Ayer 7 de octubre se le entregaba el máximo galardón de las letras (el Nobel, salvo que alguien diga lo contrario) a Mario Vargas Llosa. Me gusta Llosa, siempre me han gustado sus primeras obras (sobre todo Conversación en la Catedral). La única obra de Vargas Llosa que no terminé fue La Ciudad y Los Perros porque en el transcurso de su lectura murió mi primer perrito (que se llamaba Leo y era un precioso y noble ejemplar de husky siberiano). Sí, decidí dejarla.
Descubría a Vargas Llosa en la facultad, cuando leía dos o tres novelas a la semana, cuando su nombre se juntó con los clásicos de lo que llamaron el boom latinoamericano. Me gustó muchísimo La Casa Verde por su construcción. No sé por qué pero me recordó a Faulkner… no sé por qué pero leí algo en él de mi bien-amado Joyce, de la estructura entrelazada siempre entre mágica y realista (que ni mágica ni realista). Vargas Llosa fue siempre un gran novelista… no estaba de acuerdo con su entrada en política pero era su decisión, no la mía… no estuve de acuerdo con algunas de sus últimas novelas porque siempre me supo a más el eco vanguardista de las primeras. ¿Quién no tiene entre las mejores incluso sus preferidas? ¿Quién no prefiere una carne a otra?
Hablan ahora los críticos sobre las etapas de Vargas Llosa… la que termina con mi favorita y la otra que empieza con Pantaleón y las Visitadoras o tal vez con La Tía Julia y el Escribidor… o tal vez todas sus obras sean parte de un gran mosaico que configura una vida en las letras.
Todo el merecimiento al nuevo Premio Nobel.
Dice la academia sueca: se le entrega el premio Nobel “por su cartografía de las estructuras del poder y su retrato de la revuelta y la derrota individual”. Otra vez más, y como siempre y por siempre, una duda: ¿un premio literario por relatar el poder? ¿Hablamos entonces más de un activista político que de un escritor? ¿Son causas directamente políticas las que han motivado la consecución de este premio? Desde luego, las palabras de los académicos suecos nos dejan llenos de dudas (sí, como siempre) y nos cuestionan no sobre la validez indudable de la literatura de Vargas Llosa ni sobre la magnitud de sus personajes universales, sino sobre la propia naturaleza del premio Nobel.
En 1946 un tal Herman Hesse ganó también el premio Nobel. Cuando le preguntaban sobre la consecución del premio y la posible relación entre su vena anti-nazi, ser alemán y el propio premio, reconocía abiertamente que era cierto. Las palabras de la academia sueca en aquella ocasión fueron igual de esquivas: atribuían el premio a los ideales humanitarios y sus altas cotas en el estilo.
Perdónenme que lance una pregunta al aire: ¿qué tienen que ver los ideales humanitarios con una buena novela? Conozco ciertas colecciones para niños plenas de llenos sentimientos cuyos autores, ni de lejos, merecerían recibir semejante galardón.
Si Vargas Llosa merece alguna alabanza por sus grandes acciones en el terreno social, bienvenidas sean y les sean dadas, pero que nadie diga (otra vez) que se le concede un premio literario por cuestiones extra-literarias porque la literatura del señor Vargas Llosa merece el premio Nobel sin que ni ellos mismos tengan que justificar la validez del premio en lo políticamente correcto.
Así, señores académicos, un premio gigante parece un premio dado por motivos políticos, el gran premio parece un premio más entregado por un jurado que más allá de premiar la literatura premia la política y el buen comportamiento por encima de valores literarios que, permítanme, serán siempre los que aporten o resten valor a la obra literaria.
Que le den el Nobel a Vargas Llosa, que se lo den por buen escritor, por buen prosista y dramaturgo…
Que lo era.