El pudor es la virtud que nos ayuda a preservar nuestra intimidad, conservándola a cubierto de extraños. La carencia de pudor significaría que la persona no mantiene la posesión de la propia intimidad, lo que, a su vez, le impide entregarla a la persona adecuada.
En esa situación el hombre tiene una existencia banal, en la que el aparentar prevalece sobre el ser. Es la forma más impersonal de vivir, ya que en ella la máscara oculta a la persona. Es una vida periférica, sin ninguna resonancia profunda.
En épocas pasadas la sociedad percibía que en cuestión de nuevas costumbres había un límite. Ahora, en cambio, ese límite se está borrando, debido a que la moda impone el impudor, Por ejemplo, casi nadie se avergüenza de llevar una extensa parte del cuerpo al descubierto. Se ignora que la desnudez no es natural; sólo los animales prescinden de vestimenta, mientras que hasta los hombres más primitivos se han cubierto de alguna forma. El pudor es un sentimiento de recato y de vergüenza, especialmente en lo que se refiere a la esfera sexual.
Actualmente hay un tipo de supuesta educación sexual que explica a los niños qué en el tema del sexo no hay nada de qué avergonzarse. Por eso les enseñan a no ruborizarse ante escenas más propias de un burdel que de una escuela.
Eliminada la disposición para sentir vergüenza, no es posible el amor romántico y de entrega; sólo cabe “ligar”. Últimamente se está presentando el “ligue” a los adolescentes como un necesario “rito de paso” hacia la madurez. Está claro que sus inspiradores también han conseguido no tener vergüenza. Nos queda una esperanza: la probada resiliencia del pudor.