La muerte lo cambia todo. Hay quien dice que el ser humano vive enteramente para la muerte, que planifica su vida y proyecta sus aspiraciones siempre teniendo en cuenta que esto, llegado el momento, se acaba. Ése mismo diría, con gran claridad, que el ser humano es un ser-para-la-muerte.
Es fácil darse cuenta de esto. La vida suele dar constantemente muestras de fragilidad, no solamente en la propia existencia, sino en la visión de la muerte de semejantes. Si esos semejantes son, además, cercanos a nuestra edad o cercanos a la edad de alguien importante para nosotros, la sensación de ligazón con el cosmos parece deshacerse.
Aparece entonces la duda y la pregunta por el sentido, un sentido que no sería justo ni productivo buscarlo fuera de uno mismo. Porque al extraer el sentido se pasa de ser condicionado por el mundo a depender enteramente de él. Eso, a su vez, exime de responsabilidad al individuo y la traspasa siempre a todo lo que no soy yo.
El estar condicionado por el entorno supone un ejercicio de responsabilidad que, en primer lugar, alude al instinto de conservación de la vida, el instinto de supervivencia. La muerte suele irrumpir por la acción del entorno, pero hay momentos en los que la decisión responsable puede postergarla. También puede darse todo lo contrario.
Cuando esto pasa, el error se nos hace tan presente que pretendemos esconderlo volviéndonos siempre hacia afuera, culpando a cualquier elemento que conviva con nosotros. En el fondo es la negativa a aceptar la enorme responsabilidad de elegir, y las consecuencias que una mala elección puede acarrear.
Y sólo después sabemos si la decisión fue acertada.