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Una etapa espectacular, impresionante, bestial, grandiosa, llamativa, espléndida, emocionante, extraordinaria, divertida, sensacional. Una etapa, sencillamente, de otra época, de ciclistas embarrados de pies a cabeza, de zapatillas a casco. Una etapa que nos brindó imágenes para enmarcar, para los anales de la historia de un bello deporte que es grande por días como el de ayer. Imágenes que podemos guardar en un cajón y echarles un ojo cuando las noticias negativas nos desanimen, nos hagan dudar del ciclismo.
Muchos criticaron y están criticando lo que otros vimos y vemos como una jornada que ya tiene un rinconcito entre las páginas más bonitas. Este deporte se nutre de días en los que las crónicas narran las hazañas de varias decenas de valientes que se enfrentan a todo y a todos. Corredores que aprientan dientes y agarran el manillar como si su vida estuviera en peligro en rampas que los aficionados ven a través de la pantalla como verdaderos muros, como paredes insuperables a las que ellos baten. Corredores que hacen olvidar a esas personas que van sobre una bicicleta y no sobre una moto cuando se lanzan por esos descensos estrechos que guardan mil y una trampas, mil y una curvas que hacen vibrar los corazones. Corredores que hacen del sprint un arte y de los adoquines una leyenda. Y eso es lo que ayer sucedió. Una etapa para recordar, una etapa para la posteridad.
El barro de la Eroica, mítica carrera italiana, fue el escenario de una película que volvio a colocar a sus protagonistas en la posición de héroes, esa de la que el dopaje les alejó no hace mucho. La estampa de corredores cruzando la línea de meta, la línea que ponía fin a un infierno, vale millones, vale la pérdida de la siesta. Estampas decoradas siempre por barro. Porque había barro por todos lados, por todas partes, por todas las zonas. Barro tapando el rostro, barro entorpeciendo la visión, barro ensuciando la ropa, barro en las piernas, en los brazos, en las manos, barro en la bicicleta, en el casco.
Barro con el que habrán soñado los hombres del Liquigas, que destrozaron en una curva toda la buena cosecha recogida en las seis primeras etapas. Barro que no habrá dejado dormir a Carlos Sastre, que volvió a caerse, que volvió a perder tiempo, quizá hasta el Giro. Y barro, por encima de todo, que pone en el altar del ciclismo a Cadel Evans, ese australiano que sigue lanzando piedras contra ese mote de “garrapata”, ya para nada merecido. Evans, arco iris color tierra sobre su pecho, ganó porque fue el mejor y el más fuerte, pero, sobre todo, porque fue el único que aguantó cada uno de los arranques de furia de un bruto llamado Alexander Vinokourov, el kazajo que quiere ganarse el perdón de los aficionados en el Giro. Un Giro que sólo ha cumplido siete etapas de su calendario y que roza la mejor nota posible. Hoy toca el Terminillo. Que siga el espectáculo.