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Fernando Nuñez

Érase que se era el cuento de nunca acabar

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Érase que se era, en el lejano reino de San Blas, una pequeña princesa llamada Belén. De salud más bien frágil aquella niña, tímida y soñadora, fue criada entre algodones. Pero no de los de azúcar. Que aunque a ella el rosa siempre le tiró, diabética perdida como era la glucosa podría disparársele hasta las nubes. Así pues, se prohibió el dulce en todo el reino. Se acabaron los churros. Los flanes de huevo. Y los Ferrero Rocher. Cuentan los ancianos del lugar que a Isabel Preysler le dio un chungo al escuchar la noticia. Y que después de llorar desconsoladamente en sus aposentos necesitó tres liftings para reponerse del duro golpe. Pero esa es otra historia.

Noche tras noche, y cansada de tanta amargura, la pequeña Belén soñaba con su príncipe azul. Necesitaba endulzar su vida. Y ya que no podía hacerlo con una buena napolitana de crema, decidió que el amor sería el sustituto perfecto. Se imaginó a ese príncipe azul de mil maneras. Rubio. Moreno. Pelirrojo. Pero cuando entró en edad de merecer dejó de imaginarlo. Belén cogió al toro por los cuernos y salió en su búsqueda.

Érase que se era, en un romántico atardecer junto a la orilla del mar, que la princesa de San Blas encontró al príncipe de sus sueños. No vestía con el traje de gala que ella había imaginado, sino con el de luces. Bien apretadito. Y cargando a la izquierda. Pero a ella le valió. Aquel joven al que las muchachas le lanzaban las bragas al ruedo, algunas de ellas usadas, sería su napolitana de crema. Y durante algún tiempo lo fue. Sin embargo, de tanto andar con lagartas un buen día el príncipe se convirtió en rana. Bueno, más bien en un tigre de Bengala llamado Currupipi. Cuentan los ancianos del lugar que si acaricias al felino detrás de las orejas. Que si le rascas la barriga. Y le tocas el rabito. Te cantará a pleno pulmón “toa, toa, toa”. Nadie sabe por qué. Ni siquiera los ancianos del lugar. Pero eso es así.

Despechada y dolorida la joven princesa volvió al calor del hogar para lamer sus heridas. Aunque lo que de verdad le apetecía lamer era una onza de chocolate. Del puro. De ese que quita las penas. ¡Maldita diabetes! Sin embargo, Belén no volvió sola. Volvió con una hija que le había dado aquel príncipe de entrepierna alegre. Una hija que no solo sería suya. Sería del pueblo. Y así fue como todos aprendieron a comerse el pollo, coño. O a ponerse un tomate en la cara para evitar que les reconocieran. La princesa, harta de serlo, dio un golpe en la mesa. Se dijo a sí misma que había llegado el momento de reinar.

Érase que se era, ayudada por los juglares del momento, una reina que decidió conquistar. Conquistar reinos de papel satinado y fotos a color. Reinos en los que los candiles eran focos. Y las casas platós de cartón piedra. A golpe de contar su dolor torero aquellos reinos cayeron rendidos a sus pies. Y sus dominios aumentaron. Así como el fervor del pueblo por aquella reina coraje. Ni rastro quedaba de la tímida y soñadora princesa. La metamorfosis había comenzado. Que si unos kilitos menos. Que si unas extensiones por aquí. Que si una nariz por allá. En este momento del relato los ancianos del lugar, que todo lo saben y todo lo cuentan, no tienen nada que apostillar. A la vista están los resultados tanto de las extensiones como de la nariz.

A pesar de su éxito conquistador, por las noches aquella reina deslenguada seguía soñando con un príncipe azul. Lo buscó a conciencia. Pero sus esfuerzos fueron en vano, puesto que sólo logró besar ranas. Ranas DJ. Ranas discotequeras. Pero ranas al fin y al cabo. Hasta que un buen día, sin traje de gala pero con mandil y olor a fritanga, apareció él. Fran. El mesonero del reino. El príncipe azul de verdad. Ni Jesulín ni leches. Y aunque a veces seguía tirando del torero para mantenerse en el poder, el dolor se transformó en felicidad. Y comenzó a difundirla a los cuatro vientos.

Érase que se era un amor narrado por y para el pueblo. Y como tal, el pueblo participó de él. En todos los rincones del reino, cada día más extenso, se sufrió con el vestido de novia de Belén. Pero una vez solventados los problemas nadie faltó a su boda. Ni a sus vacaciones en crucero, con paseo de burro incluido. Nadie quiso perderse su primera crisis. Ni la segunda. Para luego asistir a la reconciliación. Todos supieron a cuanto estaba la caña en el mesón del rey. Y el menú. Todos se fueron de mudanza. Y todos, con el pollo comido, bailaron en la comunión de su hija. Pero un amor público es lo que tiene. Y así fue como todos se enteraron, al mismo tiempo que la reina, de la peor de las noticias. El príncipe azul. El de verdad. También se convirtió en rana.

Y en este punto de la historia nos encontramos. Con una reina jodida. Un rey destronado. Y un pueblo pidiendo perdón. Según cuentan los ancianos del lugar es probable que la reina acabe perdonando. Aunque quizás prefiera seguir besando ranas. De cualquier modo, y pase lo que pase, los ancianos del lugar saben que la rueda nunca parará. Que la reina volverá a sentarse en el trono y contará al pueblo, con pelos y señales, sus alegrías. También sus miserias. Porque así lo decidió hace tiempo. Porque es lo único que sabe hacer. Y porque a otros monarcas les interesa que así sea. Y aunque algunos se empeñen en matarla, ella será la que mate por su hija. Y seguirá haciéndolo por muchos años más. Los que hagan falta. El pueblo, que es soberano, así lo quiere. ¡Larga vida a la reina! Y colorín colorado este cuento no se ha acabado.

Érase que se era el cuento de nunca acabar

Fernando Nuñez
Fernando Nuñez
miércoles, 13 de octubre de 2010, 08:12 h (CET)
Érase que se era, en el lejano reino de San Blas, una pequeña princesa llamada Belén. De salud más bien frágil aquella niña, tímida y soñadora, fue criada entre algodones. Pero no de los de azúcar. Que aunque a ella el rosa siempre le tiró, diabética perdida como era la glucosa podría disparársele hasta las nubes. Así pues, se prohibió el dulce en todo el reino. Se acabaron los churros. Los flanes de huevo. Y los Ferrero Rocher. Cuentan los ancianos del lugar que a Isabel Preysler le dio un chungo al escuchar la noticia. Y que después de llorar desconsoladamente en sus aposentos necesitó tres liftings para reponerse del duro golpe. Pero esa es otra historia.

Noche tras noche, y cansada de tanta amargura, la pequeña Belén soñaba con su príncipe azul. Necesitaba endulzar su vida. Y ya que no podía hacerlo con una buena napolitana de crema, decidió que el amor sería el sustituto perfecto. Se imaginó a ese príncipe azul de mil maneras. Rubio. Moreno. Pelirrojo. Pero cuando entró en edad de merecer dejó de imaginarlo. Belén cogió al toro por los cuernos y salió en su búsqueda.

Érase que se era, en un romántico atardecer junto a la orilla del mar, que la princesa de San Blas encontró al príncipe de sus sueños. No vestía con el traje de gala que ella había imaginado, sino con el de luces. Bien apretadito. Y cargando a la izquierda. Pero a ella le valió. Aquel joven al que las muchachas le lanzaban las bragas al ruedo, algunas de ellas usadas, sería su napolitana de crema. Y durante algún tiempo lo fue. Sin embargo, de tanto andar con lagartas un buen día el príncipe se convirtió en rana. Bueno, más bien en un tigre de Bengala llamado Currupipi. Cuentan los ancianos del lugar que si acaricias al felino detrás de las orejas. Que si le rascas la barriga. Y le tocas el rabito. Te cantará a pleno pulmón “toa, toa, toa”. Nadie sabe por qué. Ni siquiera los ancianos del lugar. Pero eso es así.

Despechada y dolorida la joven princesa volvió al calor del hogar para lamer sus heridas. Aunque lo que de verdad le apetecía lamer era una onza de chocolate. Del puro. De ese que quita las penas. ¡Maldita diabetes! Sin embargo, Belén no volvió sola. Volvió con una hija que le había dado aquel príncipe de entrepierna alegre. Una hija que no solo sería suya. Sería del pueblo. Y así fue como todos aprendieron a comerse el pollo, coño. O a ponerse un tomate en la cara para evitar que les reconocieran. La princesa, harta de serlo, dio un golpe en la mesa. Se dijo a sí misma que había llegado el momento de reinar.

Érase que se era, ayudada por los juglares del momento, una reina que decidió conquistar. Conquistar reinos de papel satinado y fotos a color. Reinos en los que los candiles eran focos. Y las casas platós de cartón piedra. A golpe de contar su dolor torero aquellos reinos cayeron rendidos a sus pies. Y sus dominios aumentaron. Así como el fervor del pueblo por aquella reina coraje. Ni rastro quedaba de la tímida y soñadora princesa. La metamorfosis había comenzado. Que si unos kilitos menos. Que si unas extensiones por aquí. Que si una nariz por allá. En este momento del relato los ancianos del lugar, que todo lo saben y todo lo cuentan, no tienen nada que apostillar. A la vista están los resultados tanto de las extensiones como de la nariz.

A pesar de su éxito conquistador, por las noches aquella reina deslenguada seguía soñando con un príncipe azul. Lo buscó a conciencia. Pero sus esfuerzos fueron en vano, puesto que sólo logró besar ranas. Ranas DJ. Ranas discotequeras. Pero ranas al fin y al cabo. Hasta que un buen día, sin traje de gala pero con mandil y olor a fritanga, apareció él. Fran. El mesonero del reino. El príncipe azul de verdad. Ni Jesulín ni leches. Y aunque a veces seguía tirando del torero para mantenerse en el poder, el dolor se transformó en felicidad. Y comenzó a difundirla a los cuatro vientos.

Érase que se era un amor narrado por y para el pueblo. Y como tal, el pueblo participó de él. En todos los rincones del reino, cada día más extenso, se sufrió con el vestido de novia de Belén. Pero una vez solventados los problemas nadie faltó a su boda. Ni a sus vacaciones en crucero, con paseo de burro incluido. Nadie quiso perderse su primera crisis. Ni la segunda. Para luego asistir a la reconciliación. Todos supieron a cuanto estaba la caña en el mesón del rey. Y el menú. Todos se fueron de mudanza. Y todos, con el pollo comido, bailaron en la comunión de su hija. Pero un amor público es lo que tiene. Y así fue como todos se enteraron, al mismo tiempo que la reina, de la peor de las noticias. El príncipe azul. El de verdad. También se convirtió en rana.

Y en este punto de la historia nos encontramos. Con una reina jodida. Un rey destronado. Y un pueblo pidiendo perdón. Según cuentan los ancianos del lugar es probable que la reina acabe perdonando. Aunque quizás prefiera seguir besando ranas. De cualquier modo, y pase lo que pase, los ancianos del lugar saben que la rueda nunca parará. Que la reina volverá a sentarse en el trono y contará al pueblo, con pelos y señales, sus alegrías. También sus miserias. Porque así lo decidió hace tiempo. Porque es lo único que sabe hacer. Y porque a otros monarcas les interesa que así sea. Y aunque algunos se empeñen en matarla, ella será la que mate por su hija. Y seguirá haciéndolo por muchos años más. Los que hagan falta. El pueblo, que es soberano, así lo quiere. ¡Larga vida a la reina! Y colorín colorado este cuento no se ha acabado.

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