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Etiquetas | Ruido
Borja Costa

Escribiremos, algún día, una Historia del Ruido.

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Este, entendido en cualquiera de sus acepciones, desde un punto de vista gráfico, auditivo o social, supone desde tiempos ya lejanos un elemento en base al cual valorar la aportación de una obra o un acto al legado universal de la Cultura. El hormigón desnudo o el óxido con sus irregularidades en la arquitectura, la falta deliberada de iluminación en la práctica cinematográfica, o el firme activismo social de los más destacados miembros del colectivo artístico, corrobora y fundamenta esta idea, a pesar de que inexplicablemente asistamos a un momento en el que ni unos ni otros tipos de ruido parezcan estar siendo demasiado considerados. Quizás alguien siga sin darse cuenta de que se impone el grito, de que la cómoda sociedad del bienestar ya no está entre nosotros, aunque no debemos culpar a nadie por ello: la primera fase del luto consiste, precisamente, en la negación de la pérdida de lo querido.

En arte sonoro, o música contemporánea, o silencio organizado - llámenlo ustedes como quieran porque para mi todo es lo mismo -, el ruido, en su acepción más pura y evidente, forma una parte maravillosa e inestimable del proceso creativo, si bien es aún más cierto el poco barullo que esta forma de arte crea en su acepción social. Sí, es triste. Asumidos por parte del público los aspectos más revolucionarios de ciertos lenguajes radicales, proyectos realizados en este campo nacen casi muertos, muy enfermos, en la esfera pública. Hoy, pienso en el COMA - Festival Internacional de Música COntemporánea de MAdrid. A pesar del alto nivel de su cartel, un verdadero saco en el que caben muchos y grandes nombres más o menos consagrados, esta música parece ya haber nacido a la luz de la incomprensión y de la ignorancia general. Y todo ello parece asumido, desgraciadamente, por sus propios organizadores, a pesar de los notables esfuerzos, titánicos seguro, que habrán tenido que realizar para poder llevar a cabo esta edición, al igual que todas y cada una de las anteriores. Si uno consulta el programa del Festival, los horarios de los conciertos son absolutamente marginales: si a media tarde, media mañana, de un domingo, solo vamos al cine en sesión infantil, ¿por qué habíamos de entregarnos a esas horas a la energía inusitada de la creación contemporánea? Los Teatros del Canal brillan con luz propia como parte de los escenarios escogidos, pero la presencia repetida de algún modesto Centro Cultural o la Sala Manuel de Falla del Conservatorio Superior de Madrid (la música en conservatorios suena a música para músicos, una especie de molesta antropofagia) recuerda el carácter poco brillante del evento. Supongo que, a fin de cuentas, y por desgracia, la música culta no participa de la presencia mediática del rock o del pop. Y a mi, a pesar de que muchos de sus autores e intérpretes reivindiquen este elitismo, no me lleva si no a recordar a la persona que se automutila (convencida por oscuros propósitos que tan solo a ella le parecen razonables) y al niño que nace a la sombra de la vergüenza (la vergüenza de sus propios padres, porque los niños y la música vienen siempre al mundo para brillar con luz propia, cosa que comparten, por fortuna, como por desgracia en esta ocasión comparten horarios).

Al otro lado de la presencia mediática, del interés público, de la vergüenza social de sus creadores – del lado de los tipos sanos que no se maltratan a si mismos -, uno puede encontrarse con la 5ª edición del Festival Cultura Pop, que arranca el próximo día 13 de octubre, igualmente en Madrid. Esto, su impagable presencia en la calle, ya lo debió de sospechar alguien en su día, en el momento de la gestación del movimiento: asombrosa su capacidad para asimilar y utilizar el ruido - el sonoro con sus amplificadores y distorsiones, el social con sus revoluciones, el visual con sus estéticas. Quizás fuera discutible el peso artístico entre ambos festivales, pero en cuanto a optimismo vital, este supera con creces al resto de eventos culturales por estos lares - excluyendo, eso sí, la noticia del nuevo Premio Nobel de Literatura. Personalmente, seguiré de cerca esta 5ª Edición, ante un cartel pequeño pero ilusionante, que promete algún que otro buen concierto a cargo de alguna buena banda clásica y añeja.

El nuevo Nobel, sí, no nos olvidemos: más clásicos y eternos, aunque en este caso no sé si añejo o viejo. Vale, Saramago ha muerto, y, por unos años, poco podremos hacer en este aspecto, hasta que las luces de la Musas y las sombras del verdadero pensamiento humano iluminen el nacimiento de un nuevo creador de las letras de semejante calibre, y aún por encima, tan próximo a nosotros. Cuestión esta aparte, el reciente “nombramiento” del nuevo ilustre de la Literatura no deja de ser ruido del que no me gusta. Entre el debate sobre la suficiencia de sus méritos literarios, se cuelan aspectos políticos demasiado marcados como para ser olvidados, que nos llevan a muchos a pensar que, si bien sumamos el nombre del Maestro Portugués a la idea del Nobel literario, igualmente debemos unir la idea del ejercicio de la política dudosa con el nombre de Mario Vargas Llosa. Sé que las comparaciones son odiosas, pero es que estábamos hablando del Nobel, una cosa seria, y por ello no deben culparme: la primera fase del luto – y todavía estoy en ella -, consiste, precisamente, en la negación de la pérdida de lo querido.

Escribiremos, algún día, una Historia del Ruido.

Borja Costa
Borja Costa
lunes, 11 de octubre de 2010, 09:24 h (CET)
Este, entendido en cualquiera de sus acepciones, desde un punto de vista gráfico, auditivo o social, supone desde tiempos ya lejanos un elemento en base al cual valorar la aportación de una obra o un acto al legado universal de la Cultura. El hormigón desnudo o el óxido con sus irregularidades en la arquitectura, la falta deliberada de iluminación en la práctica cinematográfica, o el firme activismo social de los más destacados miembros del colectivo artístico, corrobora y fundamenta esta idea, a pesar de que inexplicablemente asistamos a un momento en el que ni unos ni otros tipos de ruido parezcan estar siendo demasiado considerados. Quizás alguien siga sin darse cuenta de que se impone el grito, de que la cómoda sociedad del bienestar ya no está entre nosotros, aunque no debemos culpar a nadie por ello: la primera fase del luto consiste, precisamente, en la negación de la pérdida de lo querido.

En arte sonoro, o música contemporánea, o silencio organizado - llámenlo ustedes como quieran porque para mi todo es lo mismo -, el ruido, en su acepción más pura y evidente, forma una parte maravillosa e inestimable del proceso creativo, si bien es aún más cierto el poco barullo que esta forma de arte crea en su acepción social. Sí, es triste. Asumidos por parte del público los aspectos más revolucionarios de ciertos lenguajes radicales, proyectos realizados en este campo nacen casi muertos, muy enfermos, en la esfera pública. Hoy, pienso en el COMA - Festival Internacional de Música COntemporánea de MAdrid. A pesar del alto nivel de su cartel, un verdadero saco en el que caben muchos y grandes nombres más o menos consagrados, esta música parece ya haber nacido a la luz de la incomprensión y de la ignorancia general. Y todo ello parece asumido, desgraciadamente, por sus propios organizadores, a pesar de los notables esfuerzos, titánicos seguro, que habrán tenido que realizar para poder llevar a cabo esta edición, al igual que todas y cada una de las anteriores. Si uno consulta el programa del Festival, los horarios de los conciertos son absolutamente marginales: si a media tarde, media mañana, de un domingo, solo vamos al cine en sesión infantil, ¿por qué habíamos de entregarnos a esas horas a la energía inusitada de la creación contemporánea? Los Teatros del Canal brillan con luz propia como parte de los escenarios escogidos, pero la presencia repetida de algún modesto Centro Cultural o la Sala Manuel de Falla del Conservatorio Superior de Madrid (la música en conservatorios suena a música para músicos, una especie de molesta antropofagia) recuerda el carácter poco brillante del evento. Supongo que, a fin de cuentas, y por desgracia, la música culta no participa de la presencia mediática del rock o del pop. Y a mi, a pesar de que muchos de sus autores e intérpretes reivindiquen este elitismo, no me lleva si no a recordar a la persona que se automutila (convencida por oscuros propósitos que tan solo a ella le parecen razonables) y al niño que nace a la sombra de la vergüenza (la vergüenza de sus propios padres, porque los niños y la música vienen siempre al mundo para brillar con luz propia, cosa que comparten, por fortuna, como por desgracia en esta ocasión comparten horarios).

Al otro lado de la presencia mediática, del interés público, de la vergüenza social de sus creadores – del lado de los tipos sanos que no se maltratan a si mismos -, uno puede encontrarse con la 5ª edición del Festival Cultura Pop, que arranca el próximo día 13 de octubre, igualmente en Madrid. Esto, su impagable presencia en la calle, ya lo debió de sospechar alguien en su día, en el momento de la gestación del movimiento: asombrosa su capacidad para asimilar y utilizar el ruido - el sonoro con sus amplificadores y distorsiones, el social con sus revoluciones, el visual con sus estéticas. Quizás fuera discutible el peso artístico entre ambos festivales, pero en cuanto a optimismo vital, este supera con creces al resto de eventos culturales por estos lares - excluyendo, eso sí, la noticia del nuevo Premio Nobel de Literatura. Personalmente, seguiré de cerca esta 5ª Edición, ante un cartel pequeño pero ilusionante, que promete algún que otro buen concierto a cargo de alguna buena banda clásica y añeja.

El nuevo Nobel, sí, no nos olvidemos: más clásicos y eternos, aunque en este caso no sé si añejo o viejo. Vale, Saramago ha muerto, y, por unos años, poco podremos hacer en este aspecto, hasta que las luces de la Musas y las sombras del verdadero pensamiento humano iluminen el nacimiento de un nuevo creador de las letras de semejante calibre, y aún por encima, tan próximo a nosotros. Cuestión esta aparte, el reciente “nombramiento” del nuevo ilustre de la Literatura no deja de ser ruido del que no me gusta. Entre el debate sobre la suficiencia de sus méritos literarios, se cuelan aspectos políticos demasiado marcados como para ser olvidados, que nos llevan a muchos a pensar que, si bien sumamos el nombre del Maestro Portugués a la idea del Nobel literario, igualmente debemos unir la idea del ejercicio de la política dudosa con el nombre de Mario Vargas Llosa. Sé que las comparaciones son odiosas, pero es que estábamos hablando del Nobel, una cosa seria, y por ello no deben culparme: la primera fase del luto – y todavía estoy en ella -, consiste, precisamente, en la negación de la pérdida de lo querido.

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