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Kathleen Parker

Verdades crudas, asientos mullidos

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WASHINGTON -- En ocasiones es necesario un estudio científico para sacar a la luz lo evidente. El descubrimiento más reciente -- que el sentido del tacto influencia la forma en que percibimos las cosas -- es algo así como la señal de advertencia del humo que sale de una taza de café.

Todo hijo de vecino sabe que derramar un líquido caliente sobre el regazo produce sensación de quemadura, todo hijo de vecino sabe que el tacto traslada información acerca del objeto o la persona que se toca. La pregunta es: ¿Cómo interpretamos esta información? ¿Y qué acciones podemos emprender en respuesta?

Joshua M. Ackerman, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, pretendía responder a esas preguntas a través de una serie de experimentos psicológicos. Llegó a la conclusión de que la textura, la dureza y el peso del objeto influencian nuestros juicios y decisiones.

De nuevo, lo evidente: El peso transmite importancia ("cuestiones de peso") y la dureza se asocia con la solidez. Por fin entendemos la mecánica de los bancos de las iglesias.

A pesar de lo cantado de estos resultados, las implicaciones son significativas. La forma en que sintamos las cosas literalmente puede influenciarlo todo, desde nuestras decisiones a la hora de votar hasta el momento de gastar dinero, pasando por la interacción con los demás.

En un experimento, por ejemplo, Ackerman repartió carpetas entre 54 voluntarios que contenían el currículum de un aspirante a ocupar una vacante. Los que tenían las carpetas más pesadas pusieron notas más altas al candidato, deduciendo que el aspirante era más serio.

En otro experimento, a los voluntarios se les pidió que completaran un rompecabezas con piezas que eran lisas o rugosas, tras lo cual leían una crónica social. ¿Adivina quiénes interpretaron la interacción de forma más antagonista? Esta interpretación preclara también afectaba a las decisiones posteriores, siendo el grupo de las piezas rugosas más propenso a la negociación inflexible.

Al parecer, no es necesario tocar las cosas sólo con las manos para recibir sensaciones de algo. Nuestra parte posterior es igualmente receptiva a los mensajes sólidos. De ahí el experimento de las sillas, en el que se pedía a los voluntarios que pujaran por un vehículo. El vendedor se negaría a la primera oferta y se produciría inmediatamente una segunda puja.

Los que ocupaban sillas más duras realizaban segundas pujas más bajas que los sentados en sillas más blandas.

Podríamos hacer extrapolaciones a nuestra vida personal, pero parece inteligente que aquellas deseosas de conservar su virtud en el mundo de las citas eviten los cojines. ¿Y por qué no hacer algo más cómodas esas butacas de las Naciones Unidas? ¿Podemos empezar a exportar sillas reclinables a Oriente Medio?

Tales reflexiones llevaron a mi mente propensa a la distracción al asunto de los libros y demás productos de lectura basados en la tala de árboles en la era digital. Pertenezco a ese subgrupo de individuos que huelen los libros antes de leerlos. (Si usted no se lleva los libros a la nariz, no tenemos nada más que discutir).

La experiencia táctil de la lectura es también crucialmente importante para mi placer lector. Sostener un libro en las manos no es comparable a nada menos el contacto del bebé con su manta favorita. De acuerdo con los hallazgos de Ackerman, una tapa dura es mejor que una edición de bolsillo precisamente porque es más sólida, más pesada y, por tanto, más permanente, más importante, mejor.

¿Pero tocar las palabras de una página impresa en lugar de leerlas en la red puede ser relevante también para la opinión y la comprensión de uno? ¿Están las palabras consignadas al papel tangible y tácticamente compensador destinadas a permanecer en nuestra mente más que las que flotan en objetos con forma de tabletas rígidas dependientes del ciclo de vida de una batería o sujetas a la vida de un pulso de luz?

Admitámoslo: las historias que se quieren estudiar con detenimiento se imprimen. Considere también la diferencia radical que atribuimos a la letra escrita en contraste con un correo electrónico. Hasta un correo impreso parece más importante -- más concreto -- que lo que vemos en el monitor. Es, lamentablemente, más humano.

Parte del placer de una carta real que llega por el correo ordinario no es sólo el esfuerzo en juego a la hora de llevar las palabras al papel, sino también el hecho de que el escritor de la carta ha tocado el mismo pedazo de papel. El intercambio en juego no es sólo un acto de comunicación, sino de intimidad.

Todos formamos parte de este enorme experimento digital y desconocemos a dónde nos conduce. Pero el vacío táctil inherente entre medias no puede ser insignificante. A primera vista, se diría que nuestras comunicaciones tecnológicamente avanzadas, aunque milagrosas en términos de velocidad y acceso, se han vuelto más difíciles y hostiles con el medio.

Dialogar y tocar a alguien se ha vuelto más fácil que nunca, pero nunca llegamos a establecer contacto realmente. Agachados sobre nuestros teclados, tecleando y cliqueando mensajes al inmenso Otro, nos hemos convertido en un universo de llaneros solitarios en compañía de nuestra propia certeza.

Puede que lo que el mundo necesite ahora sea una silla de escritorio más blanda y acogedora.

Verdades crudas, asientos mullidos

Kathleen Parker
Kathleen Parker
viernes, 9 de julio de 2010, 00:41 h (CET)
WASHINGTON -- En ocasiones es necesario un estudio científico para sacar a la luz lo evidente. El descubrimiento más reciente -- que el sentido del tacto influencia la forma en que percibimos las cosas -- es algo así como la señal de advertencia del humo que sale de una taza de café.

Todo hijo de vecino sabe que derramar un líquido caliente sobre el regazo produce sensación de quemadura, todo hijo de vecino sabe que el tacto traslada información acerca del objeto o la persona que se toca. La pregunta es: ¿Cómo interpretamos esta información? ¿Y qué acciones podemos emprender en respuesta?

Joshua M. Ackerman, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, pretendía responder a esas preguntas a través de una serie de experimentos psicológicos. Llegó a la conclusión de que la textura, la dureza y el peso del objeto influencian nuestros juicios y decisiones.

De nuevo, lo evidente: El peso transmite importancia ("cuestiones de peso") y la dureza se asocia con la solidez. Por fin entendemos la mecánica de los bancos de las iglesias.

A pesar de lo cantado de estos resultados, las implicaciones son significativas. La forma en que sintamos las cosas literalmente puede influenciarlo todo, desde nuestras decisiones a la hora de votar hasta el momento de gastar dinero, pasando por la interacción con los demás.

En un experimento, por ejemplo, Ackerman repartió carpetas entre 54 voluntarios que contenían el currículum de un aspirante a ocupar una vacante. Los que tenían las carpetas más pesadas pusieron notas más altas al candidato, deduciendo que el aspirante era más serio.

En otro experimento, a los voluntarios se les pidió que completaran un rompecabezas con piezas que eran lisas o rugosas, tras lo cual leían una crónica social. ¿Adivina quiénes interpretaron la interacción de forma más antagonista? Esta interpretación preclara también afectaba a las decisiones posteriores, siendo el grupo de las piezas rugosas más propenso a la negociación inflexible.

Al parecer, no es necesario tocar las cosas sólo con las manos para recibir sensaciones de algo. Nuestra parte posterior es igualmente receptiva a los mensajes sólidos. De ahí el experimento de las sillas, en el que se pedía a los voluntarios que pujaran por un vehículo. El vendedor se negaría a la primera oferta y se produciría inmediatamente una segunda puja.

Los que ocupaban sillas más duras realizaban segundas pujas más bajas que los sentados en sillas más blandas.

Podríamos hacer extrapolaciones a nuestra vida personal, pero parece inteligente que aquellas deseosas de conservar su virtud en el mundo de las citas eviten los cojines. ¿Y por qué no hacer algo más cómodas esas butacas de las Naciones Unidas? ¿Podemos empezar a exportar sillas reclinables a Oriente Medio?

Tales reflexiones llevaron a mi mente propensa a la distracción al asunto de los libros y demás productos de lectura basados en la tala de árboles en la era digital. Pertenezco a ese subgrupo de individuos que huelen los libros antes de leerlos. (Si usted no se lleva los libros a la nariz, no tenemos nada más que discutir).

La experiencia táctil de la lectura es también crucialmente importante para mi placer lector. Sostener un libro en las manos no es comparable a nada menos el contacto del bebé con su manta favorita. De acuerdo con los hallazgos de Ackerman, una tapa dura es mejor que una edición de bolsillo precisamente porque es más sólida, más pesada y, por tanto, más permanente, más importante, mejor.

¿Pero tocar las palabras de una página impresa en lugar de leerlas en la red puede ser relevante también para la opinión y la comprensión de uno? ¿Están las palabras consignadas al papel tangible y tácticamente compensador destinadas a permanecer en nuestra mente más que las que flotan en objetos con forma de tabletas rígidas dependientes del ciclo de vida de una batería o sujetas a la vida de un pulso de luz?

Admitámoslo: las historias que se quieren estudiar con detenimiento se imprimen. Considere también la diferencia radical que atribuimos a la letra escrita en contraste con un correo electrónico. Hasta un correo impreso parece más importante -- más concreto -- que lo que vemos en el monitor. Es, lamentablemente, más humano.

Parte del placer de una carta real que llega por el correo ordinario no es sólo el esfuerzo en juego a la hora de llevar las palabras al papel, sino también el hecho de que el escritor de la carta ha tocado el mismo pedazo de papel. El intercambio en juego no es sólo un acto de comunicación, sino de intimidad.

Todos formamos parte de este enorme experimento digital y desconocemos a dónde nos conduce. Pero el vacío táctil inherente entre medias no puede ser insignificante. A primera vista, se diría que nuestras comunicaciones tecnológicamente avanzadas, aunque milagrosas en términos de velocidad y acceso, se han vuelto más difíciles y hostiles con el medio.

Dialogar y tocar a alguien se ha vuelto más fácil que nunca, pero nunca llegamos a establecer contacto realmente. Agachados sobre nuestros teclados, tecleando y cliqueando mensajes al inmenso Otro, nos hemos convertido en un universo de llaneros solitarios en compañía de nuestra propia certeza.

Puede que lo que el mundo necesite ahora sea una silla de escritorio más blanda y acogedora.

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