“A veces todo tiene que cambiar para que todo siga igual”. Esta sobadísima frase es la que mejor describe el espíritu de Avatar, la última entrega del catálogo de delirios megalómanos y despiporrantes que, desde siempre, ha sido la filmografía de James Cameron. Y lo describe mejor que cualquier otra porque, en efecto, Avatar supone una evolución tecnológica notoria (que no revolución), pero no por ello sus colorinches, sus imágenes en tres dimensiones, y sus efectos especiales cuentan nada nuevo. Más bien al contrario. Todo lo que Avatar puede llegar a deslumbrar en una sala de cine a quienes sean fácilmente sugestionables por sonidos e imágenes tridimensionales en movimiento, resulta inversamente proporcional a la capacidad de sorpresa de la película en lo que a narrativa se refiere. Y por desgracia para el público, es justo el ámbito narrativo el que en estos momentos se encuentra necesitado de mayor audacia, sustancia, riesgo e imaginación.
Cameron se limita a contar la historia de siempre sólo que implementando su espectacularidad por medio del dominio de la tecnología. De este modo, el director de Terminator y Terminator 2 sucumbe, de forma tan irónica como paradójica, a su fascinación por las máquinas y acaba perdido en un universo digital ultrarrealista pero distante que, con un envoltorio de presunta película que cambiará la historia del cine, se queda tan solo en un amago fallido y crispante de punto de inflexión, puesto que, a fin de cuentas, si por algo pasará a la historia Avatar será porque gracias a ella el número de salas dotadas de sistema de proyección en tres dimensiones se ha multiplicado en todo el mundo y, en consecuencia, el camino para la implantación definitiva de esta (no tan nueva) forma de exhibición, ha quedado al fin despejado. Pero no por otra cosa.
Es decir, que el film de Cameron, de marcar algún hito cinematográfico, lo marcará en los mismos términos en que lo hizo en su momento El Cantor de Jazz como película bisagra entre el cine mudo y el sonoro si cambiamos mudo por 2-D y sonoro por 3-D, pero nunca lo marcará de la forma en la que lo han hecho, por ejemplo, Ciudadano Kane, Al Final de la Escapada, Pulp Fiction, Vidas Cruzadas o Memento, películas innovadoras desde el punto de vista dramático que, no por ello, dejaban de lado el entretenimiento y, a su manera, la espectacularidad. El arte puede ser entretenimiento y el entretenimiento puede ser arte. Es más, muchas veces son causa o consecuencia el uno del otro. Sin embargo, Avatar se queda a medias en los dos terrenos.
Como arte deja bastante que desear. Su diseño de producción híbrido entre un mal videojuego de la saga Final Fantasy y un cuadro naïf, sus deficiencias desde el punto de vista del guión (hacía tiempo que no me topaba con una historia tan, tan, anodina y previsible, con unos diálogos si cabe aún más anodinos y previsibles), así como el brutal contraste entre las ambiciones estéticas del proyecto y su hueca ética new-age, estrangulan las potencialidades expresivas de Pandora, un mundo pretendidamente vívido y tangible pero en realidad de lo más desangelado, hasta asfixiarlo en sus propios sueños de grandeza.
Como entretenimiento, más de lo mismo. El déjà vu sigue siendo déjà vu en dos o tres dimensiones. Y ya que hablamos de dimensiones, habría estado bien que Cameron se hubiera acordado un poco de la cuarta dimensión, el tiempo, y hubiera reducido en al menos una hora el metraje de la historia. Lo digo porque entre el sopor que me entró por su excesiva duración, y el desapego que me produjo su molesto afán por epatar en todo momento sin conseguirlo en ninguno, acabé echando de menos aquellas sesiones de cine con gafas de cartón bicolor en la que uno también se mareaba pero al menos nunca se aburría. Si esto es la revolución, yo me apunto ahora mismo a los antidisturbios... y a los perpetradores de la canción final, les atizo primero y por la espalda. Me pregunto que pensará Robert Zemeckis de todo esto…