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Guillermo Navalón

Una charla con Berlanga

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En 2006, cuando todavía estaba en la universidad, tuve la tremendísima suerte de poder asistir a una charla de Luis García Berlanga. Todos los que abarrotamos el salón de actos aquel día esperábamos ver a una gran leyenda del cine patrio que venía a deslumbrarnos con su saber cinematográfico y, sin embargo, nos encontramos con un hombre humilde y sencillo, que rezumaba verdad y decía las cosas sin tapujos. Se nos cayó un mito, pero se formó uno nuevo mucho mejor y más grande que el anterior. Tal era su humildad, que no esperaba encontrarse a su llegada con un llenazo tan rotundo, ya que pensaba que sus películas ya no las veía nadie y que las nuevas generaciones ya no sabían quién era.

Los jóvenes estudiantes asistentes le hicieron montones de preguntas relacionadas con la técnica cinematográfica y su forma de trabajar, esperando encontrar respuestas dignas de formar parte de un sesudo libro de texto. A cambio, su sencillez nos desarmó a todos y se ahorró tecnicismos y circunloquios pedantes para hablarnos con franqueza de su particular forma de ver el cine, haciendo que todo lo que nos habían contado en clase saltara por los aires.

Dijo cosas como que detestaba con todas sus fuerzas los story-boards, a pesar de que nuestros profesores no dejaban de destacarnos su importancia, y que sus famosos planos secuencia no se debían tanto a una decisión estética, tal y como críticos y teóricos afirman con vehemencia, sino que los hacía más bien para ahorrarse trabajo y despacharse toda una secuencia de una sentada. A la pregunta de qué pasos seguía a la hora de abordar un nuevo proyecto, contestó con sorna que los pasos que seguía eran los que le empujaban a ponerse a trabajar. En definitiva, nos demostró que su genialidad no estaba ceñida a las normas establecidas, sino que estaba por encima de cualquier técnica formal. Con ello, quizá de forma involuntaria, nos dio una valiosa lección: nos enseñó que, al margen de todas las parrafadas teóricas, lo más importante a la hora de hacer cine es encontrar tu propia voz y establecer tus propias reglas. “Cada maestrillo tiene su librillo”, que diría el refranero popular.

Berlanga, además, nos relató multitud de anécdotas relacionadas con los rodajes de sus películas, aunque su memoria era incapaz de ubicarlas en su contexto espacial y temporal. Afirmó odiar profundamente el DVD y reconoció que la última vez que fue al cine fue para asistir al estreno de “Torrente”, de su amiguete Santiago Segura. Al final de la charla, firmó autógrafos y se hizo fotos con algunos de los asistentes, y todo el mundo se marchó sintiéndose privilegiado por haber compartido un ratito con el maestro.

Luis García Berlanga fue, es y será siempre uno de nuestros cineastas más relevantes, probablemente sólo Luis Buñuel se le puede equiparar en importancia. Mientras que otros directores españoles se empeñan en dirigir su mirada a lo que se hace fuera para buscar inspiración, él supo mirar hacia dentro, hacia lo más profundo de nuestra identidad nacional, y construir un discurso único e inigualable a partir de los códigos y la idiosincrasia que nos caracteriza. Quizá por ello nunca alcanzó la fama en territorio extranjero, como sí lo han hecho Pedro Almodóvar o Alejandro Amenábar, y por esto también nuestra obligación es la de reivindicar su obra tanto fuera como dentro de nuestras fronteras.

El director nos deja un legado fílmico de valor incalculable, que dignificará eternamente nuestra cinematografía y que quedará como un testimonio inmejorable del pasado siglo. Muy pocos artistas pueden presumir de tener un adjetivo propio (“berlanguiano”, en este caso), lo que denota la enorme influencia que su obra ha tenido sobre la cultura y el subconsciente popular.

Una charla con Berlanga

Guillermo Navalón
Guillermo Navalón
sábado, 20 de noviembre de 2010, 09:06 h (CET)
En 2006, cuando todavía estaba en la universidad, tuve la tremendísima suerte de poder asistir a una charla de Luis García Berlanga. Todos los que abarrotamos el salón de actos aquel día esperábamos ver a una gran leyenda del cine patrio que venía a deslumbrarnos con su saber cinematográfico y, sin embargo, nos encontramos con un hombre humilde y sencillo, que rezumaba verdad y decía las cosas sin tapujos. Se nos cayó un mito, pero se formó uno nuevo mucho mejor y más grande que el anterior. Tal era su humildad, que no esperaba encontrarse a su llegada con un llenazo tan rotundo, ya que pensaba que sus películas ya no las veía nadie y que las nuevas generaciones ya no sabían quién era.

Los jóvenes estudiantes asistentes le hicieron montones de preguntas relacionadas con la técnica cinematográfica y su forma de trabajar, esperando encontrar respuestas dignas de formar parte de un sesudo libro de texto. A cambio, su sencillez nos desarmó a todos y se ahorró tecnicismos y circunloquios pedantes para hablarnos con franqueza de su particular forma de ver el cine, haciendo que todo lo que nos habían contado en clase saltara por los aires.

Dijo cosas como que detestaba con todas sus fuerzas los story-boards, a pesar de que nuestros profesores no dejaban de destacarnos su importancia, y que sus famosos planos secuencia no se debían tanto a una decisión estética, tal y como críticos y teóricos afirman con vehemencia, sino que los hacía más bien para ahorrarse trabajo y despacharse toda una secuencia de una sentada. A la pregunta de qué pasos seguía a la hora de abordar un nuevo proyecto, contestó con sorna que los pasos que seguía eran los que le empujaban a ponerse a trabajar. En definitiva, nos demostró que su genialidad no estaba ceñida a las normas establecidas, sino que estaba por encima de cualquier técnica formal. Con ello, quizá de forma involuntaria, nos dio una valiosa lección: nos enseñó que, al margen de todas las parrafadas teóricas, lo más importante a la hora de hacer cine es encontrar tu propia voz y establecer tus propias reglas. “Cada maestrillo tiene su librillo”, que diría el refranero popular.

Berlanga, además, nos relató multitud de anécdotas relacionadas con los rodajes de sus películas, aunque su memoria era incapaz de ubicarlas en su contexto espacial y temporal. Afirmó odiar profundamente el DVD y reconoció que la última vez que fue al cine fue para asistir al estreno de “Torrente”, de su amiguete Santiago Segura. Al final de la charla, firmó autógrafos y se hizo fotos con algunos de los asistentes, y todo el mundo se marchó sintiéndose privilegiado por haber compartido un ratito con el maestro.

Luis García Berlanga fue, es y será siempre uno de nuestros cineastas más relevantes, probablemente sólo Luis Buñuel se le puede equiparar en importancia. Mientras que otros directores españoles se empeñan en dirigir su mirada a lo que se hace fuera para buscar inspiración, él supo mirar hacia dentro, hacia lo más profundo de nuestra identidad nacional, y construir un discurso único e inigualable a partir de los códigos y la idiosincrasia que nos caracteriza. Quizá por ello nunca alcanzó la fama en territorio extranjero, como sí lo han hecho Pedro Almodóvar o Alejandro Amenábar, y por esto también nuestra obligación es la de reivindicar su obra tanto fuera como dentro de nuestras fronteras.

El director nos deja un legado fílmico de valor incalculable, que dignificará eternamente nuestra cinematografía y que quedará como un testimonio inmejorable del pasado siglo. Muy pocos artistas pueden presumir de tener un adjetivo propio (“berlanguiano”, en este caso), lo que denota la enorme influencia que su obra ha tenido sobre la cultura y el subconsciente popular.

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