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Beatriz García

Hasta que el ‘progreso’ nos separe

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Un día una amiga me dijo que tenía una fórmula infalible para crear al novio perfecto. “Mezcla un vibrador a pilas con una antología de poemas de Ángel González y ahí lo tienes”, me confesó satisfecha. Y a pesar de lo burdo que suena su descubrimiento, debo admitir que en parte tenía razón. Los libros son lo más parecido a una pareja que hay para un amante de la literatura, porque existe una relación íntima, casi sensual, entre un lector y su libro, el libro, los libros – aunque tengo un conocido que desde que leyó a Proust dice que en su vida no hará otra cosa que releer sin parar En Busca del Tiempo Perdido-.

Pensemos en porqué leemos los libros que leemos: nos los han recomendado, nos ha llamado la atención la portada, el título o la sinopsis, ya hemos compartido cama, tren, mesa, noches en vela con su autor y nos ha gustado, repetimos, pues, y nos encanta o no, pero es lo que tienen las segundas citas. Incluso la manera en que leemos exige de fidelidad y de tiempo, una lectura lineal y pausada, reflexiva y a la vez tan íntima, uno mismo y la historia que alguien nos explica y cómo penetra en nosotros y es transformada, interpretada de una forma única, individual. Somos también los libros que hemos leído y los libros que atesoran nuestras estanterías y en mi caso, añado, polvorientas.

Hace un par de semanas y en el marco del Festival Kosmopolis que organiza cada año el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), asistí a la presentación del libro Bibliofrenia de Joaquín Rodríguez, donde el autor dibuja el perfil de veinte personajes históricos cuyas vidas estuvieron marcadas por una pasión obsesiva, incluso devastadora, por los libros. Como es el caso del conde Libri-Carucchi, el bibliocleptómano más famoso de la historia, quien protagonizó en el siglo XIX uno de los robos más gigantescos de manuscritos históricos que se conocen – Qué pena que luego, perseguido por la policía, los tuviera que vender para poder sobrevivir-. O Antonio Magliabecchi, un bibliotecario y bibliófilo del siglo XVII que vivió y murió dentro de una biblioteca; y la historia del escritor libertino Giacomo Casanova, cuya pasión amorosa era comparable a su pasión por los libros – En el ocaso de su vida, pasaba trece horas al día en la biblioteca del Castillo del conde Von Waldstein escribiendo sus memorias y catalogando libros- . Leo estas biografías de frenopático y me preocupo: ¿No seré yo también un poco bibliofrénica? ¿No hemos soñando todos alguna vez ser un Dioni glamuroso que apunta de Quevedo – por nombrar algo afilado – espolee los estantes de una de aquellas librerías que parece eternas como la biblioteca de Babel?

El libro en papel, dice el profesor del MIT Nicholas Negroponti, desaparecerá en cinco años… Si es casi lo que dura el enamoramiento, según los expertos. Menos mal que el mundo acabará en el año 2012 y no estaremos aquí para verlo. Pero, ¿es posible que la expansión del libro digital haga desaparecer la obra tal y como lo conocemos? Según el autor de Bibliofrenia, que también es editor, el futuro depara, aun en su cualidad de incierto, una convivencia entre ambos soportes, y apela a esos vínculos emocionales y legales que nos unen al libro en papel.
De un lado, todavía hoy publicar un libro tiene mucho más autoridad que editar una obra digital o un blog, aún concedemos a las editoriales ese valor de filtro de la joya literaria – aunque la práctica nos diga que no es Faulkner todo lo que reluce-. Por otro lado, hay casi un deseo tantálico relacionado con el libro: Nos gusta comprar libros, incluso más libros de los que leeremos en nuestra vida, y nuestras estanterías son la proyección de nuestra personalidad. Por mucho que el medio electrónico facilite el acceso a obras de difícil distribución o podamos almacenar más libros de los que cabrían en ocho villas, como las que utilizó el bibliófilo Richard Herber para guardar su colección, estoy de acuerdo con Richard Burton en que “el hogar es donde tienes los libros”.

La futura muerte del libro en papel preocupa y mucho al mundo editorial. Tanto es así que muchos editores ya hablan de ‘boutiques de libros’ en donde el bibliófilo del futuro pueda encontrar una reedición de aquel incunable - ¡editado en 2003! - y olfatear el olor del papel, el ruido al pasar las páginas, aquella dedicatoria en la contraportada con la alguna vez nos hemos declarado. No, señores editores, no funcionarán las boutiques de libros: Primero, porque muchos parias del sistema nos volveremos bibliocleptómanos; segundo, porque es una pretensión clasicona que ya se intentó en la Italia del Renacimiento, cuando un librero abrió una librería en la que sólo había unas cuantas obras recomendadas, con crítica y análisis de eruditos, y - oh, sorpresa - no triunfó. E intuyo que en manos de nuestros “eruditos” de hoy tendría incluso menos fortuna, pues me da terror pensar en la selección que haría el crítico prostático o el postmoderno popular de turno: no habría más que clásico rusos, en el primer caso, o amigos de amigos de amigos, en el segundo.

¿No puede haber una convivencia armoniosa entre tecnologías de hoy y de siempre? Porque ‘being digital’ trae libertad, la posibilidad de crear obras colaborativas, nuevas formas más democráticas de acceso a la cultura,… Pero pretender relegar el papel a los sótanos o a los museos y digitalizarlo absolutamente todo, por norma, no es la solución. Si el medio es el mensaje, como dijo Mac Luhan, yo adivino una entente perfecta entre múltiples soportes, entre la ficción que uno encuentra navegando y la que se halla amontonada en una librería de viejo. Imaginen, por ejemplo, que los límites del libro en papel – 410 páginas, 40 renglones por páginas, 28 símbolos por renglón, que decía Borges en su Biblioteca de Babel – puedan agrandarse en Internet: Citar en una novela unas misteriosas cartas, encender el ordenador y rastrearlas hasta dar con ellas; descripciones de personajes que dispongan de un perfil en facebook, fotografías en myspace… Información digital para entender la psicología de un antagonista y la prolongación de su vida en la red, para que ese personaje no nazca y muera en los márgenes. En suma, sacar a flote el iceberg de Hemingway, cuya cima se encuentra en las páginas del libro en papel, y que su base se expanda como las raíces de un árbol infinito por el ciberespacio.

Hasta que el ‘progreso’ nos separe

Beatriz García
Beatriz García
martes, 2 de noviembre de 2010, 12:02 h (CET)
Un día una amiga me dijo que tenía una fórmula infalible para crear al novio perfecto. “Mezcla un vibrador a pilas con una antología de poemas de Ángel González y ahí lo tienes”, me confesó satisfecha. Y a pesar de lo burdo que suena su descubrimiento, debo admitir que en parte tenía razón. Los libros son lo más parecido a una pareja que hay para un amante de la literatura, porque existe una relación íntima, casi sensual, entre un lector y su libro, el libro, los libros – aunque tengo un conocido que desde que leyó a Proust dice que en su vida no hará otra cosa que releer sin parar En Busca del Tiempo Perdido-.

Pensemos en porqué leemos los libros que leemos: nos los han recomendado, nos ha llamado la atención la portada, el título o la sinopsis, ya hemos compartido cama, tren, mesa, noches en vela con su autor y nos ha gustado, repetimos, pues, y nos encanta o no, pero es lo que tienen las segundas citas. Incluso la manera en que leemos exige de fidelidad y de tiempo, una lectura lineal y pausada, reflexiva y a la vez tan íntima, uno mismo y la historia que alguien nos explica y cómo penetra en nosotros y es transformada, interpretada de una forma única, individual. Somos también los libros que hemos leído y los libros que atesoran nuestras estanterías y en mi caso, añado, polvorientas.

Hace un par de semanas y en el marco del Festival Kosmopolis que organiza cada año el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), asistí a la presentación del libro Bibliofrenia de Joaquín Rodríguez, donde el autor dibuja el perfil de veinte personajes históricos cuyas vidas estuvieron marcadas por una pasión obsesiva, incluso devastadora, por los libros. Como es el caso del conde Libri-Carucchi, el bibliocleptómano más famoso de la historia, quien protagonizó en el siglo XIX uno de los robos más gigantescos de manuscritos históricos que se conocen – Qué pena que luego, perseguido por la policía, los tuviera que vender para poder sobrevivir-. O Antonio Magliabecchi, un bibliotecario y bibliófilo del siglo XVII que vivió y murió dentro de una biblioteca; y la historia del escritor libertino Giacomo Casanova, cuya pasión amorosa era comparable a su pasión por los libros – En el ocaso de su vida, pasaba trece horas al día en la biblioteca del Castillo del conde Von Waldstein escribiendo sus memorias y catalogando libros- . Leo estas biografías de frenopático y me preocupo: ¿No seré yo también un poco bibliofrénica? ¿No hemos soñando todos alguna vez ser un Dioni glamuroso que apunta de Quevedo – por nombrar algo afilado – espolee los estantes de una de aquellas librerías que parece eternas como la biblioteca de Babel?

El libro en papel, dice el profesor del MIT Nicholas Negroponti, desaparecerá en cinco años… Si es casi lo que dura el enamoramiento, según los expertos. Menos mal que el mundo acabará en el año 2012 y no estaremos aquí para verlo. Pero, ¿es posible que la expansión del libro digital haga desaparecer la obra tal y como lo conocemos? Según el autor de Bibliofrenia, que también es editor, el futuro depara, aun en su cualidad de incierto, una convivencia entre ambos soportes, y apela a esos vínculos emocionales y legales que nos unen al libro en papel.
De un lado, todavía hoy publicar un libro tiene mucho más autoridad que editar una obra digital o un blog, aún concedemos a las editoriales ese valor de filtro de la joya literaria – aunque la práctica nos diga que no es Faulkner todo lo que reluce-. Por otro lado, hay casi un deseo tantálico relacionado con el libro: Nos gusta comprar libros, incluso más libros de los que leeremos en nuestra vida, y nuestras estanterías son la proyección de nuestra personalidad. Por mucho que el medio electrónico facilite el acceso a obras de difícil distribución o podamos almacenar más libros de los que cabrían en ocho villas, como las que utilizó el bibliófilo Richard Herber para guardar su colección, estoy de acuerdo con Richard Burton en que “el hogar es donde tienes los libros”.

La futura muerte del libro en papel preocupa y mucho al mundo editorial. Tanto es así que muchos editores ya hablan de ‘boutiques de libros’ en donde el bibliófilo del futuro pueda encontrar una reedición de aquel incunable - ¡editado en 2003! - y olfatear el olor del papel, el ruido al pasar las páginas, aquella dedicatoria en la contraportada con la alguna vez nos hemos declarado. No, señores editores, no funcionarán las boutiques de libros: Primero, porque muchos parias del sistema nos volveremos bibliocleptómanos; segundo, porque es una pretensión clasicona que ya se intentó en la Italia del Renacimiento, cuando un librero abrió una librería en la que sólo había unas cuantas obras recomendadas, con crítica y análisis de eruditos, y - oh, sorpresa - no triunfó. E intuyo que en manos de nuestros “eruditos” de hoy tendría incluso menos fortuna, pues me da terror pensar en la selección que haría el crítico prostático o el postmoderno popular de turno: no habría más que clásico rusos, en el primer caso, o amigos de amigos de amigos, en el segundo.

¿No puede haber una convivencia armoniosa entre tecnologías de hoy y de siempre? Porque ‘being digital’ trae libertad, la posibilidad de crear obras colaborativas, nuevas formas más democráticas de acceso a la cultura,… Pero pretender relegar el papel a los sótanos o a los museos y digitalizarlo absolutamente todo, por norma, no es la solución. Si el medio es el mensaje, como dijo Mac Luhan, yo adivino una entente perfecta entre múltiples soportes, entre la ficción que uno encuentra navegando y la que se halla amontonada en una librería de viejo. Imaginen, por ejemplo, que los límites del libro en papel – 410 páginas, 40 renglones por páginas, 28 símbolos por renglón, que decía Borges en su Biblioteca de Babel – puedan agrandarse en Internet: Citar en una novela unas misteriosas cartas, encender el ordenador y rastrearlas hasta dar con ellas; descripciones de personajes que dispongan de un perfil en facebook, fotografías en myspace… Información digital para entender la psicología de un antagonista y la prolongación de su vida en la red, para que ese personaje no nazca y muera en los márgenes. En suma, sacar a flote el iceberg de Hemingway, cuya cima se encuentra en las páginas del libro en papel, y que su base se expanda como las raíces de un árbol infinito por el ciberespacio.

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