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Edward Schumacher-Matos

Reflexiones sobre el futuro de Cuba

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¿Es el principio del fin de los hermanos Castro en Cuba, y en caso afirmativo, qué debería de hacer Washington?

El anuncio el lunes de que, durante los próximos seis meses, Cuba va a despedir a 500.000 trabajadores - el 10 por ciento completo de la población activa de un país de 11 millones de habitantes - supone un cambio mucho más radical que cualquiera de los anteriores flirteos mantenidos por la isla con el libre mercado, y un reconocimiento extraordinario de fracaso.

Los despidos ya han empezado, y la cuestión es si Raúl Castro, el defensor del plan, puede controlar la implantación de esta perestroika mucho más que Mijail Gorbachov en la Unión Soviética.

Personalmente lo dudo. Raúl es un admirador del modelo chino de libertad económica y dictadura política, pero Cuba no es China. Fidel tiene 84 años, Raúl 79, y no han permitido que nadie sea preparado para reemplazarles. El gobierno cubano reprime a su población, pero el fervor revolucionario del país ha desaparecido hace mucho. No hay percepción unificadora nacional de misión para relevarlo.

El icónico Fidel sigue disfrutando de cierto apoyo popular, y ha habido cierta especulación en torno a lo que se refería exactamente cuando dijo al periodista del Atlantic que "el modelo cubano no funciona ni siquiera en nuestro caso". El viernes decía a los estudiantes de la Universidad de La Habana que simplemente estaba reflexionando en voz alta. Pero los despidos son prueba difícil de refutar de que conviene con el cambio o bien de que a estas alturas él es irrelevante.

Lo segundo es improbable, aunque desde que Fidel cayó enfermo hace cuatro años y dejó el control directo en manos de su hermano, la relación entre los dos ha sido oscura.

Y nadie de la administración estadounidense, desafortunadamente, se interesa lo suficiente para aclararlo. La CIA, escaldada con los topos y la desinformación cubana, ha llegado a la comprensible conclusión de que la empobrecida Cuba dista de ser una amenaza para Estados Unidos -- o para cualquiera -- y que por tanto no vale el esfuerzo.

Esto deja gran parte de la doctrina gubernamental en manos de acalorados exiliados y charlatanes políticos, en el Congreso algunos, que sólo aspiran a castigar a los Castro. Sin duda se pueden mencionar argumentos razonables en la línea del Senador Demócrata de Nueva Jersey Robert Menéndez o la Representante Republicana de Florida Ileana Ros-Lehtinen, apuntando que la presión puede forzar la libertad, en particular ahora que la economía cubana está contra las cuerdas.

La administración Obama, siguiendo la tónica de empollón típica, mide sus respuestas. Ha facilitado que los cubano-americanos visiten la isla y envíen remesas de dinero a los parientes allí, y dentro de poco podría ampliar la iniciativa a los intercambios culturales, deportivos y otras variantes "caso por caso" mientras Cuba responda con medidas como la reciente liberación de 26 presos políticos y la liberación prometida de otros 26.

Pero el principio de castigo es el mismo y lleva 50 años fracasando. Hasta la mayoría de los disidentes dentro de Cuba es contraria al embargo. Los hermanos Castro se valen de él para suscitar el apoyo interno. En especial hacen campaña con el temor a que los cubano-americanos vuelvan y, con el respaldo del gobierno estadounidense, reclamen los domicilios a los inquilinos que residen en ellos ahora, según estipula la Ley Helms-Burton de 1996.

El embargo debe ser levantado unilateralmente como una forma de echar abajo los últimos puntales que sustentan la dictadura. Deberíamos inundar la isla de turistas estadounidenses y dinero en un momento en que los Castro van a tener dificultades para rechazarlos o controlarlos. A falta de eso, el Congreso debería anular la medida de reclamaciones de la Helms-Burton, que no tiene precedentes en el código estadounidense.

Cuba está realmente en crisis. Está tan necesitada de una divisa sólida que ha recortado las necesarias importaciones agrícolas e industriales, ha congelado las cuentas de compensación y sufre escasez de todo desde pasta de dientes a patatas. El turismo es escaso, los precios del níquel están en mínimos y los alrededor de 5.000 millones de dólares en subsidios anuales procedentes del venezolano Hugo Chávez son inciertos.

Los despidos son una jugada imponente. Alrededor del 85% de los cubanos trabaja para el estado, y no está claro que el minúsculo sector privado pueda absorber a medio millón de trabajadores. Los informes cubanos internos esperan inquietud social. El salario mensual medio es de sólo 20 dólares, pero la mayoría de los bienes de consumo están cubiertos por un contrato colectivo en el que los cubanos renuncian a la libertad política a cambio de un puesto de trabajo garantizado y una protección mínima.

Ese contrato está ahora roto. A menos que queramos que medio millón de personas se suban a neumáticos y pequeñas embarcaciones con destino a Florida, debemos responder con inteligencia.

Reflexiones sobre el futuro de Cuba

Edward Schumacher-Matos
Edward Schumacher-Matos
viernes, 17 de septiembre de 2010, 07:31 h (CET)
¿Es el principio del fin de los hermanos Castro en Cuba, y en caso afirmativo, qué debería de hacer Washington?

El anuncio el lunes de que, durante los próximos seis meses, Cuba va a despedir a 500.000 trabajadores - el 10 por ciento completo de la población activa de un país de 11 millones de habitantes - supone un cambio mucho más radical que cualquiera de los anteriores flirteos mantenidos por la isla con el libre mercado, y un reconocimiento extraordinario de fracaso.

Los despidos ya han empezado, y la cuestión es si Raúl Castro, el defensor del plan, puede controlar la implantación de esta perestroika mucho más que Mijail Gorbachov en la Unión Soviética.

Personalmente lo dudo. Raúl es un admirador del modelo chino de libertad económica y dictadura política, pero Cuba no es China. Fidel tiene 84 años, Raúl 79, y no han permitido que nadie sea preparado para reemplazarles. El gobierno cubano reprime a su población, pero el fervor revolucionario del país ha desaparecido hace mucho. No hay percepción unificadora nacional de misión para relevarlo.

El icónico Fidel sigue disfrutando de cierto apoyo popular, y ha habido cierta especulación en torno a lo que se refería exactamente cuando dijo al periodista del Atlantic que "el modelo cubano no funciona ni siquiera en nuestro caso". El viernes decía a los estudiantes de la Universidad de La Habana que simplemente estaba reflexionando en voz alta. Pero los despidos son prueba difícil de refutar de que conviene con el cambio o bien de que a estas alturas él es irrelevante.

Lo segundo es improbable, aunque desde que Fidel cayó enfermo hace cuatro años y dejó el control directo en manos de su hermano, la relación entre los dos ha sido oscura.

Y nadie de la administración estadounidense, desafortunadamente, se interesa lo suficiente para aclararlo. La CIA, escaldada con los topos y la desinformación cubana, ha llegado a la comprensible conclusión de que la empobrecida Cuba dista de ser una amenaza para Estados Unidos -- o para cualquiera -- y que por tanto no vale el esfuerzo.

Esto deja gran parte de la doctrina gubernamental en manos de acalorados exiliados y charlatanes políticos, en el Congreso algunos, que sólo aspiran a castigar a los Castro. Sin duda se pueden mencionar argumentos razonables en la línea del Senador Demócrata de Nueva Jersey Robert Menéndez o la Representante Republicana de Florida Ileana Ros-Lehtinen, apuntando que la presión puede forzar la libertad, en particular ahora que la economía cubana está contra las cuerdas.

La administración Obama, siguiendo la tónica de empollón típica, mide sus respuestas. Ha facilitado que los cubano-americanos visiten la isla y envíen remesas de dinero a los parientes allí, y dentro de poco podría ampliar la iniciativa a los intercambios culturales, deportivos y otras variantes "caso por caso" mientras Cuba responda con medidas como la reciente liberación de 26 presos políticos y la liberación prometida de otros 26.

Pero el principio de castigo es el mismo y lleva 50 años fracasando. Hasta la mayoría de los disidentes dentro de Cuba es contraria al embargo. Los hermanos Castro se valen de él para suscitar el apoyo interno. En especial hacen campaña con el temor a que los cubano-americanos vuelvan y, con el respaldo del gobierno estadounidense, reclamen los domicilios a los inquilinos que residen en ellos ahora, según estipula la Ley Helms-Burton de 1996.

El embargo debe ser levantado unilateralmente como una forma de echar abajo los últimos puntales que sustentan la dictadura. Deberíamos inundar la isla de turistas estadounidenses y dinero en un momento en que los Castro van a tener dificultades para rechazarlos o controlarlos. A falta de eso, el Congreso debería anular la medida de reclamaciones de la Helms-Burton, que no tiene precedentes en el código estadounidense.

Cuba está realmente en crisis. Está tan necesitada de una divisa sólida que ha recortado las necesarias importaciones agrícolas e industriales, ha congelado las cuentas de compensación y sufre escasez de todo desde pasta de dientes a patatas. El turismo es escaso, los precios del níquel están en mínimos y los alrededor de 5.000 millones de dólares en subsidios anuales procedentes del venezolano Hugo Chávez son inciertos.

Los despidos son una jugada imponente. Alrededor del 85% de los cubanos trabaja para el estado, y no está claro que el minúsculo sector privado pueda absorber a medio millón de trabajadores. Los informes cubanos internos esperan inquietud social. El salario mensual medio es de sólo 20 dólares, pero la mayoría de los bienes de consumo están cubiertos por un contrato colectivo en el que los cubanos renuncian a la libertad política a cambio de un puesto de trabajo garantizado y una protección mínima.

Ese contrato está ahora roto. A menos que queramos que medio millón de personas se suban a neumáticos y pequeñas embarcaciones con destino a Florida, debemos responder con inteligencia.

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