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“Conservar enhiestos los castillos en el aire resulta muy costoso” E.Bulwer Lytton

Los ilusos contemporizadores. Un peligro para España

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Es posible que la prudencia, como suele recomendar, quizá con demasiada frecuencia, nuestra vicepresidenta en funciones, señora Sáez de Santamaría, sea una virtud que, normalmente, suele dar sus frutos y evita que, una excesiva ligereza en tomar decisiones, un apresuramiento en ejecutar una determinada acción o en emitir juicios de valor, pueda llevar, en algunas ocasiones, a cometer errores o a lo que, vulgarmente, se conoce como “meter la pata”. No obstante, cuando el aplicar soluciones a problemas que puedan llegar a convertirse en endémicos y que, con el tiempo, puedan irse agravando o, incluso, llegue un momento en el que ya estén tan enraizados y emponzoñados de modo que ya no haya tiempo para solucionarlos con buenas palabras, con reconvenciones circunspectas o por medios pacíficos; entonces, señores, aquella prudencia que hubiera sido recomendable en un momento determinado, se convierte en estupidez, negligencia o, incluso, en algo más grave; si lo que se pudiera haber evitado con una acción más ágil y oportuna, por miedo a sus consecuencias, por mojigatería de quienes tenían la obligación y el deber de cortarlo de raíz, no lo hicieron, pensando que contemporizando, cediendo, suavizando las críticas o evitando enfrentamientos, se evitarían males mayores. Estos, sin duda, pudieran ser los culpables de una actuación dolosa por haber actuado en menoscabo de los intereses del Estado y de sus ciudadanos, cuando no se ha tenido el valor, la decisión, la visión de futuro y la serenidad para enfrentarse con la diligencia requerida a una cuestión que, si se la dejaba incubar, desarrollarse y enraizar, acabaría por desembocar en algún grave perjuicio para la nación.

Por desgracia, ya estamos acostumbrados a que, estos ilusos o, en ocasiones, retorcidos amigos de la contemporización, nos los encontremos en todos los estamentos de la sociedad, desde aquellos que en las tertulias de café abogan para que los poderes públicos traten con guante banco determinadas actitudes revolucionarias para evitar lo que ellos califican como el “victimismo”, algo que los españoles hemos tenido ocasión de contemplar en casos como es el nacionalismo catalán y vasco, hasta en los medios de comunicación como la prensa, TV o radios; donde es frecuente, en las tertulias, entrevistas, confrontaciones etc. encontrarnos con los habituales defensores de la paciencia, la no intervención, el no judicializar ( una palabra últimamente muy usada), el “dialogar”, la no participación de las fuerzas del orden y, en el peor de los casos, si no quedara más remedio que su intervención se produjera con porras de seda y balas de algodón, no fuera que aquellos que se orinan en las botas de la policía o les tiren adoquines, cocteles molotoff o quemen contenedores, pudieran sufrir algún arañazo que, como todos sabemos, será inmediatamente filmado, para la posteridad, por algún fotógrafo que está a la espera de que “la policía se sobrepase en el cumplimiento de su deber”, para luego publicarlo con todos los pelos y señales en los periódicos y TV, para denunciar “la actitud brutal de las fuerzas del orden”.

Lo peor de todo es cuando, estos “apaciguadores”, se instalan en el Gobierno o en aquellas instituciones, como son la magistratura, la fiscalía o cualquier órgano relacionado con la seguridad del Estado. Y aquí es donde, precisamente, nos aprieta el zapato a los españoles y, muy en particular, a los que estamos residiendo en territorios en los que algunos quisieron inventarse una historia, por supuesto apócrifa, de supuestos reyes, de imaginarios derechos ancestrales y de no menos importantes y diferenciadoras especificaciones somáticas que, según ellos, los sitúan por encima del resto de los españoles de otras regiones. “Dejémoslos y no intervengamos porque si lo hacemos los convertiremos en víctimas ante el resto de la población catalana” o “No se preocupen que, si no intervenimos, esta tendencia nacionalista se apagará tal y como ha aparecido” o “Si aplicáramos lo establecido en el artículo 155 de la Constitución nos expondríamos a que tuviéramos problemas de orden público, es mejor intentar dialogar con ellos”, estas o similares expresiones, los ciudadanos de a pie las hemos escuchado cientos de veces, desde que el señor Mas lanzó su gran desafío al Estado español cuando, derrotado en las municipales y autonómicas y desesperado para salvarse de aquella debacle, decidió lanzarse al abismo de la inconsciencia y del despropósito, amenazando con la escisión de Cataluña del resto del Estado español.

Se salvó y junto a él empezó a tomar forma lo que, debido a la falta de reacción del Gobierno y de la judicatura, ha ido tomando forma, aumentando, consiguiendo nuevos militantes y convirtiéndose en un tumor nacionalista que, en estos momentos y gracias a la debilidad del Estado, empeñado en discusiones bizantinas sobre si debe existir un bipartidismo o si, a cambio, deberemos sumergirnos en el reino de las izquierdas, ayudados por partidos como Podemos y toda la colección de formaciones extremistas dispuestas a acabar con lo que ha sido España, con su historia, con su bienestar y sus posibilidades de progreso; para llevarnos a lo que, en 1936, no fueron capaces de conseguir, o sea, a un sistema de gobierno al estilo del comunismo bolivariano o, lo que es lo mismo, a imagen y semejanza del bolchevismo del pasado Siglo XX en la URRS.

Que haya quien, en las redes, se manifieste en favor de que, un niño que padece cáncer, se muera por querer ser torero o quien amenace de muerte a uno que tiene ideas diferentes a las propias o que, por ser partidario o jugador de un equipo determinado, se le insulte y se le degrade; parece que ya no nos preocupa, que se debe tener paciencia, no actuar, dejarlo pasar no fuera que, si lo llegaran a procesar, este sujeto se hiciese popular e intentaría explotarlo. Ocurrió en tiempos de la ETA, cuando había quienes pensaban que debía cederse ante ellos, que se debía abrir camino para darles lo que solicitaban, que entendían que era una cuestión política y no una banda de rufianes armados que era necesario dialogar con ellos.

Hoy todavía los hay que, con su “buenismo”, piensan que se le debería haber facilitado a un etarra, como Otegui, el escalar al parlamento vasco, olvidándose de su pasado en la kale borroca y en Herri Batasuna. Un país sin código penal y sin cárceles para aquellos que no aceptan las reglas de la convivencia, las normas del respeto mutuo, los valores democráticos (algunos, como ocurre en Cataluña, pretenden hacerse una democracia a su imagen y semejanza, olvidándose que están inmersos en un país democrático, que está regido por una Constitución aprobada por todos, también por los catalanes y que, en consecuencia, no cabe que una parte díscola decida, en minoría, excluirse y formar una nación aparte) sería un país ingobernable, un caos, una mera entelequia del absurdo y, evidentemente, un país condenado al fracaso y la desintegración.

Lo que ocurre, con estos contemporizadores, es que pretenden nadar entre dos aguas, poner una vela a Dios y otra al Diablo, para que así nunca les pille el toro, sea quien fuere que llegara a ocupar el poder. En el fondo son sacos vacíos, débiles y volubles que siempre ven el lado pesimista de las cosas y que le temen a todo lo que signifique energía, decisión, valentía y audacia, sin cuyas virtudes un gobernante no tiene la menor posibilidad de mantenerse en el poder y, mucho menos, de sacar adelante al país. Periodistas, presentadores, articulistas, comentaristas etc. han contribuido a que, durante años, se haya tenido una actitud excesivamente generosa con aquellos cuya finalidad no ha sido otra que la de boicotear el Estado de Derecho; se haya permitido, por miedo a ser masacrado por los medios de comunicación, que los nacionalismos, especialmente el catalán, hayan progresado a una velocidad que era impensable hace apenas unos pocos años. Gobernantes pendientes de sus votos, autoridades apoltronadas en sus rutinas, políticos en busca de notoriedad, y ciudadanos mal informados, peor instruidos y utilizados para nutrir la causa independentista, son los que, en conjunto, como un totum revolutum, han sido los que nos han llevado a esta situación en la que nos encontramos en la actualidad.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, acostumbrados a llamar las cosas por su nombre, a no arrugarnos cuando tenemos que emitir una opinión y seguros de que España está en una situación, quizá la más comprometida en mucho tiempo, tenemos que abominar de todos aquellos que por su flojera, su miedo a definirse, su empeño en no afrontar los temas de cara o su tendencia a intentar acudir a medios poco efectivos para resolver cuestiones que, en modo alguno, pueden dejarse en barbecho, cuando, en muchos casos, esto es lo que pretenden aquellos a los que, permitiendo que ganen tiempo, se les ayuda a conseguir sus objetivos. Y cuando, estos objetivos, consisten en romper la unidad de España, entonces, señores, ya no se trata de unos insensatos ilusos, sino de unos traidores secesionistas.

Los ilusos contemporizadores. Un peligro para España

“Conservar enhiestos los castillos en el aire resulta muy costoso” E.Bulwer Lytton
Miguel Massanet
miércoles, 12 de octubre de 2016, 11:15 h (CET)
Es posible que la prudencia, como suele recomendar, quizá con demasiada frecuencia, nuestra vicepresidenta en funciones, señora Sáez de Santamaría, sea una virtud que, normalmente, suele dar sus frutos y evita que, una excesiva ligereza en tomar decisiones, un apresuramiento en ejecutar una determinada acción o en emitir juicios de valor, pueda llevar, en algunas ocasiones, a cometer errores o a lo que, vulgarmente, se conoce como “meter la pata”. No obstante, cuando el aplicar soluciones a problemas que puedan llegar a convertirse en endémicos y que, con el tiempo, puedan irse agravando o, incluso, llegue un momento en el que ya estén tan enraizados y emponzoñados de modo que ya no haya tiempo para solucionarlos con buenas palabras, con reconvenciones circunspectas o por medios pacíficos; entonces, señores, aquella prudencia que hubiera sido recomendable en un momento determinado, se convierte en estupidez, negligencia o, incluso, en algo más grave; si lo que se pudiera haber evitado con una acción más ágil y oportuna, por miedo a sus consecuencias, por mojigatería de quienes tenían la obligación y el deber de cortarlo de raíz, no lo hicieron, pensando que contemporizando, cediendo, suavizando las críticas o evitando enfrentamientos, se evitarían males mayores. Estos, sin duda, pudieran ser los culpables de una actuación dolosa por haber actuado en menoscabo de los intereses del Estado y de sus ciudadanos, cuando no se ha tenido el valor, la decisión, la visión de futuro y la serenidad para enfrentarse con la diligencia requerida a una cuestión que, si se la dejaba incubar, desarrollarse y enraizar, acabaría por desembocar en algún grave perjuicio para la nación.

Por desgracia, ya estamos acostumbrados a que, estos ilusos o, en ocasiones, retorcidos amigos de la contemporización, nos los encontremos en todos los estamentos de la sociedad, desde aquellos que en las tertulias de café abogan para que los poderes públicos traten con guante banco determinadas actitudes revolucionarias para evitar lo que ellos califican como el “victimismo”, algo que los españoles hemos tenido ocasión de contemplar en casos como es el nacionalismo catalán y vasco, hasta en los medios de comunicación como la prensa, TV o radios; donde es frecuente, en las tertulias, entrevistas, confrontaciones etc. encontrarnos con los habituales defensores de la paciencia, la no intervención, el no judicializar ( una palabra últimamente muy usada), el “dialogar”, la no participación de las fuerzas del orden y, en el peor de los casos, si no quedara más remedio que su intervención se produjera con porras de seda y balas de algodón, no fuera que aquellos que se orinan en las botas de la policía o les tiren adoquines, cocteles molotoff o quemen contenedores, pudieran sufrir algún arañazo que, como todos sabemos, será inmediatamente filmado, para la posteridad, por algún fotógrafo que está a la espera de que “la policía se sobrepase en el cumplimiento de su deber”, para luego publicarlo con todos los pelos y señales en los periódicos y TV, para denunciar “la actitud brutal de las fuerzas del orden”.

Lo peor de todo es cuando, estos “apaciguadores”, se instalan en el Gobierno o en aquellas instituciones, como son la magistratura, la fiscalía o cualquier órgano relacionado con la seguridad del Estado. Y aquí es donde, precisamente, nos aprieta el zapato a los españoles y, muy en particular, a los que estamos residiendo en territorios en los que algunos quisieron inventarse una historia, por supuesto apócrifa, de supuestos reyes, de imaginarios derechos ancestrales y de no menos importantes y diferenciadoras especificaciones somáticas que, según ellos, los sitúan por encima del resto de los españoles de otras regiones. “Dejémoslos y no intervengamos porque si lo hacemos los convertiremos en víctimas ante el resto de la población catalana” o “No se preocupen que, si no intervenimos, esta tendencia nacionalista se apagará tal y como ha aparecido” o “Si aplicáramos lo establecido en el artículo 155 de la Constitución nos expondríamos a que tuviéramos problemas de orden público, es mejor intentar dialogar con ellos”, estas o similares expresiones, los ciudadanos de a pie las hemos escuchado cientos de veces, desde que el señor Mas lanzó su gran desafío al Estado español cuando, derrotado en las municipales y autonómicas y desesperado para salvarse de aquella debacle, decidió lanzarse al abismo de la inconsciencia y del despropósito, amenazando con la escisión de Cataluña del resto del Estado español.

Se salvó y junto a él empezó a tomar forma lo que, debido a la falta de reacción del Gobierno y de la judicatura, ha ido tomando forma, aumentando, consiguiendo nuevos militantes y convirtiéndose en un tumor nacionalista que, en estos momentos y gracias a la debilidad del Estado, empeñado en discusiones bizantinas sobre si debe existir un bipartidismo o si, a cambio, deberemos sumergirnos en el reino de las izquierdas, ayudados por partidos como Podemos y toda la colección de formaciones extremistas dispuestas a acabar con lo que ha sido España, con su historia, con su bienestar y sus posibilidades de progreso; para llevarnos a lo que, en 1936, no fueron capaces de conseguir, o sea, a un sistema de gobierno al estilo del comunismo bolivariano o, lo que es lo mismo, a imagen y semejanza del bolchevismo del pasado Siglo XX en la URRS.

Que haya quien, en las redes, se manifieste en favor de que, un niño que padece cáncer, se muera por querer ser torero o quien amenace de muerte a uno que tiene ideas diferentes a las propias o que, por ser partidario o jugador de un equipo determinado, se le insulte y se le degrade; parece que ya no nos preocupa, que se debe tener paciencia, no actuar, dejarlo pasar no fuera que, si lo llegaran a procesar, este sujeto se hiciese popular e intentaría explotarlo. Ocurrió en tiempos de la ETA, cuando había quienes pensaban que debía cederse ante ellos, que se debía abrir camino para darles lo que solicitaban, que entendían que era una cuestión política y no una banda de rufianes armados que era necesario dialogar con ellos.

Hoy todavía los hay que, con su “buenismo”, piensan que se le debería haber facilitado a un etarra, como Otegui, el escalar al parlamento vasco, olvidándose de su pasado en la kale borroca y en Herri Batasuna. Un país sin código penal y sin cárceles para aquellos que no aceptan las reglas de la convivencia, las normas del respeto mutuo, los valores democráticos (algunos, como ocurre en Cataluña, pretenden hacerse una democracia a su imagen y semejanza, olvidándose que están inmersos en un país democrático, que está regido por una Constitución aprobada por todos, también por los catalanes y que, en consecuencia, no cabe que una parte díscola decida, en minoría, excluirse y formar una nación aparte) sería un país ingobernable, un caos, una mera entelequia del absurdo y, evidentemente, un país condenado al fracaso y la desintegración.

Lo que ocurre, con estos contemporizadores, es que pretenden nadar entre dos aguas, poner una vela a Dios y otra al Diablo, para que así nunca les pille el toro, sea quien fuere que llegara a ocupar el poder. En el fondo son sacos vacíos, débiles y volubles que siempre ven el lado pesimista de las cosas y que le temen a todo lo que signifique energía, decisión, valentía y audacia, sin cuyas virtudes un gobernante no tiene la menor posibilidad de mantenerse en el poder y, mucho menos, de sacar adelante al país. Periodistas, presentadores, articulistas, comentaristas etc. han contribuido a que, durante años, se haya tenido una actitud excesivamente generosa con aquellos cuya finalidad no ha sido otra que la de boicotear el Estado de Derecho; se haya permitido, por miedo a ser masacrado por los medios de comunicación, que los nacionalismos, especialmente el catalán, hayan progresado a una velocidad que era impensable hace apenas unos pocos años. Gobernantes pendientes de sus votos, autoridades apoltronadas en sus rutinas, políticos en busca de notoriedad, y ciudadanos mal informados, peor instruidos y utilizados para nutrir la causa independentista, son los que, en conjunto, como un totum revolutum, han sido los que nos han llevado a esta situación en la que nos encontramos en la actualidad.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, acostumbrados a llamar las cosas por su nombre, a no arrugarnos cuando tenemos que emitir una opinión y seguros de que España está en una situación, quizá la más comprometida en mucho tiempo, tenemos que abominar de todos aquellos que por su flojera, su miedo a definirse, su empeño en no afrontar los temas de cara o su tendencia a intentar acudir a medios poco efectivos para resolver cuestiones que, en modo alguno, pueden dejarse en barbecho, cuando, en muchos casos, esto es lo que pretenden aquellos a los que, permitiendo que ganen tiempo, se les ayuda a conseguir sus objetivos. Y cuando, estos objetivos, consisten en romper la unidad de España, entonces, señores, ya no se trata de unos insensatos ilusos, sino de unos traidores secesionistas.

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