Era un domingo de lo más agradable. Bajo cielo azul y calorcito del que no agobia, los vigueses pudieron disfrutar de una mañana idílica en un conato inusual de otoño primaveral. Aprovechando el buen momento deportivo, hasta quince mil aficionados celtiñas decidieron invertir la jornada dominical en apoyar a su equipo en uno de los partidos más importantes de la temporada. Y si además caía una terapia anti-estrés de regalo, pues doble premio para el bolsillo.
Cuando el cabreo acecha, más vale bombo que insulto (Agencias)
|
Celta y Betis llegaron a Balaídos como grandes candidatos al ascenso, y del mismo modo abandonaron el estadio tras firmar tablas en este primer combate de la temporada. Disculpen el desacertado símil bélico, siempre tan manido y útil, pues las trincheras esa mañana no se encontraban dentro del irregular césped gallego. Como manda la tradición más casta, el fútbol cumplió una vez más su doble función deportiva y psicoterapéutica en una gradas de dos rombos.
Hablar de rivalidad extrema entre estos dos equipos sería un acto de sensacionalismo repudiable (entiéndase como algo negativo, no como técnica periodística en el contexto deportivo). Es cierto que dos goles béticos fueron los responsables involuntarios del último descenso celtiña, o que todavía se guardan en la memoria jugadas de discutible ética en partidos de antaño. Pero cualquier argumento pierde peso frente a la única verdad comprensible: el fútbol (y el ser humano) es así.
En Balaídos se podía palpar la agresividad en la grada aún protegidos por la siempre amiga cabina de prensa. La mediocre actuación de Ceballos Silva calentó a un público, como la gran mayoría, inflamable de serie. Los desmayos espontáneos y sospechosamente repetitivos de los béticos hicieron el resto. Se vivió lo que podría analizarse como un partido frenético y de gran tensión a ojos de un seguidor de a pie. Desde una perspectiva más objetiva, aquello fue un derroche de mala ostia de cuidado.
No es mi intención escudarme en la crítica fácil de algo socialmente intrínseco a todos nosotros. Es más, escribo sobre ello para liberarme de mis propios vómitos instintivos. Por ello, considero importante plasmar en letras lo sencillo que resulta contagiar el odio, especialmente debido a esa reconfortante sensación de sentirnos arropados por la masa homogénea. Y el que se reprime en público lo expulsa a escondidas, no se crean, porque el fútbol funciona a la perfección como aspirador hormonal.
Fue la rueda de prensa más entretenida en dos años. Los gritos de un grupo reducido de aficionados adornaron con pseudo-ingeniosas rimas despectivas las declaraciones de ambos técnicos. A alguno que otro se le escapó una sonrisilla. Incluso en la vulgaridad, tenían cierta gracia los condenados. Pero la reflexión es mucho más seria. ¿Serán capaces de huir de la irracionalidad en masa cuando realmente sea importante? ¿Sabremos controlar nuestros impulsos fuera del estadio, pensar como individuos y no cual rebaño desbocado? Desahogarse en público es hasta cierto punto liberador, pero también nos responsabiliza de una imagen global para nada deportiva. ¿Necesitamos que nos marquen los límites?
Visto lo visto hasta ahora, las dudas son más que razonables.