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David S. Broder

Opción de reforma, entre ruinas

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WASHINGTON - El colapso económico de 2008 y 2009 hizo tanto daño a Estados Unidos que sólo ahora podemos empezar a medir la devastación.

Una frase enterrada en los presupuestos que el Presidente Obama presentó al Congreso esta semana pedía atención a gritos. "La riqueza neta de los hogares descendió acusadamente del tercer trimestre de 2007 al primer trimestre de 2009", rezaba, "17,5 billones de dólares o el 26,5 por ciento, lo que equivale al PIB de más de un año".

Traducido de la jerga económica, lo que significa esa frase es que Estados Unidos perdió la renta de un año entero de trabajo - todo lo que el cerebro y la mano de obra de las empresas estadounidenses pueden producir, en el desastroso colapso casi total de Wall Street y el sistema bancario.

Las víctimas de ese terremoto nos rodean por doquier, sobre todo en el 10 por ciento de estadounidenses oficialmente en paro - una cifra que aumenta al 17 por ciento al incluir a los trabajadores a tiempo parcial y a aquellos que han renunciado a encontrar empleo.

Lo que deja claro el presupuesto es que, siendo optimistas, pasarán años antes de que nos podamos recuperar y puede que pase una década hasta que los libros de la nación estén igual de saneados que el día en que Bill Clinton dejó la presidencia y George W. Bush fue investido. El paro a finales de año se proyecta en torno al 10 por ciento y puede que sólo haya descendido un par de puntos cuando la nación elija presidente en 2012.

Como señalaba David Sanger en el análisis que abría el New York Times del martes, al proyectar una década entera en la que la deuda superará al crecimiento de los ingresos de la nación, el presupuesto constituye un prolongado examen de la solidez de la capacidad de Estados Unidos de conservar su armonía interna y el liderazgo internacional.

El consenso económico afirma que las medidas que Obama ha recetado van en la dirección adecuada, pero se quedan muy lejos de lo que hace falta para devolver a nuestros hijos el prometedor futuro que las generaciones anteriores de estadounidenses consideraron nuestro legado.

Si ese mensaje aleccionador no obliga a los miembros del Congreso a aparcar sus rencillas el tiempo suficiente para resolver los problemas de la nación, entonces es que merecen el desprecio en que muchos estadounidenses les tienen.

Una vez tras otra, los presupuestos demuestran más allá de toda duda que hemos recorrido un gran tramo del "camino insostenible". La combinación de una creciente población de ancianos con la inflación incesante del gasto médico, más allá del aumento general de los precios, sentencia las perspectivas de futuro de la nación.

Un gráfico de los presupuestos ilustra que los tres grandes programas sociales, Medicare, Medicaid y la Seguridad Social, consumen ya el 41 por ciento del gasto federal, aparte de los intereses. De prolongarse la tendencia actual, esa cifra llegará al 60 por ciento en 2030, cuando todos los miembros con vida de la generación post-Segunda Guerra Mundial tengan 65 años o más - desplazando casi todo lo demás que el país espera del gobierno.

Debido a que la perspectiva es tamaña pesadilla, Obama tiene razón al decir que este Congreso no puede simplemente lavarse las manos de la reforma sanitaria. Hay que intentarlo de nuevo, con una invitación a que Republicanos y Demócratas conviertan la rebaja del gasto en el principal objetivo y no cejen en su empeño hasta ponerse de acuerdo en un plan.

Añadiendo urgencia al panorama está la situación inmediata de los estados y los gobiernos locales. Hasta ahora Obama se ha resistido a la tentación de cerrar las heridas de Washington delegando más responsabilidades en las instancias inferiores de gobierno.

Este año, los gobiernos las están pasando canutas. Las recaudaciones son raquíticas y las demandas de sanidad, educación o servicios subsidiados son más exigentes que nunca. Todos los estados menos uno están limitados por obligaciones constitucionales que obligan a equilibrar sus presupuestos.

El gobierno federal ha contribuido, con 280.000 millones en fondos de estímulo reservados a gobiernos estatales y locales el pasado ejercicio y el presente. Pero tras duplicarse esencialmente desde el año 2000, el presupuesto muestra que la ayuda de Washington prácticamente toca fondo el próximo año.

La triste verdad es que hasta que el gobierno federal plantee en serio la cuestión de la sanidad y el coste de los derechos sociales, el país seguirá pagando el precio.

Opción de reforma, entre ruinas

David S. Broder
David S. Broder
sábado, 6 de febrero de 2010, 04:47 h (CET)
WASHINGTON - El colapso económico de 2008 y 2009 hizo tanto daño a Estados Unidos que sólo ahora podemos empezar a medir la devastación.

Una frase enterrada en los presupuestos que el Presidente Obama presentó al Congreso esta semana pedía atención a gritos. "La riqueza neta de los hogares descendió acusadamente del tercer trimestre de 2007 al primer trimestre de 2009", rezaba, "17,5 billones de dólares o el 26,5 por ciento, lo que equivale al PIB de más de un año".

Traducido de la jerga económica, lo que significa esa frase es que Estados Unidos perdió la renta de un año entero de trabajo - todo lo que el cerebro y la mano de obra de las empresas estadounidenses pueden producir, en el desastroso colapso casi total de Wall Street y el sistema bancario.

Las víctimas de ese terremoto nos rodean por doquier, sobre todo en el 10 por ciento de estadounidenses oficialmente en paro - una cifra que aumenta al 17 por ciento al incluir a los trabajadores a tiempo parcial y a aquellos que han renunciado a encontrar empleo.

Lo que deja claro el presupuesto es que, siendo optimistas, pasarán años antes de que nos podamos recuperar y puede que pase una década hasta que los libros de la nación estén igual de saneados que el día en que Bill Clinton dejó la presidencia y George W. Bush fue investido. El paro a finales de año se proyecta en torno al 10 por ciento y puede que sólo haya descendido un par de puntos cuando la nación elija presidente en 2012.

Como señalaba David Sanger en el análisis que abría el New York Times del martes, al proyectar una década entera en la que la deuda superará al crecimiento de los ingresos de la nación, el presupuesto constituye un prolongado examen de la solidez de la capacidad de Estados Unidos de conservar su armonía interna y el liderazgo internacional.

El consenso económico afirma que las medidas que Obama ha recetado van en la dirección adecuada, pero se quedan muy lejos de lo que hace falta para devolver a nuestros hijos el prometedor futuro que las generaciones anteriores de estadounidenses consideraron nuestro legado.

Si ese mensaje aleccionador no obliga a los miembros del Congreso a aparcar sus rencillas el tiempo suficiente para resolver los problemas de la nación, entonces es que merecen el desprecio en que muchos estadounidenses les tienen.

Una vez tras otra, los presupuestos demuestran más allá de toda duda que hemos recorrido un gran tramo del "camino insostenible". La combinación de una creciente población de ancianos con la inflación incesante del gasto médico, más allá del aumento general de los precios, sentencia las perspectivas de futuro de la nación.

Un gráfico de los presupuestos ilustra que los tres grandes programas sociales, Medicare, Medicaid y la Seguridad Social, consumen ya el 41 por ciento del gasto federal, aparte de los intereses. De prolongarse la tendencia actual, esa cifra llegará al 60 por ciento en 2030, cuando todos los miembros con vida de la generación post-Segunda Guerra Mundial tengan 65 años o más - desplazando casi todo lo demás que el país espera del gobierno.

Debido a que la perspectiva es tamaña pesadilla, Obama tiene razón al decir que este Congreso no puede simplemente lavarse las manos de la reforma sanitaria. Hay que intentarlo de nuevo, con una invitación a que Republicanos y Demócratas conviertan la rebaja del gasto en el principal objetivo y no cejen en su empeño hasta ponerse de acuerdo en un plan.

Añadiendo urgencia al panorama está la situación inmediata de los estados y los gobiernos locales. Hasta ahora Obama se ha resistido a la tentación de cerrar las heridas de Washington delegando más responsabilidades en las instancias inferiores de gobierno.

Este año, los gobiernos las están pasando canutas. Las recaudaciones son raquíticas y las demandas de sanidad, educación o servicios subsidiados son más exigentes que nunca. Todos los estados menos uno están limitados por obligaciones constitucionales que obligan a equilibrar sus presupuestos.

El gobierno federal ha contribuido, con 280.000 millones en fondos de estímulo reservados a gobiernos estatales y locales el pasado ejercicio y el presente. Pero tras duplicarse esencialmente desde el año 2000, el presupuesto muestra que la ayuda de Washington prácticamente toca fondo el próximo año.

La triste verdad es que hasta que el gobierno federal plantee en serio la cuestión de la sanidad y el coste de los derechos sociales, el país seguirá pagando el precio.

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