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Sonia Herrera

Escenas del Kurdistán

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“Es prematuro hablar de un cine kurdo. El día en que en cada ciudad haya al menos dos o tres cines y laboratorios, etc., entonces sí podremos hablar de cine kurdo, pero actualmente no hay salas y en las pocas ciudades donde las hay no se encuentran espectadores porque no tienen dinero. Todo lo que tienen se lo gastan en comida y armas. De todas formas, yo, como cineasta, aunque he trabajado con un director como Abbas Kiarostami, intento hacer películas a mi manera, inspirándome en la cultura de mi país. Es un eco que viene de mi interior: el sufrimiento y el dolor me apasionan. Hago películas como una manera de compartir el sufrimiento de mi pueblo. Me siento lleno de energía cuando estoy allí con ellos”. En 2004, el director de cine Bahman Ghobadi hacía estas declaraciones tras alzarse con la Concha de Oro en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. ¿Seguirá siendo prematuro hablar de cine kurdo? Creo que no. Más allá de la contingencia, este cine ha abierto grietas por las que ha sabido introducirse para dar a conocer una realidad que pocas veces aparece en los medios de comunicación.

Se calcula que la población kurda ronda los 30 millones de personas. El espacio que ocupa el Kurdistán está fragmentado en cuatro partes, que corresponden a cuatro estados, que son: Turquía, Irak, Irán y Siria. En Turquía la llamada “minoría kurda” está compuesta por unos 15 millones de personas, mientras que en Irak son unos cinco millones, en Irán ocho y en Siria un millón.
El Kurdistán es un país soñado, que no aparece en los mapas como tal (a duras penas se le reconoce cierta autonomía). Es un pueblo de exiliados y refugiados que viven como de prestado en una patria usurpada por otros. Una identidad sin tierra propia que a lo largo de la historia ha sido maltratada por las políticas turcas, iraquíes e iraníes según los avatares y los intereses económicos del momento.

El pasado 30 de octubre, el filme El mensajero (Sirta la gal ba) del director kurdo-iraní Sharham Alidi resultó ganador de la octava edición del Festival Internacional de Cine Euroárabe Amal de Santiago de Compostela (organizado por la Fundación Araguaney-Puentes de Culturas) en la categoría de mejor largometraje de ficción.
La película, que fue presentada el año pasado en el Festival de Cannes, narra la historia de un singular cartero que viaja por las montañas del Kurdistán para entregar mensajes a las familias separadas por la guerra.

El mensajero, que está rodada en lengua kurda y árabe en su versión original, se ha proyectado en varios certámenes en Norteamérica, Japón, India, Perú o Beirut. Tras conseguir varios premios en diversos países, Sharham Alidi espera el permiso para poder exhibir su película en Irán. El Ministerio de Cultura le ha prometido que la película recibirá la licencia para su proyección, por lo que el director ha expresado su confianza en que los kurdos y demás ciudadanos de su país podrán visionar el film próximamente.

Hace unos años nos sobrecogía el relato de Bahman Ghobadi, Las tortugas también vuelan. Recuerdo que la vi en el MMCinemas de la Avenida Eugenio Garza Sada en Monterrey junto a unos amigos y cuando salimos de la sala apenas podíamos hablar porque teníamos el corazón y la conciencia encogidos por ese relato que nos contaba la historia de un grupo de niños huérfanos iraquís que recolectaban minas para poder venderlas como medio de supervivencia, aunque ello conllevara incluso perder algunos miembros de su cuerpo.

En este humilde e incompleto homenaje no quiero olvidarme de otras joyas como Zare (1927) de Amo Bek-Nazaryan, la primera película de la historia acerca de los kurdos en Armenia, y de otros filmes que nos quedan más cerca en el tiempo como David y Layla (2005) de Jay Jonroy, Cruzando el polvo (2006) de Shawkat Amin Korki, Media luna (2006) –también de Ghobadi– o Gitmek: My Marlon and Brando (2008) del director Huseyin Karabey donde la frontera se convertía en la principal protagonista en forma de road movie.

Además, otros trabajos de directores/as no kurdos han ayudado a comprender la realidad de este pueblo. Tal es el caso de las películas persas La pizarra (2000) de Samira Makhmalbaf y El viento nos llevará (1999) de Abbas Kiarostami; la holandesa The Boy Who Stopped Talking (1996) de Ben Sombogaart; las turcas Hejar (2001) y Hidden Faces (2007) de Handan Ipekçi y Journey to the Sun (1999) de Yesim Ustaoglu o la francesa Welcome (2009) de Philippe Lioret que trasciende la crítica y la denuncia contra las políticas aplicadas a los inmigrantes “sin papeles” para llegar al drama más personal.

El cine kurdo es directo, sin concesiones e inclusive doloroso. Además de su indiscutible valor artístico, cabe destacar el gran valor añadido que supone documentar el interminable conflicto y el sufrimiento del pueblo kurdo desde la perspectiva de personajes anónimos alejados de las fuentes de información oficiales.

Sin ninguna acritud hacia el cine de Hollywood que de vez en cuando nos ofrece extraordinarias obras de arte (y, cuando menos, nos entretiene), de vez en cuando resulta agradable encontrarse con películas que nos redescubren realidades que normalmente no cuentan con una gran cuota de pantalla. Me refiero a ese tipo de cine que amplía horizontes y cuestiona nuestro afamado modelo de bienestar (decadente a todas luces) y ese eurocentrismo heredado del que tanto nos cuesta desprendernos. Un cine que reivindica identidad, cultura y lengua luchando contra la censura y contra la oligarquía de las grandes distribuidoras. Que se desarrolle y se reconozca la cinematografía kurda y la de otros muchos pueblos olvidados es importante para evitar el empobrecimiento cultural y la homogenización general de la humanidad.

Y visto lo visto en los últimos años, parece que los cineastas kurdos están empeñados en dejar de ser unos proscritos haciendo suya la frase de Alejandro Dolina: “Si nos espera el olvido, tratemos de no merecerlo”. Y en mi opinión (que será tachada de utopía filantrópica), sin duda, no lo merecen.

Escenas del Kurdistán

Sonia Herrera
Sonia Herrera
martes, 16 de noviembre de 2010, 09:12 h (CET)
“Es prematuro hablar de un cine kurdo. El día en que en cada ciudad haya al menos dos o tres cines y laboratorios, etc., entonces sí podremos hablar de cine kurdo, pero actualmente no hay salas y en las pocas ciudades donde las hay no se encuentran espectadores porque no tienen dinero. Todo lo que tienen se lo gastan en comida y armas. De todas formas, yo, como cineasta, aunque he trabajado con un director como Abbas Kiarostami, intento hacer películas a mi manera, inspirándome en la cultura de mi país. Es un eco que viene de mi interior: el sufrimiento y el dolor me apasionan. Hago películas como una manera de compartir el sufrimiento de mi pueblo. Me siento lleno de energía cuando estoy allí con ellos”. En 2004, el director de cine Bahman Ghobadi hacía estas declaraciones tras alzarse con la Concha de Oro en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. ¿Seguirá siendo prematuro hablar de cine kurdo? Creo que no. Más allá de la contingencia, este cine ha abierto grietas por las que ha sabido introducirse para dar a conocer una realidad que pocas veces aparece en los medios de comunicación.

Se calcula que la población kurda ronda los 30 millones de personas. El espacio que ocupa el Kurdistán está fragmentado en cuatro partes, que corresponden a cuatro estados, que son: Turquía, Irak, Irán y Siria. En Turquía la llamada “minoría kurda” está compuesta por unos 15 millones de personas, mientras que en Irak son unos cinco millones, en Irán ocho y en Siria un millón.
El Kurdistán es un país soñado, que no aparece en los mapas como tal (a duras penas se le reconoce cierta autonomía). Es un pueblo de exiliados y refugiados que viven como de prestado en una patria usurpada por otros. Una identidad sin tierra propia que a lo largo de la historia ha sido maltratada por las políticas turcas, iraquíes e iraníes según los avatares y los intereses económicos del momento.

El pasado 30 de octubre, el filme El mensajero (Sirta la gal ba) del director kurdo-iraní Sharham Alidi resultó ganador de la octava edición del Festival Internacional de Cine Euroárabe Amal de Santiago de Compostela (organizado por la Fundación Araguaney-Puentes de Culturas) en la categoría de mejor largometraje de ficción.
La película, que fue presentada el año pasado en el Festival de Cannes, narra la historia de un singular cartero que viaja por las montañas del Kurdistán para entregar mensajes a las familias separadas por la guerra.

El mensajero, que está rodada en lengua kurda y árabe en su versión original, se ha proyectado en varios certámenes en Norteamérica, Japón, India, Perú o Beirut. Tras conseguir varios premios en diversos países, Sharham Alidi espera el permiso para poder exhibir su película en Irán. El Ministerio de Cultura le ha prometido que la película recibirá la licencia para su proyección, por lo que el director ha expresado su confianza en que los kurdos y demás ciudadanos de su país podrán visionar el film próximamente.

Hace unos años nos sobrecogía el relato de Bahman Ghobadi, Las tortugas también vuelan. Recuerdo que la vi en el MMCinemas de la Avenida Eugenio Garza Sada en Monterrey junto a unos amigos y cuando salimos de la sala apenas podíamos hablar porque teníamos el corazón y la conciencia encogidos por ese relato que nos contaba la historia de un grupo de niños huérfanos iraquís que recolectaban minas para poder venderlas como medio de supervivencia, aunque ello conllevara incluso perder algunos miembros de su cuerpo.

En este humilde e incompleto homenaje no quiero olvidarme de otras joyas como Zare (1927) de Amo Bek-Nazaryan, la primera película de la historia acerca de los kurdos en Armenia, y de otros filmes que nos quedan más cerca en el tiempo como David y Layla (2005) de Jay Jonroy, Cruzando el polvo (2006) de Shawkat Amin Korki, Media luna (2006) –también de Ghobadi– o Gitmek: My Marlon and Brando (2008) del director Huseyin Karabey donde la frontera se convertía en la principal protagonista en forma de road movie.

Además, otros trabajos de directores/as no kurdos han ayudado a comprender la realidad de este pueblo. Tal es el caso de las películas persas La pizarra (2000) de Samira Makhmalbaf y El viento nos llevará (1999) de Abbas Kiarostami; la holandesa The Boy Who Stopped Talking (1996) de Ben Sombogaart; las turcas Hejar (2001) y Hidden Faces (2007) de Handan Ipekçi y Journey to the Sun (1999) de Yesim Ustaoglu o la francesa Welcome (2009) de Philippe Lioret que trasciende la crítica y la denuncia contra las políticas aplicadas a los inmigrantes “sin papeles” para llegar al drama más personal.

El cine kurdo es directo, sin concesiones e inclusive doloroso. Además de su indiscutible valor artístico, cabe destacar el gran valor añadido que supone documentar el interminable conflicto y el sufrimiento del pueblo kurdo desde la perspectiva de personajes anónimos alejados de las fuentes de información oficiales.

Sin ninguna acritud hacia el cine de Hollywood que de vez en cuando nos ofrece extraordinarias obras de arte (y, cuando menos, nos entretiene), de vez en cuando resulta agradable encontrarse con películas que nos redescubren realidades que normalmente no cuentan con una gran cuota de pantalla. Me refiero a ese tipo de cine que amplía horizontes y cuestiona nuestro afamado modelo de bienestar (decadente a todas luces) y ese eurocentrismo heredado del que tanto nos cuesta desprendernos. Un cine que reivindica identidad, cultura y lengua luchando contra la censura y contra la oligarquía de las grandes distribuidoras. Que se desarrolle y se reconozca la cinematografía kurda y la de otros muchos pueblos olvidados es importante para evitar el empobrecimiento cultural y la homogenización general de la humanidad.

Y visto lo visto en los últimos años, parece que los cineastas kurdos están empeñados en dejar de ser unos proscritos haciendo suya la frase de Alejandro Dolina: “Si nos espera el olvido, tratemos de no merecerlo”. Y en mi opinión (que será tachada de utopía filantrópica), sin duda, no lo merecen.

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