En muchas ocasiones encontramos pruebas inequívocas de la convivencia estrecha entre la racionalidad y la irracionalidad en nuestras vidas.
Cuando, por ejemplo, nos hallamos inmersos como espectadores en una discusión que ha traspasado los datos objetivos y ha superado los límites de lo meramente descriptivo; cuando apenas sin darse cuenta los bandos se separan del argumento básico y se sumergen en la inmensidad del argumento ad hominem; entonces se ilustra a la perfección aquello que comenté en alguna ocasión a propósito de la obra conjunta de Lakoff y Johnson: “una discusión es una guerra”.
Y es bien sabido que todo vale en el amor y en la guerra, pues son dos de los procesos en los que la emoción, sobresaltada, exige el sacrificio primordial en la carne del otro.
Uno siempre piensa que será capaz, una vez llegado el momento, de controlar su emoción y canalizar sus impulsos en pro de una verdadera demostración de racionalidad. Lo cierto es que no parece ser tan fácil, y que antes parece que son ámbitos indiferenciables y no definible el uno en términos del otro.
Parece, por el contrario, que no se produce un equilibrio estable durante mucho tiempo, y que se actúa ahora bajo el mandato momentáneo de la razón, ahora bajo las órdenes transitorias de la emoción.
El caso es que en el terreno práctico, no pocas veces nos excedemos con quien no debíamos o nos separamos sin quererlo de quien precisa algo de afecto, solamente porque una u otra fuerza ha vencido en ese momento y se hace visible en nuestros actos. Esos actos no son tan nuestros como parece y sólo exteriormente nos pertenecen por completo.
Por eso es preferible pensar las cosas (o sentirlas) dos veces antes de pronunciarse. Porque es más sencillo prevenir que curar.