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Javier Úbeda Ibáñez

Reflexiones sobre la libertad de enseñanza

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Nunca como hoy se ha proclamado tanto y con tanta fuerza la libertad como un valor supremo, y nunca como hoy también se ha conculcado tanto. Precisamente en nombre de la libertad se justifican hoy toda clase de ataques a la libertad y a los derechos fundamentales de la persona humana. Es el mismo hombre quien, al no asumir la responsabilidad que la libertad comporta, levanta las barreras o pone los obstáculos o impedimentos que se oponen a la felicidad propia y ajena en el seno de la sociedad.

En una sociedad en donde no se reconoce ninguno de los principios morales fijos, en donde se enseña que todo es relativo y subjetivo y que nada debe considerarse sagrado ni merece un respeto absoluto, no es de extrañar que muchos terminen, de hecho, por no respetar nada en absoluto, por no respetar ni lo personal ni lo social, ni propiedad, ni ley, ni libertad, ni vida.

El principio básico para el ordenamiento legal de la enseñanza y la educación es la libertad de enseñanza.

Enseñar y educar no es otra cosa que transmitir el sistema de ideas, de cultura, de ciencia, de moralidad y de religión. Por consiguiente, las libertades de cultura, de las conciencias y religiosa quedan gravemente cercenadas –y reducidas a la triste condición de libertades residuales- sin verdadera libertad de enseñanza.

La libertad de enseñanza, como derecho natural que es, debe ser respetada en cualquier forma legítima de gobierno, pero en un régimen democrático adquiere una importancia suprema por la misma concepción de la democracia.

Por eso es regla elemental de una verdadera democracia el respeto a la libertad de pensamiento filosófico, científico y cultural y, con ella, la libertad de comunicación, de palabra.

La necesidad de oponerse a las pretensiones totalitarias del Estado es lo que motiva el famoso artículo 26.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”. O bien el artículo 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales: “Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, de escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas, siempre que aquéllas satisfagan las normas mínimas que el Estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza, y de hacer que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.

Es decir, los más importantes documentos del derecho internacional han seguido la dirección que está de acuerdo con el sentido de la libertad y de la dignidad de la persona.

El artículo 27 de la Constitución Española del 78, en su punto 1, dice: “Todos tienen el derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza”. Y más adelante, en sus puntos 3, 4, 6, 7 y 9, añade: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (art. 27.3), “la enseñanza básica es obligatoria y gratuita” (art. 27.4), “se reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales” (art. 27.6), “los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los términos que la ley establezca” (art. 27.7) y “los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca” (art. 27.9): el reconocimiento, en suma, de un doble derecho en materia educativa: el derecho de todos a la educación y el derecho a la libertad de enseñanza.

La educación es una prolongación de la generación, de modo que los padres tienen la misión –el deber grave- de educar a los hijos y, también, el derecho frente a los demás de educarlos. Por esa razón, es un derecho fundamental de los padres que sus hijos sean educados de acuerdo con sus convicciones religiosas y morales. Este derecho de los padres –por extensión, de la familia- es irrenunciable y anterior a cualquier otro derecho de la sociedad y del Estado; por esto, es inviolable.

Este derecho que acabamos de enunciar comporta el respeto a la dimensión educativa de la convivencia familiar, como ambiente a través del cual el hijo recibe una importante influencia educativa. Comporta, además, el derecho de los padres a elegir las escuelas para sus hijos, y a crear y sostener centros educativos que estén de acuerdo con sus convicciones.

No hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder. Si el Estado se convierte en el sujeto de la cultura y en sus manos está el medio de su transmisión, que es la enseñanza, no es posible el hombre libre. Para construir una sociedad verdaderamente libre es indispensable que la ciencia y la cultura estén en manos de la propia sociedad. No hay peor encadenamiento de la persona y de la sociedad que el dirigismo cultural, o sea atribuir al Estado la función de dirigir la cultura y su transmisión.

Sin libertad de enseñanza no hay libertad de pensamiento y de conciencia; hay en cambio –decíamos-, dirigismo cultural, pretensión de imponer desde el Estado una determinada concepción del mundo, del hombre y de la sociedad. Sin libertad de enseñanza no hay verdadera democracia ni sociedad libre. En todo caso habrá votaciones y asambleas, pero no libertad.

Si el sujeto y agente de la cultura, de la moralidad y de la religión es el hombre y no el Estado, el sujeto y agente de la enseñanza es la persona, no el Estado. La transformación del Estado en sujeto y agente de la enseñanza, tanto cercenará la libertad cuanto suponga hacerse sujeto y agente primero y principal de la cultura.

La libertad de enseñanza está al servicio de la libertad de concepciones culturales y de las conciencias, es su corolario necesario. Por lo tanto, carece de sentido, o más bien constituye un atentado frontal a esas libertades, no garantizar y sobre todo imponer una regulación de la iniciativa ciudadana que yugule, dificulte o haga muy difícil el mantenimiento de las convicciones filosóficas, morales y religiosas que constituyen el ideario de la escuela y lo que, frecuentemente, ha motivado su creación. En tales supuestos, no hay respeto a la libertad de enseñanza, como no lo hay a las libertades de pensamiento y de conciencia. Quienes crean un centro de enseñanza han de tener en sus manos los resortes de su dirección. Nada de lo dicho debe interpretarse en el sentido de que el Estado deba desentenderse de la enseñanza y de la educación. Conlleva, sin embargo, que el Estado asuma su propio papel sin invadir el de la sociedad. Y este papel del Estado es el mismo que el que tiene respecto de las demás libertades: el Estado debe reconocer, garantizar y regular el ejercicio de la libertad de enseñanza. Ante todo, reconocerla, y esto se hace, como paso imprescindible, asumiéndola como base de toda la legislación educativa y como principio fundamental del gobierno en materia de enseñanza. Ciertamente el Estado puede, y debe, asumir metas y objetivos concretos en el campo de la enseñanza, sin limitarse sólo a reconocer la libertad: puede ordenar esta materia, puede –y debe– ponerla al alcance de todos, pero todo ello ha de hacerse en función y en servicio de la libertad de enseñanza. En segundo lugar, garantizándola, o dicho de otro modo, posibilitando su ejercicio. Y es aquí donde entra, en las circunstancias actuales, la necesaria ayuda del Estado a los ciudadanos, lo cual supone no limitarse a reconocer la libertad de enseñanza como una libertad meramente formal, sino sobre todo, como una libertad real. No entender esto, es encerrarse en una falta de imaginación política, cuando no constituye un ataque a la libertad de las conciencias y, en consecuencia, a la tarea de construir una sociedad en la libertad, en la justicia y en la solidaridad.

Un pueblo manipulado, unos ciudadanos masificados, por mucho que participen en asambleas y votaciones no forman un pueblo libre, ni son ciudadanos que vivan en libertad. Son marionetas del grupo manipulador, que convierte el régimen político en una dictadura oligárquica, aunque tenga la máscara de una democracia.

Reflexiones sobre la libertad de enseñanza

Javier Úbeda Ibáñez
Javier Úbeda
viernes, 14 de mayo de 2010, 06:33 h (CET)
Nunca como hoy se ha proclamado tanto y con tanta fuerza la libertad como un valor supremo, y nunca como hoy también se ha conculcado tanto. Precisamente en nombre de la libertad se justifican hoy toda clase de ataques a la libertad y a los derechos fundamentales de la persona humana. Es el mismo hombre quien, al no asumir la responsabilidad que la libertad comporta, levanta las barreras o pone los obstáculos o impedimentos que se oponen a la felicidad propia y ajena en el seno de la sociedad.

En una sociedad en donde no se reconoce ninguno de los principios morales fijos, en donde se enseña que todo es relativo y subjetivo y que nada debe considerarse sagrado ni merece un respeto absoluto, no es de extrañar que muchos terminen, de hecho, por no respetar nada en absoluto, por no respetar ni lo personal ni lo social, ni propiedad, ni ley, ni libertad, ni vida.

El principio básico para el ordenamiento legal de la enseñanza y la educación es la libertad de enseñanza.

Enseñar y educar no es otra cosa que transmitir el sistema de ideas, de cultura, de ciencia, de moralidad y de religión. Por consiguiente, las libertades de cultura, de las conciencias y religiosa quedan gravemente cercenadas –y reducidas a la triste condición de libertades residuales- sin verdadera libertad de enseñanza.

La libertad de enseñanza, como derecho natural que es, debe ser respetada en cualquier forma legítima de gobierno, pero en un régimen democrático adquiere una importancia suprema por la misma concepción de la democracia.

Por eso es regla elemental de una verdadera democracia el respeto a la libertad de pensamiento filosófico, científico y cultural y, con ella, la libertad de comunicación, de palabra.

La necesidad de oponerse a las pretensiones totalitarias del Estado es lo que motiva el famoso artículo 26.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”. O bien el artículo 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales: “Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, de escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas, siempre que aquéllas satisfagan las normas mínimas que el Estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza, y de hacer que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.

Es decir, los más importantes documentos del derecho internacional han seguido la dirección que está de acuerdo con el sentido de la libertad y de la dignidad de la persona.

El artículo 27 de la Constitución Española del 78, en su punto 1, dice: “Todos tienen el derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza”. Y más adelante, en sus puntos 3, 4, 6, 7 y 9, añade: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (art. 27.3), “la enseñanza básica es obligatoria y gratuita” (art. 27.4), “se reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales” (art. 27.6), “los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los términos que la ley establezca” (art. 27.7) y “los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca” (art. 27.9): el reconocimiento, en suma, de un doble derecho en materia educativa: el derecho de todos a la educación y el derecho a la libertad de enseñanza.

La educación es una prolongación de la generación, de modo que los padres tienen la misión –el deber grave- de educar a los hijos y, también, el derecho frente a los demás de educarlos. Por esa razón, es un derecho fundamental de los padres que sus hijos sean educados de acuerdo con sus convicciones religiosas y morales. Este derecho de los padres –por extensión, de la familia- es irrenunciable y anterior a cualquier otro derecho de la sociedad y del Estado; por esto, es inviolable.

Este derecho que acabamos de enunciar comporta el respeto a la dimensión educativa de la convivencia familiar, como ambiente a través del cual el hijo recibe una importante influencia educativa. Comporta, además, el derecho de los padres a elegir las escuelas para sus hijos, y a crear y sostener centros educativos que estén de acuerdo con sus convicciones.

No hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder. Si el Estado se convierte en el sujeto de la cultura y en sus manos está el medio de su transmisión, que es la enseñanza, no es posible el hombre libre. Para construir una sociedad verdaderamente libre es indispensable que la ciencia y la cultura estén en manos de la propia sociedad. No hay peor encadenamiento de la persona y de la sociedad que el dirigismo cultural, o sea atribuir al Estado la función de dirigir la cultura y su transmisión.

Sin libertad de enseñanza no hay libertad de pensamiento y de conciencia; hay en cambio –decíamos-, dirigismo cultural, pretensión de imponer desde el Estado una determinada concepción del mundo, del hombre y de la sociedad. Sin libertad de enseñanza no hay verdadera democracia ni sociedad libre. En todo caso habrá votaciones y asambleas, pero no libertad.

Si el sujeto y agente de la cultura, de la moralidad y de la religión es el hombre y no el Estado, el sujeto y agente de la enseñanza es la persona, no el Estado. La transformación del Estado en sujeto y agente de la enseñanza, tanto cercenará la libertad cuanto suponga hacerse sujeto y agente primero y principal de la cultura.

La libertad de enseñanza está al servicio de la libertad de concepciones culturales y de las conciencias, es su corolario necesario. Por lo tanto, carece de sentido, o más bien constituye un atentado frontal a esas libertades, no garantizar y sobre todo imponer una regulación de la iniciativa ciudadana que yugule, dificulte o haga muy difícil el mantenimiento de las convicciones filosóficas, morales y religiosas que constituyen el ideario de la escuela y lo que, frecuentemente, ha motivado su creación. En tales supuestos, no hay respeto a la libertad de enseñanza, como no lo hay a las libertades de pensamiento y de conciencia. Quienes crean un centro de enseñanza han de tener en sus manos los resortes de su dirección. Nada de lo dicho debe interpretarse en el sentido de que el Estado deba desentenderse de la enseñanza y de la educación. Conlleva, sin embargo, que el Estado asuma su propio papel sin invadir el de la sociedad. Y este papel del Estado es el mismo que el que tiene respecto de las demás libertades: el Estado debe reconocer, garantizar y regular el ejercicio de la libertad de enseñanza. Ante todo, reconocerla, y esto se hace, como paso imprescindible, asumiéndola como base de toda la legislación educativa y como principio fundamental del gobierno en materia de enseñanza. Ciertamente el Estado puede, y debe, asumir metas y objetivos concretos en el campo de la enseñanza, sin limitarse sólo a reconocer la libertad: puede ordenar esta materia, puede –y debe– ponerla al alcance de todos, pero todo ello ha de hacerse en función y en servicio de la libertad de enseñanza. En segundo lugar, garantizándola, o dicho de otro modo, posibilitando su ejercicio. Y es aquí donde entra, en las circunstancias actuales, la necesaria ayuda del Estado a los ciudadanos, lo cual supone no limitarse a reconocer la libertad de enseñanza como una libertad meramente formal, sino sobre todo, como una libertad real. No entender esto, es encerrarse en una falta de imaginación política, cuando no constituye un ataque a la libertad de las conciencias y, en consecuencia, a la tarea de construir una sociedad en la libertad, en la justicia y en la solidaridad.

Un pueblo manipulado, unos ciudadanos masificados, por mucho que participen en asambleas y votaciones no forman un pueblo libre, ni son ciudadanos que vivan en libertad. Son marionetas del grupo manipulador, que convierte el régimen político en una dictadura oligárquica, aunque tenga la máscara de una democracia.

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