Barcelona de nuevo ha servido de trampolín para la Fiesta, catalizando muchas cosas en pro de las corridas de toros y lo que es más importante aún, posicionando a legiones enteras de taurinos agazapados en la tibia sociedad política en que nos ha tocado vivir.
Una minoría independentista provocó el debate taurino hace unos meses, y muchos temíamos lo peor, la extinción de nuestro mundo taurino en la ciudad Condal. La Barceloneta, Las Arenas y ahora la Monumental, lanzaderas de jóvenes valores de la torería de siempre, se convertían de un plumazo en testigos fúnebres de una pasión que vio y amó desde sus comienzos el látigo de Domingo Ortega, la arquitectura faraónica de Manolete, la muleta alocada de Chamaco, el huracán Benítez, la majestad castellana de El Viti, el poderío de Paquirri, la personalísima técnica de Dámaso González y su último Mesías llamado José Tomás.
Felizmente no ha sido así, el resultado del partido disputado en el Parlament Catalá nos ha desvelado a todos la realidad política que tapiza el litigio. No es cuestión exclusiva de huir de todo lo que destile aires de españolidad sino que entre los mismos partidos políticos que negaban el pan al toreo, blindaban inmediatamente después los famosos correbous a los pies del Ebro, convertidos en yunque y martillo de todo un enjambre de votos nacionalistas. Por cada antitaurino indocumentado reclutado para tal efeméride amañada nacía una desafortunada comparativa entre un muletazo de Ponce, un poema del Llanto de Lorca con la ablación del Clítoris en África o el maltrato a la mujer. Para la posteridad quedaron también los magistrales artículos de Vargas Llosa, Andrés Amorós, Caballero Bonald, Francis Wolf o Víctor Gómez Pin, por citar los primeros cinco legionarios del taurinismo de primera fila que si salieron al paso para defender algo que no necesita defensa, el toro bravo, su vida y admirable lucha hasta la muerte. ¡Déjenlo morir solo, no lo maten! Exclamó Boix. En mayo se podrá votar en contra de las corridas en Barcelona pero lo que ya nadie podrá quitarle a la fiesta, ni siquiera la sociedad política catalana que gusta de marionetizar las necesidades del pueblo, es que han provocado una catarata taurina en el resto de España de tal magnitud que aún desconocemos el alcance de ciudades y comunidades que pueden declarar a la fiesta como un bien cultural que sirva de antesala a una inmediata declaración de patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la UNESCO.