BOSTON -- La victoria judicial con la que se alza esta semana la administración Obama en Arizona no va a hacer que se esfume la desagradable tensión nacional surgida a tenor de la inmigración ilegal. El presidente tiene que aprovechar este breve lapso, distanciarse del atasco de Washington para ganar perspectiva y recordar lo que cada presidente desde Ronald Reagan a él ha intentado hacer.
Si lo hace, tendrá que plantearse: ¿Por qué no adoptar el plan de seguridad fronteriza de 10 puntos de John McCain?
Respuesta: debería aceptarlo. Ya. O inmediatamente después de las primarias de Arizona el 24 agosto.
La esfera de consejeros políticos y Demócratas pro-inmigración pondrá pegas, pero ellos están atascados dentro de un marco intelectual que ya no tiene validez. Con razón o sin ella, la paciencia de la opinión pública con la inmigración ilegal se ha agotado. A Barack Obama, como a George W. Bush antes, no le queda más opción política ni legal que hacer respetar la ley. El creciente presupuesto de orden público -- alrededor de 10 veces mayor que el de 1993 -- está reduciendo la entrada de inmigrantes nuevos.
Pero también está obligando a Obama a hacer lo que los demás presidentes y él han intentado evitar: deportar a los inmigrantes en situación irregular que son honestos y trabajadores, la mayoría con familia, y que forman parte integral de la economía estadounidense. Sólo este año, la administración Obama va camino de deportar a alrededor de 400.000 inmigrantes en situación irregular -- siendo sólo un porcentaje minúsculo de ellos delincuentes -- de entre una población que se estima por debajo de los 11 millones.
Casi el 5% de la mano de obra de la nación está compuesta por inmigrantes irregulares. Importantes sectores de la industria agrícola, la construcción y el ocio y la hostelería correrían el riesgo de derrumbarse si se deportara a la mano de obra. Según la Oficina del Censo, los inmigrantes en situación irregular suponen el 19% de la mano de obra de la construcción y el mantenimiento de infraestructuras y servicios; el 17% de los operarios; y el 12% de los trabajadores de la cadena de alimentación.
Es fácil decir que los estadounidenses en paro ocuparían estos puestos de trabajo, pero el trastorno económico necesario para pasar de esta situación a aquélla -- suponiendo que sea posible, lo que en gran medida no es -- sería desastroso en un momento en que la nación está luchando por recuperarse de una acusada recesión.
La mayor parte de estos inmigrantes forman ya parte de nosotros. Algunos estadounidenses están obsesionados culpando a los inmigrantes de ser irregulares, pero no reconocen que como nación somos igual de culpables que estos jardineros, empleados de cocina, niñeras, enfermeros de atención a domicilio y empleados de explotación avícola. La contratación de mano de obra en situación irregular formó parte de un sistema laboral aceptado tácitamente por los granjeros del suroeste en la década de los años 60 y extendido por capataces y consumidores de todo el país, actuando todos de forma ilegal.
Los inmigrantes irregulares ayudaron a alimentar la enorme expansión económica de la década de los 90 y posteriores hasta 2007. Es cierto que hay que repartir un pastel más pequeño a causa de la recesión entre más bocas, pero eso es lo que se hace en una familia o comunidad.
Puede que sea éste el motivo de que en las encuestas, la mayoría de los estadounidenses diga querer regularizar a los que están aquí al tiempo que respaldan la ley de Arizona como forma de impedir que vengan más. En una encuesta CNN/Opinion Research difundida esta semana, el 81% entero dice estar a favor de "crear un programa que permita a los inmigrantes en situación irregular residentes aquí en Estados Unidos un cierto número de años quedarse aquí y solicitar la regularización permaneciendo en este país si tienen un puesto de trabajo y se ponen al día con los impuestos".
Pero Obama sigue enfrascado con sus partidarios tratando de cerrar desfasadas negociaciones que canjearían la regularización por una vigilancia que ya se está haciendo.
Obama debería celebrar un encuentro en la frontera con los senadores del suroeste, aceptar el plan de McCain y el Senador Jon Kyl, también de Arizona, y decir que remite la legislación que conduce a la regularización. En privado, debería desafiar a los Republicanos del suroeste a aceptar el mérito de la implantación de la ley o quedar expuestos a la irresponsabilidad económica y moral si siguen exigiendo que las medidas de orden público se implanten "primero", cosa en la que no creen realmente según sugieren sus antecedentes.
El plan McCain-Kyl moviliza 6.000 efectivos regulares de la Guardia Nacional, más agentes de la Patrulla de Fronteras, vehículos no tripulados de vigilancia y amplía un programa que encarcela bajo cargos criminales a los que reincidan en su entrada ilegal en el país.
McCain, antes vulnerable, ahora va camino de la reelección. Es el eje del Senado. Su plan puede constituir una legislación más grandilocuente que eficaz, pero la alternativa es la deportación constante de casi 11 millones de personas. Todos lo acusaríamos.