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Los partidos políticos no hacen en la actualidad otra cosa que demostrar su inutilidad cuando de articular los intereses colectivos se trat

La obsolescencia de la partitocrática representación

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El reiterado y bochornoso espectáculo que los partidos políticos escenifican allá donde ejercen como agentes de representación ciudadana y gestores y articuladores de intereses generales, no hace otra cosa que poner de manifiesto que ha llegado la hora de prescindir de ellos. No es que en otros tiempos fuesen un medio impecable, ni mucho menos, pero, tanto las circunstancias históricas, como la menor instrucción de las masas populares, requerían de alguna fórmula que ayudase al encuadramiento en facciones de las personas de cara a la ordenación de las demandas sociales y a una más civilizada orientación del conflicto residente en determinados espacios geopolíticos.

Por muy pluralista que sea un sistema de partidos, siempre quedarán gran número de demandas de alto interés popular desatendidas, por estar dichos partidos sujetos a una serie de directrices prioritarias para “otras” instancias, suprapopulares, que son las que, a la postre, marcan ciertas improntas a las que incluso las más, en principio, díscolas organizaciones se atienen en último término, por más que en sus programas no vinculantes digan muy otras cosas cuando de engatusar al elector se trata.

Los partidos llegan a resultar ridículos frecuentemente porque constituyen un anacronismo en un tiempo en que, cuando no más formada, la gente está más informada y, por ende, más espabilada, además de existir los medios para una gestión directa de la política por las personas; cualquier ciudadano, igual que puede votar e incluso militar en uno u otro partido, podría dirigir, en un momento dado, la gestión de los asuntos que lo incumben como miembro de una comunidad. Actualmente, muchas veces, hay gentes en determinados ámbitos de responsabilidad cuya estancia en esas esferas de poder, si se piensa detenidamente, asusta. El día a día lo habitamos personas de muy diverso pelaje, igual que los partidos y los altos cargos políticos, por lo que no ha de resultar osado decir que cualquiera, por sorteo, habría de poder acceder a puestos de gobernanza, ya que, igual que se hace en cualquier trabajo, si la persona no es eficaz y responsable, se puede prescindir de ella sin excesiva dilación. De hecho, sería deseable un sistema político en el que a cualquier ciudadano se le exigiese esa doble responsabilidad: la de gobernar si le tocase y la de hacerlo con responsabilidad, y para encauzar tal premisa debería haber órganos fiscalizadores colectivos así como medios ágiles de revocación, cosas estas con las que hoy no contamos, pues los órganos encargados de tales cuestiones no gozan de la eficacia y presteza que serían deseables.

En España, la mayoría de los cargos políticos son funcionarios en excedencia o gentes únicamente dedicadas a la tarea política. Los primeros cabe entender que están por el salto cualitativo que supone el acceso al cargo político (tanto en lo relativo a la obtención de un considerable capital relacional, como por el sustancioso acopio de influencias que puede reportarles), y los segundos, además, por no conocer otro modo de subsistencia al no haber desempeñado oficio alguno antes. De esto último son casos paradigmáticos, por ejemplo, la presidenta andaluza Susana Díaz y el diputado del PP Rafael Hernando. La primera se hizo militante en 1991, con 17 años, y en el 97 ya era secretaria de juventudes, y en el 99 concejala; en 2004 diputada, en 2011 senadora… y el resto es historia conocida. Rafael Hernando, por su parte, fue en 1983, con 22 años, concejal, en el 87 presidió las Nuevas Generaciones del PP, en el 89 fue diputado regional y desde el 93 diputado “cunero” a nivel nacional por Almería. Pese a no conocérseles un ejercicio profesional previo se allegaron a la política, de la que llevan viviendo largo tiempo y disfrutando de las ya conocidas más que gratas condiciones crematísticas y laborales que otorgan dichos cargos. En el lado opuesto tendríamos a, por ejemplo, una Cristina Almeida, quien tuvo oficio antes de entrar en la política institucional y lo sigue teniendo tras acabar su periplo por esta, cosa meritoria, cuando tantos son los tentados por muchos que antes han sido privilegiados arbitraria y legislativamente. Otro caso similar es el del exministro Manuel Pimentel, quien incluso dejó su cargo ministerial, uno de los más ambicionados, y continuó su emprendedora trayectoria en el sector privado. Extraño resulta el caso de Rajoy, quien se ahorraría numerosos quebraderos de cabeza si se limitase a desempeñar su cargo de registrador, el mejor remunerado de los desempeños públicos, ¿qué extraña seducción lo mantiene en tan desapacible, por lo exigente, cargo?

El peligro sigue ahí. Al margen de ciertos círculos de influencia afines a unos u otros partidos, la extracción de las elites de que se sigue nutriendo la política incluye a personas que no han desempeñado oficio alguno o a funcionarios o a profesionales liberales ávidos de medro o de una mayor influencia social.

Dado que lo que queda en manos de quienes entran en política es el interés general (lo que implica ingentes sumas de dinero en presupuestos y la legislación de asuntos más o menos candentes pero de gran repercusión en la convivencia ciudadana), no se debería otorgar tan gratuitamente a gentes organizadas no principal y específicamente para la defensa del bien común, sino para encuadrarse en las filas desde las que se defienden intereses muchas veces espurios por saber que tal apoyo redundará en beneficio de sus respectivos medros a título individual.

Poca o ninguna solución tiene el actual estado de las cosas si no se cambian radicalmente las tornas de un sistema en el que los partidos anuncian/enuncian claramente su obsolescencia programada, pues habitan un tiempo prestado por una anuencia ciudadana sustentada en un desencanto inactivo más allá de las dicciones interjeccionales al uso.

El cuerpo ciudadano ha de presionar cívica y civilizadamente en pos del autogobierno por sorteo de todos por todos, sin organizaciones anquilosadas en otro tiempo de por medio.

La obsolescencia de la partitocrática representación

Los partidos políticos no hacen en la actualidad otra cosa que demostrar su inutilidad cuando de articular los intereses colectivos se trat
Diego Vadillo López
jueves, 27 de octubre de 2016, 08:52 h (CET)
El reiterado y bochornoso espectáculo que los partidos políticos escenifican allá donde ejercen como agentes de representación ciudadana y gestores y articuladores de intereses generales, no hace otra cosa que poner de manifiesto que ha llegado la hora de prescindir de ellos. No es que en otros tiempos fuesen un medio impecable, ni mucho menos, pero, tanto las circunstancias históricas, como la menor instrucción de las masas populares, requerían de alguna fórmula que ayudase al encuadramiento en facciones de las personas de cara a la ordenación de las demandas sociales y a una más civilizada orientación del conflicto residente en determinados espacios geopolíticos.

Por muy pluralista que sea un sistema de partidos, siempre quedarán gran número de demandas de alto interés popular desatendidas, por estar dichos partidos sujetos a una serie de directrices prioritarias para “otras” instancias, suprapopulares, que son las que, a la postre, marcan ciertas improntas a las que incluso las más, en principio, díscolas organizaciones se atienen en último término, por más que en sus programas no vinculantes digan muy otras cosas cuando de engatusar al elector se trata.

Los partidos llegan a resultar ridículos frecuentemente porque constituyen un anacronismo en un tiempo en que, cuando no más formada, la gente está más informada y, por ende, más espabilada, además de existir los medios para una gestión directa de la política por las personas; cualquier ciudadano, igual que puede votar e incluso militar en uno u otro partido, podría dirigir, en un momento dado, la gestión de los asuntos que lo incumben como miembro de una comunidad. Actualmente, muchas veces, hay gentes en determinados ámbitos de responsabilidad cuya estancia en esas esferas de poder, si se piensa detenidamente, asusta. El día a día lo habitamos personas de muy diverso pelaje, igual que los partidos y los altos cargos políticos, por lo que no ha de resultar osado decir que cualquiera, por sorteo, habría de poder acceder a puestos de gobernanza, ya que, igual que se hace en cualquier trabajo, si la persona no es eficaz y responsable, se puede prescindir de ella sin excesiva dilación. De hecho, sería deseable un sistema político en el que a cualquier ciudadano se le exigiese esa doble responsabilidad: la de gobernar si le tocase y la de hacerlo con responsabilidad, y para encauzar tal premisa debería haber órganos fiscalizadores colectivos así como medios ágiles de revocación, cosas estas con las que hoy no contamos, pues los órganos encargados de tales cuestiones no gozan de la eficacia y presteza que serían deseables.

En España, la mayoría de los cargos políticos son funcionarios en excedencia o gentes únicamente dedicadas a la tarea política. Los primeros cabe entender que están por el salto cualitativo que supone el acceso al cargo político (tanto en lo relativo a la obtención de un considerable capital relacional, como por el sustancioso acopio de influencias que puede reportarles), y los segundos, además, por no conocer otro modo de subsistencia al no haber desempeñado oficio alguno antes. De esto último son casos paradigmáticos, por ejemplo, la presidenta andaluza Susana Díaz y el diputado del PP Rafael Hernando. La primera se hizo militante en 1991, con 17 años, y en el 97 ya era secretaria de juventudes, y en el 99 concejala; en 2004 diputada, en 2011 senadora… y el resto es historia conocida. Rafael Hernando, por su parte, fue en 1983, con 22 años, concejal, en el 87 presidió las Nuevas Generaciones del PP, en el 89 fue diputado regional y desde el 93 diputado “cunero” a nivel nacional por Almería. Pese a no conocérseles un ejercicio profesional previo se allegaron a la política, de la que llevan viviendo largo tiempo y disfrutando de las ya conocidas más que gratas condiciones crematísticas y laborales que otorgan dichos cargos. En el lado opuesto tendríamos a, por ejemplo, una Cristina Almeida, quien tuvo oficio antes de entrar en la política institucional y lo sigue teniendo tras acabar su periplo por esta, cosa meritoria, cuando tantos son los tentados por muchos que antes han sido privilegiados arbitraria y legislativamente. Otro caso similar es el del exministro Manuel Pimentel, quien incluso dejó su cargo ministerial, uno de los más ambicionados, y continuó su emprendedora trayectoria en el sector privado. Extraño resulta el caso de Rajoy, quien se ahorraría numerosos quebraderos de cabeza si se limitase a desempeñar su cargo de registrador, el mejor remunerado de los desempeños públicos, ¿qué extraña seducción lo mantiene en tan desapacible, por lo exigente, cargo?

El peligro sigue ahí. Al margen de ciertos círculos de influencia afines a unos u otros partidos, la extracción de las elites de que se sigue nutriendo la política incluye a personas que no han desempeñado oficio alguno o a funcionarios o a profesionales liberales ávidos de medro o de una mayor influencia social.

Dado que lo que queda en manos de quienes entran en política es el interés general (lo que implica ingentes sumas de dinero en presupuestos y la legislación de asuntos más o menos candentes pero de gran repercusión en la convivencia ciudadana), no se debería otorgar tan gratuitamente a gentes organizadas no principal y específicamente para la defensa del bien común, sino para encuadrarse en las filas desde las que se defienden intereses muchas veces espurios por saber que tal apoyo redundará en beneficio de sus respectivos medros a título individual.

Poca o ninguna solución tiene el actual estado de las cosas si no se cambian radicalmente las tornas de un sistema en el que los partidos anuncian/enuncian claramente su obsolescencia programada, pues habitan un tiempo prestado por una anuencia ciudadana sustentada en un desencanto inactivo más allá de las dicciones interjeccionales al uso.

El cuerpo ciudadano ha de presionar cívica y civilizadamente en pos del autogobierno por sorteo de todos por todos, sin organizaciones anquilosadas en otro tiempo de por medio.

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