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Beatriz García

Allí, donde leemos

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Esta semana y por casualidad ha llegado a mí una entrevista que le hicieron a Harold Bloom en la que explicaba que leía en todos los lugares de su casa excepto en el baño “por razones cabalísticas”. Intrigante, ¿no les parece? Así que pasé de pintarme las uñas y me dediqué a investigar el porqué Harold Bloom no lee en el baño o el poeta Mario Santiago, según Bolaño, leía en la ducha; y, en suma, si hay libros escritos para ser leídos en el baño, en el tren, en la consulta de un dentista o en una habitación de motel con humedades en el techo y sábanas bordadas ¿Influye el espacio donde leemos en el sentido que le otorgamos al libro?

Debemos diferenciar las lecturas específicamente creadas para ser leídas en lugares concretos y aquellas no pensadas en función del espacio, y que muchas veces requieren de silencio y grandes dosis de concentración para ser entendidas en toda su complejidad. Respecto a las primeras, las antologías para lectores en tránsito – que sólo leen en transporte público – o lectores insomnes – bien dijo Bolaño que un libro es la mejor almohada que existe-, son muchas las editoriales que se han subido al carro de las recopilaciones de relatos breves para leer en espacios “prosaicos” –disculpen la pedantería-: cuentos para leer en la cama, en el tren, en el bus o en el baño… Este último me llamó poderosamente la atención: ¿Por qué cree la editorial en cuestión que los cuentos de Washinton Irvin, de Maupassant o de Tolstoi son ideales para leer a pie de retrete? Sin entrar a valorar el grado de estreñimiento del lector tipo, me cuesta relacionar La Hija del Capitán o La dama del Perrito con el ruido de una cadena del váter.

Y es que nos encanta el ritual. Vivimos en el seno de lo simbólico y algunos, pocos, empezamos a aceptar que eso que nos aprieta se llama corsé mental. Nuestra experiencia cataloga lugares propicios y no propicios para la lectura “sublime”, clasifica y ritualiza el acto de “consumo” cultural: Soy capaz de leer un comic en el baño, sí, pero no puedo leer a Flaubert o a Cortázar. Y eso que en el caso del argentino, algunos manuales on line sobre qué leer en el servicio –porque haberlos, los hay- lo recomiendan por la brevedad de algunos de sus textos. Damos, así, valor a espacios en función de la obra y viceversa.

A eso se refería Bloom cuando argüía razones cabalísticas para no leer en el baño, que la Cábala prohíbe leer textos sagrados en el servicio y para él todos los libros son sagrados – excepto, claro, los de Stephen King y todo lo que suene a Harry Potter-. Y sin embargo, los transportes públicos se han convertido en nuestros días en “bibliotecas ambulantes”, ya lo avanzó el escritor Daniel Pennac cuando dijo que el metro de París era la mayor biblioteca del mundo. Luego, ¿crea nuevos sentidos o intensifica una emoción la lectura de un relato de Allan Poe en plena hora punta en el metro?

El estructuralista Roland Barthes señala en La Muerte del Autor que el texto únicamente adquiere una unidad cuando llega al lector y éste descodifica los signos del autor dotándolos de un significado, entretejiendo en el texto carente de identidad – porque en el acto de escritura el autor deja de existir – una nueva interpretación de las muchas posibles, infinitas. Así también lo explica Umberto Eco en Obra Abierta, cuando se refiere a la reescritura del texto por parte del lector, que encuentra su propio sentido. El libro como ente simbólico que acoge una estructura que, a su vez, contiene otras, convirtiéndose en una obra en movimiento, mutante en función de la relectura, en función, también del estado anímico con que el lector encara la lectura, de sus experiencias, de los libros que ha leído antes, de la sociedad del momento… del lugar en que se lee. Ya lo vio claro don Camilo José Cela en sus Cuentos para después del Baño, y lo que dice Camilo va a…

Allí, donde leemos

Beatriz García
Beatriz García
martes, 16 de noviembre de 2010, 09:07 h (CET)
Esta semana y por casualidad ha llegado a mí una entrevista que le hicieron a Harold Bloom en la que explicaba que leía en todos los lugares de su casa excepto en el baño “por razones cabalísticas”. Intrigante, ¿no les parece? Así que pasé de pintarme las uñas y me dediqué a investigar el porqué Harold Bloom no lee en el baño o el poeta Mario Santiago, según Bolaño, leía en la ducha; y, en suma, si hay libros escritos para ser leídos en el baño, en el tren, en la consulta de un dentista o en una habitación de motel con humedades en el techo y sábanas bordadas ¿Influye el espacio donde leemos en el sentido que le otorgamos al libro?

Debemos diferenciar las lecturas específicamente creadas para ser leídas en lugares concretos y aquellas no pensadas en función del espacio, y que muchas veces requieren de silencio y grandes dosis de concentración para ser entendidas en toda su complejidad. Respecto a las primeras, las antologías para lectores en tránsito – que sólo leen en transporte público – o lectores insomnes – bien dijo Bolaño que un libro es la mejor almohada que existe-, son muchas las editoriales que se han subido al carro de las recopilaciones de relatos breves para leer en espacios “prosaicos” –disculpen la pedantería-: cuentos para leer en la cama, en el tren, en el bus o en el baño… Este último me llamó poderosamente la atención: ¿Por qué cree la editorial en cuestión que los cuentos de Washinton Irvin, de Maupassant o de Tolstoi son ideales para leer a pie de retrete? Sin entrar a valorar el grado de estreñimiento del lector tipo, me cuesta relacionar La Hija del Capitán o La dama del Perrito con el ruido de una cadena del váter.

Y es que nos encanta el ritual. Vivimos en el seno de lo simbólico y algunos, pocos, empezamos a aceptar que eso que nos aprieta se llama corsé mental. Nuestra experiencia cataloga lugares propicios y no propicios para la lectura “sublime”, clasifica y ritualiza el acto de “consumo” cultural: Soy capaz de leer un comic en el baño, sí, pero no puedo leer a Flaubert o a Cortázar. Y eso que en el caso del argentino, algunos manuales on line sobre qué leer en el servicio –porque haberlos, los hay- lo recomiendan por la brevedad de algunos de sus textos. Damos, así, valor a espacios en función de la obra y viceversa.

A eso se refería Bloom cuando argüía razones cabalísticas para no leer en el baño, que la Cábala prohíbe leer textos sagrados en el servicio y para él todos los libros son sagrados – excepto, claro, los de Stephen King y todo lo que suene a Harry Potter-. Y sin embargo, los transportes públicos se han convertido en nuestros días en “bibliotecas ambulantes”, ya lo avanzó el escritor Daniel Pennac cuando dijo que el metro de París era la mayor biblioteca del mundo. Luego, ¿crea nuevos sentidos o intensifica una emoción la lectura de un relato de Allan Poe en plena hora punta en el metro?

El estructuralista Roland Barthes señala en La Muerte del Autor que el texto únicamente adquiere una unidad cuando llega al lector y éste descodifica los signos del autor dotándolos de un significado, entretejiendo en el texto carente de identidad – porque en el acto de escritura el autor deja de existir – una nueva interpretación de las muchas posibles, infinitas. Así también lo explica Umberto Eco en Obra Abierta, cuando se refiere a la reescritura del texto por parte del lector, que encuentra su propio sentido. El libro como ente simbólico que acoge una estructura que, a su vez, contiene otras, convirtiéndose en una obra en movimiento, mutante en función de la relectura, en función, también del estado anímico con que el lector encara la lectura, de sus experiencias, de los libros que ha leído antes, de la sociedad del momento… del lugar en que se lee. Ya lo vio claro don Camilo José Cela en sus Cuentos para después del Baño, y lo que dice Camilo va a…

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