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Javier Úbeda Ibáñez

La eutanasia en el actual contexto cultural

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En una cultura en la que la pregunta sobre el sentido de la vida se pone entre paréntesis y la conciencia de ser mortales se reprime sistemáticamente, la experiencia de la muerte adquiere un significado doble y opuesto: parece una paradoja inaceptable, sobre todo cuando trunca inesperadamente una existencia abierta a un futuro rico en promesas, o bien aparece como una liberación de una existencia sin sentido, tal vez irreversiblemente dominada por la angustia y por el sufrimiento. Si se pierde el sentido del dolor no queda más que la desesperación, de la que nace la tentación de poner fin, posiblemente con dulzura, a la amargura de la vida.

No obstante, si bien una mentalidad cerrada a la trascendencia puede sucumbir al espejismo de la muerte dulce, en la cultura contemporánea no faltan mecanismos de defensa, fuertemente anclados en la sensatez, que se oponen eficazmente a la tentación de la eutanasia.

Veamos estos mecanismos en concreto:

1) La repugnancia a que el médico pueda desempeñar un papel activo y deliberado en el asesinato de cualquier paciente. Se trata de una actitud heredada de la tradición hipocrática. El médico es la persona en quien se confía justo en el momento en que la enfermedad y el sufrimiento minan las fuerzas espirituales y corporales y ponen en peligro la vida. A un médico no se le pide que juzgue, ni que decida quién debe vivir y quién debe morir; la confianza que el enfermo le concede se basa en el presupuesto tanto de su profesionalidad como de la inequívoca actitud pro vita que debe adoptar. Si se generalizara la carencia de estas dos cosas, el daño en la relación médico-paciente sería incalculable. La cuestión, como se ve, es muy grave, y por este motivo la Asociación Médica Mundial se ha pronunciado categóricamente en dos ocasiones estos últimos años contra toda forma de eutanasia, también contra la solución adoptada en Holanda (Declaraciones de Madrid, octubre de 1987, y de Marbella, octubre de 1992).

2) El temor a los abusos, es decir, el miedo a entrar en una pendiente resbaladiza de la que ya no se puede salir. Todos experimentamos espanto y compasión ante el deseo de morir que formula una persona como nosotros, e incluso llegamos a comprender su decisión; pero la indulgencia no puede prescindir de consideraciones que no carecen de importancia, como el temor a haber entendido mal, la sospecha de encontrarse ante una mente enferma, el riesgo de ocasionar un daño irreparable, etc. Estos aspectos son demasiado reales para podernos considerar autorizados a satisfacer semejante deseo.

Hay que añadir también que los abusos no son una eventualidad remota. Basta pensar en el programa de los profesores K. Binding y A. Hoche, dirigido a eliminar las vidas consideradas indignas de vivir (Die Freigabe der Vernichtung Lebenunswerten Leben [cf. R.J. LIFTON, The Nazi Doctors (Basic Books, New York 1986)]) y llevado a la práctica por el régimen nazi más allá de toda previsión, o la propuesta del doctor Brody de hace pocos años sobre el suicidio asistido (H. BRODY, “Assisted Death. A Compassionate Response to a Medical Failure”: New England Journal of Medicine, (1992) 327, 1384-138), o los no raros episodios que de vez en cuando aparecen en los medios de comunicación social.

3) Las convicciones religiosas. La idea que un creyente recibe de los convencimientos religiosos propios sobre el origen y el destino del hombre le lleva a reaccionar con inquietud, y no sólo ante la perspectiva de los abusos introducidos de contrabando por la muerte dulce. La llegada y la partida de esta tierra de los hijos de Adán son acontecimientos demasiado importantes y misteriosos para que cualquier autoridad humana pueda entrometerse. Nadie elige nacer, y nadie puede evitar su muerte. El creyente recibe con un sentido de seguridad y de alivio la persuasión de que sólo el Creador de la vida es el Señor que domina la muerte.

La eutanasia en el actual contexto cultural

Javier Úbeda Ibáñez
Javier Úbeda
martes, 27 de abril de 2010, 05:13 h (CET)
En una cultura en la que la pregunta sobre el sentido de la vida se pone entre paréntesis y la conciencia de ser mortales se reprime sistemáticamente, la experiencia de la muerte adquiere un significado doble y opuesto: parece una paradoja inaceptable, sobre todo cuando trunca inesperadamente una existencia abierta a un futuro rico en promesas, o bien aparece como una liberación de una existencia sin sentido, tal vez irreversiblemente dominada por la angustia y por el sufrimiento. Si se pierde el sentido del dolor no queda más que la desesperación, de la que nace la tentación de poner fin, posiblemente con dulzura, a la amargura de la vida.

No obstante, si bien una mentalidad cerrada a la trascendencia puede sucumbir al espejismo de la muerte dulce, en la cultura contemporánea no faltan mecanismos de defensa, fuertemente anclados en la sensatez, que se oponen eficazmente a la tentación de la eutanasia.

Veamos estos mecanismos en concreto:

1) La repugnancia a que el médico pueda desempeñar un papel activo y deliberado en el asesinato de cualquier paciente. Se trata de una actitud heredada de la tradición hipocrática. El médico es la persona en quien se confía justo en el momento en que la enfermedad y el sufrimiento minan las fuerzas espirituales y corporales y ponen en peligro la vida. A un médico no se le pide que juzgue, ni que decida quién debe vivir y quién debe morir; la confianza que el enfermo le concede se basa en el presupuesto tanto de su profesionalidad como de la inequívoca actitud pro vita que debe adoptar. Si se generalizara la carencia de estas dos cosas, el daño en la relación médico-paciente sería incalculable. La cuestión, como se ve, es muy grave, y por este motivo la Asociación Médica Mundial se ha pronunciado categóricamente en dos ocasiones estos últimos años contra toda forma de eutanasia, también contra la solución adoptada en Holanda (Declaraciones de Madrid, octubre de 1987, y de Marbella, octubre de 1992).

2) El temor a los abusos, es decir, el miedo a entrar en una pendiente resbaladiza de la que ya no se puede salir. Todos experimentamos espanto y compasión ante el deseo de morir que formula una persona como nosotros, e incluso llegamos a comprender su decisión; pero la indulgencia no puede prescindir de consideraciones que no carecen de importancia, como el temor a haber entendido mal, la sospecha de encontrarse ante una mente enferma, el riesgo de ocasionar un daño irreparable, etc. Estos aspectos son demasiado reales para podernos considerar autorizados a satisfacer semejante deseo.

Hay que añadir también que los abusos no son una eventualidad remota. Basta pensar en el programa de los profesores K. Binding y A. Hoche, dirigido a eliminar las vidas consideradas indignas de vivir (Die Freigabe der Vernichtung Lebenunswerten Leben [cf. R.J. LIFTON, The Nazi Doctors (Basic Books, New York 1986)]) y llevado a la práctica por el régimen nazi más allá de toda previsión, o la propuesta del doctor Brody de hace pocos años sobre el suicidio asistido (H. BRODY, “Assisted Death. A Compassionate Response to a Medical Failure”: New England Journal of Medicine, (1992) 327, 1384-138), o los no raros episodios que de vez en cuando aparecen en los medios de comunicación social.

3) Las convicciones religiosas. La idea que un creyente recibe de los convencimientos religiosos propios sobre el origen y el destino del hombre le lleva a reaccionar con inquietud, y no sólo ante la perspectiva de los abusos introducidos de contrabando por la muerte dulce. La llegada y la partida de esta tierra de los hijos de Adán son acontecimientos demasiado importantes y misteriosos para que cualquier autoridad humana pueda entrometerse. Nadie elige nacer, y nadie puede evitar su muerte. El creyente recibe con un sentido de seguridad y de alivio la persuasión de que sólo el Creador de la vida es el Señor que domina la muerte.

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