sitio, eso sí, se fue llenando de gente a medida que se acercaba la hora del partido y al final acabó presentando un aspecto bien distinto al que yo hubiera deseado. Vamos, que se llenó.
De la goleada del Barcelona al Madrid, de Mou y de la madre que los parió a todos no voy a decir nada. Ya lo vio todo el mundo y a mí, sinceramente, me importa poco. Lo que yo quiero contar es un hecho que se produjo cuando salí del local y que, sobre no sorprenderme, sí que me tuvo unos minutos pensando en lo curioso que es este país. Resulta que una conocida mía -y digo bien, conocida, pues apenas he hablado con ella un par de veces en mi vida- que se había sentado cerca de la puerta, y que había celebrado los goles del Barcelona como si su marido le hubiera prometido alguna cosa por cada uno de ellos; esta conocida, digo, al pasar por su lado para abandonar el local, me dedicó un misericordioso “hasta luego” al tiempo que lo acompañaba con un escorzo de cabeza y un encogimiento de hombros que parecían querer decir “lo siento, otra vez será, hoy os hemos pasado por encima”.
Sin duda, aquella buena mujer que, como digo, había celebrado con alboroto cada uno de los cinco goles que el Barcelona le había endosado al Real Madrid, al reparar en que yo no había hecho lo propio en toda la noche, había inferido que era hincha del Real Madrid y que me marchaba de allí triste, cabizbajo y necesitado de consuelo. Para ella, como para la gran mayoría de aficionados de bar, no celebrar los goles del Barcelona equivalía a ser del Madrid y viceversa. En su mente no cabía la posibilidad de que fuéramos, qué se yo, del Conquense, y que estuviera allí simplemente viendo fútbol y cenando.
Por un instante, antes de cerrar la puerta del local, pensé en volverme e intentar sacarla de su error explicándole que si los goles de Villa los hubiera marcado Ronaldo, mi comportamiento no hubiera variado un ápice y hubiera seguido degustando mi pizza tranquilamente.
Pero rápidamente, tras visualizarme a mí mismo, en medio de todo aquel alboroto, explicándole a una mujer de cincuenta años que yo era del Cartagena, deseché la idea y decidí seguir el camino emprendido hacia mi casa. Durante el trayecto, eso sí, lamenté, como tantas veces, que en este país esto del balompié esté tan polarizado y no se defienda con más ahínco el fútbol local que es el que, de verdad, uno debería sentir como propio.
A todos nos han preguntado alguna vez de qué equipo somos. Lo que más me fastidia no es que lo hagan, sino que al responder que soy del Cartagena me diga la típica frase "Ya, pero en primera...¿de qué equipo eres?
Otro gallo nos cantaría.