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Eduardo Cassano

Aún hay esperanza

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Acaban de aprobar en el Senado la nueva reforma laboral. Una vez más, el Gobierno ha sacado adelante sus planes gracias al absentismo de los nacionales catalanes y vascos, y sin duda septiembre –con una huelga general en marcha- será un mes tenso para los políticos, sindicatos y trabajadores, que son los principales perjudicados.

Mientras sigo leyendo la noticia, me sorprende que el texto aprobado incluye ‘la reducción de 100 a 30 días de período de gracia del que disponen los parados para rechazar un trabajo o curso’. Es decir, hasta ahora un parado podía permitirse el lujo de cobrar el paro, después la ayuda y además rechazar ofertas de trabajo durante 100 días si no las consideraba lo suficientemente interesantes para su nivel, mientras otras personas con ganas de trabajar no consiguen siquiera una entrevista. Y, por supuesto, son los primeros en quejarse de lo mal que va el país, lo mal que gobiernan los que están (sin importar los que sean), y a ser posible con una cerveza en la mano rodeado de amigos en el bar.

Por lo visto los sindicatos quieren negociar porque no están contentos, claro, y mucho menos los parados, cómo no; los únicos que parecen estar contentos hoy en día son los que disponen de un sueldo a final de mes, sin mirar demasiado su cartera llena de títulos, diplomas y valores, o su futuro laboral, basándose más en la realidad económica presente que padecemos todos. Supongo que la diferencia, al final, entre los que trabajan y los que no es una simple cuestión de voluntad, empeño y probabilidades: cuántas más puertas llames, más probabilidades tendrás de encontrar trabajo; cuántas más cervezas tomes en el bar, menos probabilidades tendrás de encontrar trabajo, aunque eso sí, seguramente harás más amistades.

A veces creo que en lugar de evolucionar, con el conocimiento que otorga los años y las experiencias y toda esta tecnología que nos rodea, vamos retrocediendo cada vez más en el tiempo. De hecho he tenido la oportunidad de poder comprobarlo personalmente esta misma semana.

Cada mañana cojo el tren en la misma estación, casi siempre a la misma hora, y casi siempre también observo al mismo hombre, con un porte y elegancia digno de admiración, saltar por encima de los tornos, supongo que por rebeldía –no sé- y no por una mera cuestión económica. El otro día a última hora de la tarde volví a la estación y en esta ocasión, mientras subía por las escaleras mecánicas, observé a tres niños en ese mismo torno; dos ya lo habían pasado (no llegué a ver si pagando o no) y el tercero estaba pasando la tarjeta justo cuando llegué al vestíbulo pero no le dejaba pasar; la prisa de los otros dos niños y el tren en el andén no le inquietaron, y tras intentarlo un par de veces más, lejos de saltar el torno y salir corriendo como haría cualquier niño de su edad, o ese hombre que veo habitualmente por las mañanas, el niño se fue tranquilamente a pedir explicaciones a la taquilla.

Reconozco que me sorprendió, incluso me alegró porque pensé que aún quedaba esa esperanza de tratar de hacer las cosas bien. Supongo que también es porque no puedo decir que yo de pequeño hubiera actuado del mismo modo, sobre todo cuando al cruzarme con él observé que la taquilla estaba cerrada, por esa fabulosa atención al cliente que nos dirige a una máquina expendedora de billetes o en su defecto, cuando está, al vigilante de seguridad.

No quise mirar atrás y ver la decisión que tomó aquél niño, pero cualquiera que fuera estuvo bien. En ese momento en el que salí a la calle y estaba oscuro, recordé una vez más al hombre que habitualmente me encuentro por las mañanas, y fue cuando caí en la cuenta de que, al igual que esta metáfora, cuanto más pasa el tiempo peor hacemos las cosas.

En realidad no sé vivo en el presente de ese hombre, que cuando era niño perdió la paciencia en ese mismo torno, o en el pasado de ese niño que una vez fue responsable como sus padres le enseñaron. De cualquier modo, uno está acostumbrado a ver a hombres comportándose como niños cada día, por lo que prefiero pensar que me encontré a un niño actuando como el buen hombre que será de mayor; aún hay esperanza.

Aún hay esperanza

Eduardo Cassano
Eduardo Cassano
viernes, 27 de agosto de 2010, 03:42 h (CET)
Acaban de aprobar en el Senado la nueva reforma laboral. Una vez más, el Gobierno ha sacado adelante sus planes gracias al absentismo de los nacionales catalanes y vascos, y sin duda septiembre –con una huelga general en marcha- será un mes tenso para los políticos, sindicatos y trabajadores, que son los principales perjudicados.

Mientras sigo leyendo la noticia, me sorprende que el texto aprobado incluye ‘la reducción de 100 a 30 días de período de gracia del que disponen los parados para rechazar un trabajo o curso’. Es decir, hasta ahora un parado podía permitirse el lujo de cobrar el paro, después la ayuda y además rechazar ofertas de trabajo durante 100 días si no las consideraba lo suficientemente interesantes para su nivel, mientras otras personas con ganas de trabajar no consiguen siquiera una entrevista. Y, por supuesto, son los primeros en quejarse de lo mal que va el país, lo mal que gobiernan los que están (sin importar los que sean), y a ser posible con una cerveza en la mano rodeado de amigos en el bar.

Por lo visto los sindicatos quieren negociar porque no están contentos, claro, y mucho menos los parados, cómo no; los únicos que parecen estar contentos hoy en día son los que disponen de un sueldo a final de mes, sin mirar demasiado su cartera llena de títulos, diplomas y valores, o su futuro laboral, basándose más en la realidad económica presente que padecemos todos. Supongo que la diferencia, al final, entre los que trabajan y los que no es una simple cuestión de voluntad, empeño y probabilidades: cuántas más puertas llames, más probabilidades tendrás de encontrar trabajo; cuántas más cervezas tomes en el bar, menos probabilidades tendrás de encontrar trabajo, aunque eso sí, seguramente harás más amistades.

A veces creo que en lugar de evolucionar, con el conocimiento que otorga los años y las experiencias y toda esta tecnología que nos rodea, vamos retrocediendo cada vez más en el tiempo. De hecho he tenido la oportunidad de poder comprobarlo personalmente esta misma semana.

Cada mañana cojo el tren en la misma estación, casi siempre a la misma hora, y casi siempre también observo al mismo hombre, con un porte y elegancia digno de admiración, saltar por encima de los tornos, supongo que por rebeldía –no sé- y no por una mera cuestión económica. El otro día a última hora de la tarde volví a la estación y en esta ocasión, mientras subía por las escaleras mecánicas, observé a tres niños en ese mismo torno; dos ya lo habían pasado (no llegué a ver si pagando o no) y el tercero estaba pasando la tarjeta justo cuando llegué al vestíbulo pero no le dejaba pasar; la prisa de los otros dos niños y el tren en el andén no le inquietaron, y tras intentarlo un par de veces más, lejos de saltar el torno y salir corriendo como haría cualquier niño de su edad, o ese hombre que veo habitualmente por las mañanas, el niño se fue tranquilamente a pedir explicaciones a la taquilla.

Reconozco que me sorprendió, incluso me alegró porque pensé que aún quedaba esa esperanza de tratar de hacer las cosas bien. Supongo que también es porque no puedo decir que yo de pequeño hubiera actuado del mismo modo, sobre todo cuando al cruzarme con él observé que la taquilla estaba cerrada, por esa fabulosa atención al cliente que nos dirige a una máquina expendedora de billetes o en su defecto, cuando está, al vigilante de seguridad.

No quise mirar atrás y ver la decisión que tomó aquél niño, pero cualquiera que fuera estuvo bien. En ese momento en el que salí a la calle y estaba oscuro, recordé una vez más al hombre que habitualmente me encuentro por las mañanas, y fue cuando caí en la cuenta de que, al igual que esta metáfora, cuanto más pasa el tiempo peor hacemos las cosas.

En realidad no sé vivo en el presente de ese hombre, que cuando era niño perdió la paciencia en ese mismo torno, o en el pasado de ese niño que una vez fue responsable como sus padres le enseñaron. De cualquier modo, uno está acostumbrado a ver a hombres comportándose como niños cada día, por lo que prefiero pensar que me encontré a un niño actuando como el buen hombre que será de mayor; aún hay esperanza.

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