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En demasiadas ocasiones nos desentendemos de lo que somos

Nosotros, los humanos

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Nunca es tarde para recomenzar un tiempo. Este retornar a un nosotros más fraterno es un vivo poema que nos da luz. A poco que penetremos en el corazón hallaremos la dimensión comunitaria como centro de nuestros pensamientos y abecedario de nuestra conciencia. Sea como fuere, el mundo ha de transformarse en más sosiego, en más amor y, por ende, en más vida. No es tiempo de reclutar a nadie, y aún menos a seres indefensos, sino de dejarlos volar para que, por si mismos, hallen el camino de la liberación. Ya está bien de activar torturas en lugar de abrirnos a la escucha, a la consideración del otro, a la estima de uno mismo y a la conciliación de actitudes. De ahí la importancia de la autenticidad de nuestras acciones en esa permanente búsqueda, no del aplauso, sino del hallazgo a la solución del encuentro con la diversidad.

Tenemos que salir de la hipocresía mundana, ser más interior que exterior, más verbo que nombre, para conjugar la sencillez con la generosidad. No podemos perder más tiempo en políticas que son más negocio que servicio, en palabras que son más del momento que del tiempo, en protocolos que nos acrecientan el egoísmo y la necedad. Hay que despertar, tomar el tiempo debido para el impulso, pero actuar contundentemente, cuando menos por un planeta más equitativo, más libre y humano, más de todos y de nadie.

Los humanos, sí todos y cada uno de nosotros, estamos llamados a tomar parte activa en el camino a transitar. Por desgracia, nos hemos habituado a vivir egoístamente, a luchar por las cosas materiales antes que por aquellas que tienen alma, a no prestar atención a los que encienden batallas, a no dejarnos interrogar por aquellos ciudadanos que no tienen un techo para cobijarse, a no plantarle corazón a la violencia para desterrarla de nuestra vista, a encogernos de hombros y mirar hacia otro lado, cuando vemos a alguien que nos pide auxilio. En demasiadas ocasiones nos desentendemos de lo que somos. Olvidamos que, cada minuto, 24 personas tienen que huir para salvar su vida. Las raciones de comida en África se recortan hasta el 50% por falta de fondos. Sin duda, estamos atravesando la mayor crisis humanitaria después de la segunda guerra mundial, y apenas, mostramos interés por el cambio. El último informe de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) pone de manifiesto, precisamente, la falta de alternativas para estas gentes en Europa. Con apenas dos meses del año 2017, cerca de tres centenares de personas ya han muerto intentando cruzar el Mediterráneo. Nos consta que miles de refugiados recurren a traficantes de personas, a falta de vías legales para alcanzar un lugar seguro. ¡Qué pena de tantos muros y fronteras inútiles!

Confieso que me quedo sin aire ante estos acontecimientos macabros. Cualquiera de nosotros podemos ser un refugiado en algún momento. Nadie estamos libres, en una tierra cada vez más convulsa, a quedar presos, a dormir en la calle. Por ello, requerimos de otras expresiones más armónicas, menos interesadas, por el camino del entendimiento y de la humildad. Para nada nos facilitan el camino ciertos modales prepotentes, de orgullo y autosuficiencia. Sin duda, deberíamos tomar otros itinerarios más sensibles con toda existencia humana. Andamos saturados de despropósitos. A ello se suman los agentes infecciosos que se expanden por doquier. Ahora sabemos que la contaminación mata anualmente en España a cerca de tres mil personas y que, en todo el mundo, provoca cada año más de tres millones de defunciones prematuras, según datos recientes de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Dicho lo cual, nosotros (los humanos), hemos de repensar en modelos de producción que, aparte de asegurar recursos para todos y para las generaciones futuras, no sean tóxicos, ni radioactivos.

Al fin y al cabo, todos tenemos derecho a respirar un aire limpio, pues si importante es el derecho a ser tratados con respeto, también a vivir una vida libre de contaminantes, de discriminación, coerción y abusos. Tras los errores y horrores del siglo XX, no debe haber espacio para la deshumanización en el siglo XXI, de manera que hemos de apostar por otro modo de vida más constructivo, por nuevos hábitos más níveos, para que pueda ser posible una mejor alianza entre todos y el hábitat. Ojalá hallemos el natural abrazo con el que se une el cielo con la tierra, para sentirnos íntimamente unidos con todo lo que existe.

Nosotros, los humanos

En demasiadas ocasiones nos desentendemos de lo que somos
Víctor Corcoba
jueves, 2 de marzo de 2017, 00:07 h (CET)
Nunca es tarde para recomenzar un tiempo. Este retornar a un nosotros más fraterno es un vivo poema que nos da luz. A poco que penetremos en el corazón hallaremos la dimensión comunitaria como centro de nuestros pensamientos y abecedario de nuestra conciencia. Sea como fuere, el mundo ha de transformarse en más sosiego, en más amor y, por ende, en más vida. No es tiempo de reclutar a nadie, y aún menos a seres indefensos, sino de dejarlos volar para que, por si mismos, hallen el camino de la liberación. Ya está bien de activar torturas en lugar de abrirnos a la escucha, a la consideración del otro, a la estima de uno mismo y a la conciliación de actitudes. De ahí la importancia de la autenticidad de nuestras acciones en esa permanente búsqueda, no del aplauso, sino del hallazgo a la solución del encuentro con la diversidad.

Tenemos que salir de la hipocresía mundana, ser más interior que exterior, más verbo que nombre, para conjugar la sencillez con la generosidad. No podemos perder más tiempo en políticas que son más negocio que servicio, en palabras que son más del momento que del tiempo, en protocolos que nos acrecientan el egoísmo y la necedad. Hay que despertar, tomar el tiempo debido para el impulso, pero actuar contundentemente, cuando menos por un planeta más equitativo, más libre y humano, más de todos y de nadie.

Los humanos, sí todos y cada uno de nosotros, estamos llamados a tomar parte activa en el camino a transitar. Por desgracia, nos hemos habituado a vivir egoístamente, a luchar por las cosas materiales antes que por aquellas que tienen alma, a no prestar atención a los que encienden batallas, a no dejarnos interrogar por aquellos ciudadanos que no tienen un techo para cobijarse, a no plantarle corazón a la violencia para desterrarla de nuestra vista, a encogernos de hombros y mirar hacia otro lado, cuando vemos a alguien que nos pide auxilio. En demasiadas ocasiones nos desentendemos de lo que somos. Olvidamos que, cada minuto, 24 personas tienen que huir para salvar su vida. Las raciones de comida en África se recortan hasta el 50% por falta de fondos. Sin duda, estamos atravesando la mayor crisis humanitaria después de la segunda guerra mundial, y apenas, mostramos interés por el cambio. El último informe de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) pone de manifiesto, precisamente, la falta de alternativas para estas gentes en Europa. Con apenas dos meses del año 2017, cerca de tres centenares de personas ya han muerto intentando cruzar el Mediterráneo. Nos consta que miles de refugiados recurren a traficantes de personas, a falta de vías legales para alcanzar un lugar seguro. ¡Qué pena de tantos muros y fronteras inútiles!

Confieso que me quedo sin aire ante estos acontecimientos macabros. Cualquiera de nosotros podemos ser un refugiado en algún momento. Nadie estamos libres, en una tierra cada vez más convulsa, a quedar presos, a dormir en la calle. Por ello, requerimos de otras expresiones más armónicas, menos interesadas, por el camino del entendimiento y de la humildad. Para nada nos facilitan el camino ciertos modales prepotentes, de orgullo y autosuficiencia. Sin duda, deberíamos tomar otros itinerarios más sensibles con toda existencia humana. Andamos saturados de despropósitos. A ello se suman los agentes infecciosos que se expanden por doquier. Ahora sabemos que la contaminación mata anualmente en España a cerca de tres mil personas y que, en todo el mundo, provoca cada año más de tres millones de defunciones prematuras, según datos recientes de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Dicho lo cual, nosotros (los humanos), hemos de repensar en modelos de producción que, aparte de asegurar recursos para todos y para las generaciones futuras, no sean tóxicos, ni radioactivos.

Al fin y al cabo, todos tenemos derecho a respirar un aire limpio, pues si importante es el derecho a ser tratados con respeto, también a vivir una vida libre de contaminantes, de discriminación, coerción y abusos. Tras los errores y horrores del siglo XX, no debe haber espacio para la deshumanización en el siglo XXI, de manera que hemos de apostar por otro modo de vida más constructivo, por nuevos hábitos más níveos, para que pueda ser posible una mejor alianza entre todos y el hábitat. Ojalá hallemos el natural abrazo con el que se une el cielo con la tierra, para sentirnos íntimamente unidos con todo lo que existe.

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