Existen teorías sobre la adquisición del lenguaje que dicen que uno no interioriza realmente lo que algo “es” hasta que es expuesto a ello, se le señala y se pronuncia el nombre en cuestión. Un niño aprendería qué es un tigre cuando un adulto (que habría sido sometido al mismo tiempo a un procedimiento similar) le llevase al zoo y, ante el recinto de los tigres, señalase a uno de ellos diciendo: “eso es un tigre”.
Esto, obviamente, es sólo asumible en los sustantivos, para los cuales hay algo que mostrar. Se escapan a esta explicación el aprendizaje de los colores (siempre aferrados a un soporte), los nombres abstractos, los verbos y adjetivos (siempre aferrados a un sujeto) y las partes invariables de la oración.
Cuando uno se propone definir a qué se refiere cuando usa un término que no es un sustantivo, la cosa se complica bastante por ese camino. Esos referentes que no se muestran ante los ojos o cualquier otro medio sensitivo, se dan por la célebre vía de la experiencia.
En ésta, la realidad se mezcla con la fantasía y con las experiencias pasadas también en cierto grado fantasiosas. Un tigre es un tigre y un zapato es un zapato. Pero, ¿cómo podemos reconocer, pongamos, a un racista cuando lo vemos? ¿Cómo podemos saber qué es un racista? Mucho me temo que a un racista no se le puede identificar tan claramente como a los tigres en el zoo.
Esta semana, a raíz del asunto de la frontera entre Marruecos y España, he visitado algunas ediciones digitales de diarios españoles y siempre había un comentario relativo al racismo. En todos los casos la palabra “racista” se usaba en un contexto emocional intenso, en el que era imposible aislar un terreno objetivo.
En su uso se mostraban preconcepciones relativas a sistemas económico-sociales ligados al contexto y la circunstancia de cada autor de un comentario.
Los juicios de los autores no permitían un uso consensuado del término. Queda claro que tiene generalmente un sentido negativo, pero las razones que llevan a emplearlo no se pueden distinguir del ambiente del locutor. Así, a la hora de definir el racismo (o el amor) de una manera universalmente válida, no podemos hacer otra cosa que empezar con una limitación del tipo “para mí es…”. Y algo que es sólo para mí, si ha de utilizarse en sociedad, no es.