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Fernando Núñez

Cuando Stefani quiere decir... ¡Gaga!

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Reconozco que siempre he sido un poco miedoso. Quizás por eso hay algunas cosas que, si bien causan indiferencia a la mayoría, a mí me resultan muy inquietantes. Los descomunales morros de Esther Cañadas, la nariz mutante de la Esteban o el curioso juego de luces de Leticia Sabater me producen escalofríos. También las señoras mayores que se maquillan como prostitutas de la calle Montera. O tener a un payaso con cara de pocos amigos y mucha cerveza en la cesta detrás de mí en la cola del súper. Pero por encima de todo hay algo que realmente me pone nervioso. Que me agita. Que me turba. Que me desasosiega. Y ese algo es el museo de cera.

Yo, qué queréis que os diga, no puedo con esas reproducciones de dudoso parecido al original mirándome fijamente con sus ojos inertes. Me aterran esas sonrisas perpetuas. Esas posturas congeladas. Ese brillo en la cara. Y eso por no hablar de la crueldad que se respira en el recinto. Que aquello parece una dictadura de la actualidad. Porque en el museo de cera vales lo que eres. Y si dejas de serlo, malo. Si no que se lo pregunten al pobre Marichalar, que tras su divorcio de la Infanta Elena fue exiliado sin miramiento alguno al almacén del centro. Con lo que es él… Y con lo bien que le queda la capa… Pues nada, en volandas que lo sacaron dos operarios a plena luz del día. Destino: el sótano.

Otros muchos corrieron su misma suerte. Un Aznar con abdominales como piedras, un Bush enganchado al Risk o la bailonga de la Bordiú también descansan en sus oscuras mazmorras bajo los suelos del museo. Pero eso es algo que a ella ni le preocupa ni le quita el sueño. Porque ella, ahora, es lo más. Porque ha venido para quedarse. Y porque tiene el honor de convertirse en la primera celebridad de la historia a la que van a clonar en cera hasta en ocho ocasiones y de manera simultánea. Por si no teníamos bastante con una… Sí. Ella es la excéntrica. La irrepetible. La inigualable. ¡Gaga!

El prestigioso museo Madame Tussauds está llevando a cabo las réplicas de la cantante, cada una de ellas con un coste aproximado de unos 210.000 euros. Vamos, que con una figurita de la Gaga te compras un piso. Cada una lucirá un modelito diferente, de esos que han hecho tan famosa a la artista. Y tardarán cuatro meses en tenerlas listas para aterrorizar al planeta. O al menos a mí. A partir del nueve de diciembre los dobles de Lady Gaga colonizarán ocho ciudades del mundo, en el mayor desembarco de cera, pelucas, encajes y tacones imposibles jamás visto hasta la fecha.

Hace ya algunos años, en Manhattan, una niña llamada Stefani Joanne Angelina Germanotta soñaba con ser una estrella de la música. Con semejante nombre la pobre sabía que no lo iba a tener fácil. Tocaba el piano y cantaba medianamente bien. Sí. Pero guapa, lo que se dice guapa, pues como que no era. Aquella chica un tanto rara y fanática del pop sabía que la imagen lo era todo en el mundo del show biz. Era casi más importante que el talento. Y con esa idea marcada a fuego en su mente comenzó la metamorfosis. Para empezar decidió rebautizarse en el río Hudson cual apóstol posmoderna. Se echó un puñado de agua por la cabeza y se prometió a sí misma que, desde aquel momento, el mundo la conocería como Lady Gaga. El problema del nombre resuelto. Pero, ¿qué hacer con el tema de la belleza?

Rechazando la idea de pasar por quirófano para arreglar su cara poco convencional, la recién nacida Gaga apostó por ocultarla tras kilos de imposible maquillaje. Por disimularla con pelucas y tocados más bizarros que modernos. Hizo de los postizos, las pestañas galácticas y las máscaras de encaje su seña de identidad. Todo ello sazonado con un vestuario carnavalesco y monstruoso difícil de calificar. Con unos tacones que más que tacones parecen zancos. Y unos vestidos que más que vestidos son una farmacia o una carnicería andante. Porque si se puede llamar vestido a envolverte cual momia egipcia con vendas elásticas o a colgarte cuatro chuletones por el cuerpo… Su único objetivo: llamar la atención.

Y parece que lo ha conseguido. Porque a Lady Gaga no hay bicho viviente que no la conozca. Le llueven los premios y las portadas de revistas. La clonan en cera como a la oveja Dolly. Y, por si esto fuera poco, ahora la universidad de Carolina del Sur le ha dedicado una asignatura entera a ella solita. El año que viene mientras otros estudian matemáticas, teoría de la información o bioquímica, un grupo de estudiantes podrá decir que después de la pausa para el café y el cigarrito le toca clase de… ¡Gaga! Enhorabuena Stefani, el esfuerzo ha merecido la pena. Lo has logrado.

Cuando Stefani quiere decir... ¡Gaga!

Fernando Núñez
Fernando Nuñez
miércoles, 10 de noviembre de 2010, 09:00 h (CET)
Reconozco que siempre he sido un poco miedoso. Quizás por eso hay algunas cosas que, si bien causan indiferencia a la mayoría, a mí me resultan muy inquietantes. Los descomunales morros de Esther Cañadas, la nariz mutante de la Esteban o el curioso juego de luces de Leticia Sabater me producen escalofríos. También las señoras mayores que se maquillan como prostitutas de la calle Montera. O tener a un payaso con cara de pocos amigos y mucha cerveza en la cesta detrás de mí en la cola del súper. Pero por encima de todo hay algo que realmente me pone nervioso. Que me agita. Que me turba. Que me desasosiega. Y ese algo es el museo de cera.

Yo, qué queréis que os diga, no puedo con esas reproducciones de dudoso parecido al original mirándome fijamente con sus ojos inertes. Me aterran esas sonrisas perpetuas. Esas posturas congeladas. Ese brillo en la cara. Y eso por no hablar de la crueldad que se respira en el recinto. Que aquello parece una dictadura de la actualidad. Porque en el museo de cera vales lo que eres. Y si dejas de serlo, malo. Si no que se lo pregunten al pobre Marichalar, que tras su divorcio de la Infanta Elena fue exiliado sin miramiento alguno al almacén del centro. Con lo que es él… Y con lo bien que le queda la capa… Pues nada, en volandas que lo sacaron dos operarios a plena luz del día. Destino: el sótano.

Otros muchos corrieron su misma suerte. Un Aznar con abdominales como piedras, un Bush enganchado al Risk o la bailonga de la Bordiú también descansan en sus oscuras mazmorras bajo los suelos del museo. Pero eso es algo que a ella ni le preocupa ni le quita el sueño. Porque ella, ahora, es lo más. Porque ha venido para quedarse. Y porque tiene el honor de convertirse en la primera celebridad de la historia a la que van a clonar en cera hasta en ocho ocasiones y de manera simultánea. Por si no teníamos bastante con una… Sí. Ella es la excéntrica. La irrepetible. La inigualable. ¡Gaga!

El prestigioso museo Madame Tussauds está llevando a cabo las réplicas de la cantante, cada una de ellas con un coste aproximado de unos 210.000 euros. Vamos, que con una figurita de la Gaga te compras un piso. Cada una lucirá un modelito diferente, de esos que han hecho tan famosa a la artista. Y tardarán cuatro meses en tenerlas listas para aterrorizar al planeta. O al menos a mí. A partir del nueve de diciembre los dobles de Lady Gaga colonizarán ocho ciudades del mundo, en el mayor desembarco de cera, pelucas, encajes y tacones imposibles jamás visto hasta la fecha.

Hace ya algunos años, en Manhattan, una niña llamada Stefani Joanne Angelina Germanotta soñaba con ser una estrella de la música. Con semejante nombre la pobre sabía que no lo iba a tener fácil. Tocaba el piano y cantaba medianamente bien. Sí. Pero guapa, lo que se dice guapa, pues como que no era. Aquella chica un tanto rara y fanática del pop sabía que la imagen lo era todo en el mundo del show biz. Era casi más importante que el talento. Y con esa idea marcada a fuego en su mente comenzó la metamorfosis. Para empezar decidió rebautizarse en el río Hudson cual apóstol posmoderna. Se echó un puñado de agua por la cabeza y se prometió a sí misma que, desde aquel momento, el mundo la conocería como Lady Gaga. El problema del nombre resuelto. Pero, ¿qué hacer con el tema de la belleza?

Rechazando la idea de pasar por quirófano para arreglar su cara poco convencional, la recién nacida Gaga apostó por ocultarla tras kilos de imposible maquillaje. Por disimularla con pelucas y tocados más bizarros que modernos. Hizo de los postizos, las pestañas galácticas y las máscaras de encaje su seña de identidad. Todo ello sazonado con un vestuario carnavalesco y monstruoso difícil de calificar. Con unos tacones que más que tacones parecen zancos. Y unos vestidos que más que vestidos son una farmacia o una carnicería andante. Porque si se puede llamar vestido a envolverte cual momia egipcia con vendas elásticas o a colgarte cuatro chuletones por el cuerpo… Su único objetivo: llamar la atención.

Y parece que lo ha conseguido. Porque a Lady Gaga no hay bicho viviente que no la conozca. Le llueven los premios y las portadas de revistas. La clonan en cera como a la oveja Dolly. Y, por si esto fuera poco, ahora la universidad de Carolina del Sur le ha dedicado una asignatura entera a ella solita. El año que viene mientras otros estudian matemáticas, teoría de la información o bioquímica, un grupo de estudiantes podrá decir que después de la pausa para el café y el cigarrito le toca clase de… ¡Gaga! Enhorabuena Stefani, el esfuerzo ha merecido la pena. Lo has logrado.

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