Una vez que se ha colgado al contrario el sambenito de la intolerancia, ya no es necesaria ni la escucha ni el respeto: distraído el tema de debate, cada uno puede campar por sus respetos. Que se callen los obispos, los católicos y –en general- cualquier voz disidente: la dictadura silenciosa se ha puesto en marcha. El totalitarismo no es un problema enterrado en el pasado.
La manipulación de la propaganda, tampoco. ¿Aceptarían ustedes ser insultados, tachados de retrógrados, encorsetados por los prejuicios innombrables de la incorrección política? ¿Cómo no subirse al carro del progreso? No se puede ser conservador. La expresión en sí misma es fea: nos suena a lata de sardinas, a apretones, a olores rancios y digestiones pesadas.
La única verdad es que no hay verdad, la única moral es que no hay moral. Sin raíces, sin pasado, sin imposiciones que no tengan su fundamento en la decisión de la comunidad, sin puntos que nos guíen, solos con nuestros votos y nuestros líderes. Pero quizás no baste con esto. Sostener una postura limitándose a atacar al contrario es un modo de defensa que casi nunca resiste al análisis racional, a la frialdad con que debe funcionar la mente que quiere hacer pensar que cuenta con razones.
Quizás la pregunta adecuada sea, no si se debe ser progresista, sino qué es progreso. ¿Progreso significa afirmar, defender, fomentar al ser humano? Cuenten conmigo. ¿Progreso es un camino hacia la deshumanización, la dictadura de lo pragmático, de la cadena de montaje, de la utilidad económica? Entonces que me olviden. ¿Puede el progreso volverse contra el hombre?, ¿puede el hombre aceptar un progreso que le ataque, que le subordine a planes generales o genéricos? ¿Y si a quien daña no es a usted, sino a aquellas personas que no pueden, no saben, no quieren defenderse?, ¿podríamos en este caso admitir ese progreso?, ¿deberíamos más bien enfrentarnos contra él?