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Los concejales con función de gobierno de este país son lo más parecido a esas divinidades mesopotámicas o egipcias que, sentadas (signo de la divinidad) parecen como ausentes

El acta de divinidad local

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Hay un tema que me interesa mucho y sobre el que me gustaría escribir algo. Lo haré cuando lo tenga algo más preparado. Me refiero a la cuestión de “para qué” se hizo hombre la segunda persona de la Santísima Trinidad, esto es, el Verbo, Jesucristo.

La respuesta fácil es decir que para salvarnos del pecado y de la muerte, según aprendimos de pequeños en el catecismo. Pero hay una respuesta más profunda, con soporte en varios lugares de la Biblia: Jesucristo se hizo hombre para traer el Derecho.

Evidentemente, esto merecería un libro, o al menos un artículo, pero lo voy a dejar por ahora y me voy a centrar en una cuestión sociológica: Lo contrario del derecho es la arbitrariedad, moneda que se sirve habitualmente y con la que, casi sin rechistar, convivimos.

Lo característico de la ley es (o debería ser) la honradez, la transparencia, la búsqueda del bien común. Sin embargo hay una autoridad que debe cumplir y hacer cumplir la ley; y la gran tentación de quien ostenta una autoridad es la de suplantar al legislador cuando esa ley, que también le afecta a él, se le hace árida.

Durante milenios, los poderes legislativo, ejecutivo y judicial han estado unidos en los mismos gobernantes. Desde Montesquieu se separaron, aunque no en todos los países ni en todos los ámbitos. Pues bien, esa tentación de hacer de la propia voluntad, ley, sigue presente por todas partes.

Hace años, al leer algo sobre el régimen político de Marruecos, llegué a la conclusión de que en ese país, la voluntad de Hassan II era ley, lo que equivalía a decir que prácticamente ese era un país de esclavos al concentrar en una persona unos poderes tan exorbitantes sobre los ciudadanos, sin la menor posibilidad de moderación sobre cualquier arbitrariedad que a dicho mandatario pudiera ocurrírsele, incluso la de decidir sobre las vidas de sus súbditos.

Solo pensar en un régimen así, abierto a todas las atrocidades “con la garantía del Estado”, causa pánico, pero aunque no lo quieran reconocer, la mayoría de quienes ostentan autoridad tiene la constante tendencia a ese “ideal”, o al menos a unir en sus personas los tres poderes mediante la suposición no confesada de que lo que ellos mandan o dicen, debe cumplirse (con independencia de que sea una ley promulgada) y dando por supuesto que ellos no son sujetos con posibilidad de responsabilidad de sus actos en el ámbito judicial.

Algunos políticos como Franco, al menos reconocieron abiertamente esta negación de la división de poderes, e incluso su exención de responsabilidad ante tribunales humanos, cuando decían de si mismos que solo eran responsables “ante Dios y ante la historia”.

Sin embargo hay quien ha llegado a más. Me refiero a aquellos que se creen Dios. Esto puede pasar en el ámbito de la política, pero sobre todo, donde pasa es en el ámbito de la religión. Quienes se dedican al ámbito de la política, tratan de cuestiones políticas, pero quienes se dedican a ostentar un cargo en el ámbito religioso, tienen entre sus manos una materia muchísimo más delicada pues atañe al interior de los hombres, a sus conciencias, a sus convicciones más profundas. Ser absolutista en materia de política puede ser grave. Pero serlo en materia de religión es algo gravísimo. Este problema es lo que está en el sustrato de las sectas, pero no solo en las sectas, sino en lo que no es secta, porque aunque en las sectas está asentada la mentalidad sectaria de un modo institucional, también lo está de un modo parcial en cualquier colectividad o institución humana, aunque no llegue a ser formalmente una secta.

La mentalidad sectaria, la falta de respeto a la libertad ajena, la ausencia de reconocimiento de los derechos ajenos, la creencia de ser superiores a los demás, la ocultación de un poder efectivo sobre las vidas de los demás, el pensamiento de que la ley va con los demás pero no con uno mismo, etc., todo ello se mete inapreciablemente en la mente de todo el que gobierna, sea político, obispo, entrenador, presidente de una comunidad de vecinos, etc.

Hay un sacerdote de Córdoba (todavía vive, aunque muy anciano) que fue y sigue siendo un inconformista, y cuando tenía menos años, y por tanto, más fuerzas físicas, resultaba bastante crítico y respondón, ante el obispo que había entonces, en cuestiones del gobierno de la diócesis que no le parecía bien cómo eran llevadas. Aquel obispo, como cualquier gobernante, se sentía incómodo ante alguna crítica a su gestión, como en general sucede a cualquier gobernante: Siempre los gobernantes han preferido a su alrededor gentes que, a la cualidad de ser aduladores, unan la de ser más tontos que ellos. En esto el mundo no ha cambiado en miles de años. En una de esas discusiones (que solo este sacerdote se atrevía a mantener con el obispo), el prelado hubo un momento en que, olvidándose de su propia condición humana, le espetó: “Le recuerdo, don fulano, que hay infierno”. A lo cual, el sacerdote le contestó inmediatamente: “Le recuerdo, señor obispo, que el infierno también puede ser para usted”.

Hace poco un amigo mío de esos que sufren en su propia carne las veleidades y gilipolleces de los concejales advenedizos que nunca han hecho nada ni trabajado en cosa conocida antes de llegar a la concejalía, me comentaba que todo lo que yo estoy planteando en las líneas precedentes es una cuestión de recato y educación, y que si dichos concejales tuvieran estas dos cualidades, no confundirían el acta de concejal con el Acta de Divinidad Local, que es lo que parece que creen tener, y que les lleva a una manifestación característica: No escuchar. Los concejales con función de gobierno de este país son lo más parecido a esas divinidades mesopotámicas o egipcias que, sentadas (signo de la divinidad) parecen como ausentes, pero no en el sentido del poema de Neruda, sino en el de que están por encima de esos jodidos mortales que viven allá abajo, lejos del empíreo cielo en el que ellos moran.

El acta de divinidad local

Los concejales con función de gobierno de este país son lo más parecido a esas divinidades mesopotámicas o egipcias que, sentadas (signo de la divinidad) parecen como ausentes
Antonio Moya Somolinos
viernes, 4 de noviembre de 2016, 00:30 h (CET)
Hay un tema que me interesa mucho y sobre el que me gustaría escribir algo. Lo haré cuando lo tenga algo más preparado. Me refiero a la cuestión de “para qué” se hizo hombre la segunda persona de la Santísima Trinidad, esto es, el Verbo, Jesucristo.

La respuesta fácil es decir que para salvarnos del pecado y de la muerte, según aprendimos de pequeños en el catecismo. Pero hay una respuesta más profunda, con soporte en varios lugares de la Biblia: Jesucristo se hizo hombre para traer el Derecho.

Evidentemente, esto merecería un libro, o al menos un artículo, pero lo voy a dejar por ahora y me voy a centrar en una cuestión sociológica: Lo contrario del derecho es la arbitrariedad, moneda que se sirve habitualmente y con la que, casi sin rechistar, convivimos.

Lo característico de la ley es (o debería ser) la honradez, la transparencia, la búsqueda del bien común. Sin embargo hay una autoridad que debe cumplir y hacer cumplir la ley; y la gran tentación de quien ostenta una autoridad es la de suplantar al legislador cuando esa ley, que también le afecta a él, se le hace árida.

Durante milenios, los poderes legislativo, ejecutivo y judicial han estado unidos en los mismos gobernantes. Desde Montesquieu se separaron, aunque no en todos los países ni en todos los ámbitos. Pues bien, esa tentación de hacer de la propia voluntad, ley, sigue presente por todas partes.

Hace años, al leer algo sobre el régimen político de Marruecos, llegué a la conclusión de que en ese país, la voluntad de Hassan II era ley, lo que equivalía a decir que prácticamente ese era un país de esclavos al concentrar en una persona unos poderes tan exorbitantes sobre los ciudadanos, sin la menor posibilidad de moderación sobre cualquier arbitrariedad que a dicho mandatario pudiera ocurrírsele, incluso la de decidir sobre las vidas de sus súbditos.

Solo pensar en un régimen así, abierto a todas las atrocidades “con la garantía del Estado”, causa pánico, pero aunque no lo quieran reconocer, la mayoría de quienes ostentan autoridad tiene la constante tendencia a ese “ideal”, o al menos a unir en sus personas los tres poderes mediante la suposición no confesada de que lo que ellos mandan o dicen, debe cumplirse (con independencia de que sea una ley promulgada) y dando por supuesto que ellos no son sujetos con posibilidad de responsabilidad de sus actos en el ámbito judicial.

Algunos políticos como Franco, al menos reconocieron abiertamente esta negación de la división de poderes, e incluso su exención de responsabilidad ante tribunales humanos, cuando decían de si mismos que solo eran responsables “ante Dios y ante la historia”.

Sin embargo hay quien ha llegado a más. Me refiero a aquellos que se creen Dios. Esto puede pasar en el ámbito de la política, pero sobre todo, donde pasa es en el ámbito de la religión. Quienes se dedican al ámbito de la política, tratan de cuestiones políticas, pero quienes se dedican a ostentar un cargo en el ámbito religioso, tienen entre sus manos una materia muchísimo más delicada pues atañe al interior de los hombres, a sus conciencias, a sus convicciones más profundas. Ser absolutista en materia de política puede ser grave. Pero serlo en materia de religión es algo gravísimo. Este problema es lo que está en el sustrato de las sectas, pero no solo en las sectas, sino en lo que no es secta, porque aunque en las sectas está asentada la mentalidad sectaria de un modo institucional, también lo está de un modo parcial en cualquier colectividad o institución humana, aunque no llegue a ser formalmente una secta.

La mentalidad sectaria, la falta de respeto a la libertad ajena, la ausencia de reconocimiento de los derechos ajenos, la creencia de ser superiores a los demás, la ocultación de un poder efectivo sobre las vidas de los demás, el pensamiento de que la ley va con los demás pero no con uno mismo, etc., todo ello se mete inapreciablemente en la mente de todo el que gobierna, sea político, obispo, entrenador, presidente de una comunidad de vecinos, etc.

Hay un sacerdote de Córdoba (todavía vive, aunque muy anciano) que fue y sigue siendo un inconformista, y cuando tenía menos años, y por tanto, más fuerzas físicas, resultaba bastante crítico y respondón, ante el obispo que había entonces, en cuestiones del gobierno de la diócesis que no le parecía bien cómo eran llevadas. Aquel obispo, como cualquier gobernante, se sentía incómodo ante alguna crítica a su gestión, como en general sucede a cualquier gobernante: Siempre los gobernantes han preferido a su alrededor gentes que, a la cualidad de ser aduladores, unan la de ser más tontos que ellos. En esto el mundo no ha cambiado en miles de años. En una de esas discusiones (que solo este sacerdote se atrevía a mantener con el obispo), el prelado hubo un momento en que, olvidándose de su propia condición humana, le espetó: “Le recuerdo, don fulano, que hay infierno”. A lo cual, el sacerdote le contestó inmediatamente: “Le recuerdo, señor obispo, que el infierno también puede ser para usted”.

Hace poco un amigo mío de esos que sufren en su propia carne las veleidades y gilipolleces de los concejales advenedizos que nunca han hecho nada ni trabajado en cosa conocida antes de llegar a la concejalía, me comentaba que todo lo que yo estoy planteando en las líneas precedentes es una cuestión de recato y educación, y que si dichos concejales tuvieran estas dos cualidades, no confundirían el acta de concejal con el Acta de Divinidad Local, que es lo que parece que creen tener, y que les lleva a una manifestación característica: No escuchar. Los concejales con función de gobierno de este país son lo más parecido a esas divinidades mesopotámicas o egipcias que, sentadas (signo de la divinidad) parecen como ausentes, pero no en el sentido del poema de Neruda, sino en el de que están por encima de esos jodidos mortales que viven allá abajo, lejos del empíreo cielo en el que ellos moran.

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