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Beatriz García

A vueltas con el ego artístico

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El pasado fin de semana viví uno de aquellos equívocos que te llevan a gloriosas epifanías. Me colé sin saberlo en el debut, para amigos y familiares, de un anónimo músico de blues que, probablemente, no deje de serlo nunca. Estaba yo sentada en primera fila, junto a su padre, en aquella pequeña sala de teatro que parecía una vicaría y que era un centro social, con la terrible necesidad de reír, de huir, de pedirme una cerveza… Cuando me di cuenta de algo increíble, que estaba siendo espectadora de excepción de uno de los momentos más importantes de la vida de un hombre, el éxtasis de un ego artístico. El instante impagable en que alguien se siente por primera vez con el derecho de mostrarse, legitimado como artista por esa decena de ojos “amigos y consanguíneos” que lo observaban, que lo vitoreaban, porque sólo y tristemente nos han enseñado a existir a través de la mirada del “otro”. En el extremo opuesto de la cuerda, la historia contada horas antes de un escritor que sufría terriblemente porque habiendo sido considerado una de las jóvenes promesas de la literatura dos años atrás, se enfrentaba con la escritura de su primera novela… ¿Y si no era lo suficientemente buena? ¿Y si mientras la escribía aparecía otro novelista más joven y mejor?

Esto me lleva a preguntarme: ¿Cuál es el sentido real de ser artista? ¿Somos artistas o no lo somos en función de si “el otro” nos autoriza? ¿Era Van Gogh artista antes de que, devorado por los gusanos, a alguien se le ocurriera que su pintura era realmente buena? Y, sobre todo, ¿quién decide lo que es o no es arte, en base a qué y hasta qué punto importa? Quizás estemos perdidos, quizás hayamos malentendido durante siglos cuál es el significado del arte. Decía Baudelaire que uno debía ser sublime sin interrupción y que “el dandi debe nacer y morir frente al espejo”. En mi opinión, la práctica artística es la expresión de lo sublime que hay en uno mismo, una proyección de las propias alimañas, de una visión personal sobre la belleza o la ausencia de ésta, y que aun siendo propias, esta visión y estas alimañas, son al fin un poco de todos.

Luego, ¿es posible hablar de una obra artística, como ocurre en nuestros días, como si fuera un detergente, cuando en realidad estamos hablando de conmover, de evocar una emoción que es de doble sentido, del que crea y del que contempla, escucha, lee…? Si un artista está más preocupado en agradar que en preguntarse que es lo que puede aportar su obra al mundo, cuál es la emoción que subyace, cuál es el mensaje…, esa obra no es genuina, esa obra es un quita-manchas, un lavar en seco, de ventas en hipermercados. De ínfulas semejantes está esta casita de muñecas con olor a naftalina, doña cultura, llena: Mediocres de altas esferas, aspirantes que venden el “sentido” por una pizca de atención. Por supuesto, ellos no son los culpables, se limitan a jugar al juego, a este Monopoli perverso en el que industrias culturales e instituciones públicas deciden quién tira los dados; la consigna es: Hazme ganar o sé mi vocero. ¿Qué lugar hay para el arte no legítimo, qué cura para esta patología del ego artístico enfermo que ellos no han propiciado?

Tal vez debamos morir para nacer de nuevo, suicidar la cruz de la apariencia para empezar a ser. Decía Claude Bernard: “El arte es…”. Debemos reflexionar sobre la mirada legítima y si hay múltiples miradas ‘malditas’ pero igual de juiciosas, y si es que se nos permite mirar a nuestro antojo, pues quizás la obra no esté a la altura de los ojos como en el lineal de un supermercado. Merchandising y arte… ¿Se posible otra fórmula?

Y entonces, llegó Internet. Múltiples voces para una realidad fragmentaria, cambiante e ilimitada. Blogs, myspaces, facebook, edición y descarga de libros digitales… Caminos infinitos, laberintos borgianos, cronopios y famas, que se nos ofrecen como el escenario de lo imaginable para una nueva concepción del arte y del conocimiento y, en suma, de la democracia. Un medio mágico de escrituras colaborativas, proyección de cortos, galerías virtuales y nuevos públicos más intuitivos que, tristemente, aún no ha dejado de ser la prima fea del “arte oficial”, aunque ya apunte maneras y se vislumbre, muy a lo lejos, como en otro océano de aguas más cálidas, un nuevo ego artístico, un forma más desnuda, más auténtica, un nuevo arte cuya máxima ambición sea la consecución de lo sublime… Que el buzonea y el palmear espaldas tiene muy poco de artístico y mucho menos de sublime, y es contagioso y, si me apuran, mortal.
A vueltas con el ego artístico, yo me quedo con un anónimo músico de blues en una pequeña sala de teatro, que parecía una vicaria, rasgueando una guitarra por el puro placer de tocar.

A vueltas con el ego artístico

Beatriz García
Beatriz García
martes, 26 de octubre de 2010, 08:34 h (CET)
El pasado fin de semana viví uno de aquellos equívocos que te llevan a gloriosas epifanías. Me colé sin saberlo en el debut, para amigos y familiares, de un anónimo músico de blues que, probablemente, no deje de serlo nunca. Estaba yo sentada en primera fila, junto a su padre, en aquella pequeña sala de teatro que parecía una vicaría y que era un centro social, con la terrible necesidad de reír, de huir, de pedirme una cerveza… Cuando me di cuenta de algo increíble, que estaba siendo espectadora de excepción de uno de los momentos más importantes de la vida de un hombre, el éxtasis de un ego artístico. El instante impagable en que alguien se siente por primera vez con el derecho de mostrarse, legitimado como artista por esa decena de ojos “amigos y consanguíneos” que lo observaban, que lo vitoreaban, porque sólo y tristemente nos han enseñado a existir a través de la mirada del “otro”. En el extremo opuesto de la cuerda, la historia contada horas antes de un escritor que sufría terriblemente porque habiendo sido considerado una de las jóvenes promesas de la literatura dos años atrás, se enfrentaba con la escritura de su primera novela… ¿Y si no era lo suficientemente buena? ¿Y si mientras la escribía aparecía otro novelista más joven y mejor?

Esto me lleva a preguntarme: ¿Cuál es el sentido real de ser artista? ¿Somos artistas o no lo somos en función de si “el otro” nos autoriza? ¿Era Van Gogh artista antes de que, devorado por los gusanos, a alguien se le ocurriera que su pintura era realmente buena? Y, sobre todo, ¿quién decide lo que es o no es arte, en base a qué y hasta qué punto importa? Quizás estemos perdidos, quizás hayamos malentendido durante siglos cuál es el significado del arte. Decía Baudelaire que uno debía ser sublime sin interrupción y que “el dandi debe nacer y morir frente al espejo”. En mi opinión, la práctica artística es la expresión de lo sublime que hay en uno mismo, una proyección de las propias alimañas, de una visión personal sobre la belleza o la ausencia de ésta, y que aun siendo propias, esta visión y estas alimañas, son al fin un poco de todos.

Luego, ¿es posible hablar de una obra artística, como ocurre en nuestros días, como si fuera un detergente, cuando en realidad estamos hablando de conmover, de evocar una emoción que es de doble sentido, del que crea y del que contempla, escucha, lee…? Si un artista está más preocupado en agradar que en preguntarse que es lo que puede aportar su obra al mundo, cuál es la emoción que subyace, cuál es el mensaje…, esa obra no es genuina, esa obra es un quita-manchas, un lavar en seco, de ventas en hipermercados. De ínfulas semejantes está esta casita de muñecas con olor a naftalina, doña cultura, llena: Mediocres de altas esferas, aspirantes que venden el “sentido” por una pizca de atención. Por supuesto, ellos no son los culpables, se limitan a jugar al juego, a este Monopoli perverso en el que industrias culturales e instituciones públicas deciden quién tira los dados; la consigna es: Hazme ganar o sé mi vocero. ¿Qué lugar hay para el arte no legítimo, qué cura para esta patología del ego artístico enfermo que ellos no han propiciado?

Tal vez debamos morir para nacer de nuevo, suicidar la cruz de la apariencia para empezar a ser. Decía Claude Bernard: “El arte es…”. Debemos reflexionar sobre la mirada legítima y si hay múltiples miradas ‘malditas’ pero igual de juiciosas, y si es que se nos permite mirar a nuestro antojo, pues quizás la obra no esté a la altura de los ojos como en el lineal de un supermercado. Merchandising y arte… ¿Se posible otra fórmula?

Y entonces, llegó Internet. Múltiples voces para una realidad fragmentaria, cambiante e ilimitada. Blogs, myspaces, facebook, edición y descarga de libros digitales… Caminos infinitos, laberintos borgianos, cronopios y famas, que se nos ofrecen como el escenario de lo imaginable para una nueva concepción del arte y del conocimiento y, en suma, de la democracia. Un medio mágico de escrituras colaborativas, proyección de cortos, galerías virtuales y nuevos públicos más intuitivos que, tristemente, aún no ha dejado de ser la prima fea del “arte oficial”, aunque ya apunte maneras y se vislumbre, muy a lo lejos, como en otro océano de aguas más cálidas, un nuevo ego artístico, un forma más desnuda, más auténtica, un nuevo arte cuya máxima ambición sea la consecución de lo sublime… Que el buzonea y el palmear espaldas tiene muy poco de artístico y mucho menos de sublime, y es contagioso y, si me apuran, mortal.
A vueltas con el ego artístico, yo me quedo con un anónimo músico de blues en una pequeña sala de teatro, que parecía una vicaria, rasgueando una guitarra por el puro placer de tocar.

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