Cuando Ernest Maragall criticó públicamente el estado de desgaste de la fórmula del tripartito en Cataluña se produjo una manifestación de reflexión por parte del titular de Educación.
Independientemente de la consideración que se tenga sobre la labor del mismo en su departamento de la Generalitat, sin tener en cuenta las polémicas decisiones y las aún más polémicas justificaciones a aquéllas; aun así, se deberá aceptar la sensatez de las palabras de Maragall.
Más aún: aunque poco más tarde sea desestimada su dimisión y sea llamado a rectificar sus comentarios en pro de la solidez del proyecto de gobierno en Cataluña, ni siquiera entonces puede esconderse ni dejar de hacerse notar el ejercicio de autocrítica política en un contexto de práctica ausencia del mismo en todos los bandos.
La autocrítica siempre exige la revisión de una parte con vistas a la mejora del conjunto. Algo diferente se da cuando el conjunto no tiene intención de mejorarse a sí mismo. Entonces la autocrítica se entiende como un ataque interno, como una metedura de pata que merece una corrección desde arriba.
Si el presidente hubiese aceptado la dimisión de Maragall habría aceptado también la parte de verdad que tenían sus palabras. Por eso fue más fácil (por muy difícil que pudiese ser) mantener al deslenguado entre sus filas y colocar un Diego en cada uno de sus digos.
La revisión del modelo tripartito habría estado bien modulada una vez finalizado el gobierno de Montilla, pero no ahora. ‘Ahora’ implica la necesidad de un cambio que ninguno de los tres partidos aliados está dispuesto a ejecutar.
Implica, en definitiva, compromiso ideológico con lo ‘socialista’ y con lo de ‘izquierdas’ que configuran sus siglas más que con la dirección de un pueblo a cualquier precio. Y eso es demasiado.