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De cuando yo sentía

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Dejé todo a medio hacer y encaminé mi cuerpo hacia la gran duna roja de la playa “donde el viento silba nácar”. En una bolsita azul introduje el poemario Sagrada forma del poeta Antonio Hernández, un pequeño racimo de cerezas y un bello melocotón dorado con pinceladas lilas.

Me dije en susurro pausado: “voy a celebrar mi eucaristía”. Para ello di la espalda al mar y mi vista cubrió toda la marisma, plena de florecillas de agua. Agradecí la visión y pedí perdón por no saber saborear a diario la belleza de la Naturaleza; incliné la cabeza, y postrado revisé las veces que por omisión perjudiqué a alguien.

Entoné mi particular credo: “Creo que Jesús no es el hijo único de Dios, pues también lo son los desheredados y los niños. Creo que el Espíritu no procede del todopoderoso Dios y señor de los ejércitos, sino que está instalado en el hombre y que brota cuando éste es consciente de su divina humanidad. Creo que el Espíritu es la Vida vivida en plenitud con errores y aciertos. No creo en la Iglesia instituida por hombres que dejaron de serlo. Creo que la Tierra se creó desde el amor infinito de su propia esencia”.

Puesto en pie y mirado al mar ofrecí, en alta voz, mi ser al inmenso Misterio que nos ama y asola con su silencio. Extendí los brazos a levante y poniente como queriendo abarcar todo el oleaje que contemplaba y un beso, una pequeña y amarilla mariposa, vino a posarse junto a mí. Con el dedo índice, como patena de carne, la toqué, alzó su aleteo y en él ofrecí todo el sueño de los que vuelan cielos de utopía.

Supe que el dorado melocotón y el racimo de cerezas, productos de la Tierra, eran alimentos divinos que, con mimo extremo, comí sabiendo que con ello degustaba el milagro del Misterio.

Recordé a los que dejaron esta existencia tras una vida de alegrías y sinsabores, y observé la mar cuajada de turbantes; no llegué a llorar, tal vez porque la existencia, no la vida, haya transformado mi humanidad en pura tabla de piedra del Sinaí.

Quise abrazar en la paz a toda esta anónima sociedad, pero, exceptuando al Misterio y la Naturaleza, no había nadie; de manera que decidí sentirme y para ello impulsé mi amor a la paz palpando mi cuerpo. Y sentí. Y dando gracias, marché en paz.

De cuando yo sentía

José García Pérez
jueves, 6 de octubre de 2016, 01:03 h (CET)
Dejé todo a medio hacer y encaminé mi cuerpo hacia la gran duna roja de la playa “donde el viento silba nácar”. En una bolsita azul introduje el poemario Sagrada forma del poeta Antonio Hernández, un pequeño racimo de cerezas y un bello melocotón dorado con pinceladas lilas.

Me dije en susurro pausado: “voy a celebrar mi eucaristía”. Para ello di la espalda al mar y mi vista cubrió toda la marisma, plena de florecillas de agua. Agradecí la visión y pedí perdón por no saber saborear a diario la belleza de la Naturaleza; incliné la cabeza, y postrado revisé las veces que por omisión perjudiqué a alguien.

Entoné mi particular credo: “Creo que Jesús no es el hijo único de Dios, pues también lo son los desheredados y los niños. Creo que el Espíritu no procede del todopoderoso Dios y señor de los ejércitos, sino que está instalado en el hombre y que brota cuando éste es consciente de su divina humanidad. Creo que el Espíritu es la Vida vivida en plenitud con errores y aciertos. No creo en la Iglesia instituida por hombres que dejaron de serlo. Creo que la Tierra se creó desde el amor infinito de su propia esencia”.

Puesto en pie y mirado al mar ofrecí, en alta voz, mi ser al inmenso Misterio que nos ama y asola con su silencio. Extendí los brazos a levante y poniente como queriendo abarcar todo el oleaje que contemplaba y un beso, una pequeña y amarilla mariposa, vino a posarse junto a mí. Con el dedo índice, como patena de carne, la toqué, alzó su aleteo y en él ofrecí todo el sueño de los que vuelan cielos de utopía.

Supe que el dorado melocotón y el racimo de cerezas, productos de la Tierra, eran alimentos divinos que, con mimo extremo, comí sabiendo que con ello degustaba el milagro del Misterio.

Recordé a los que dejaron esta existencia tras una vida de alegrías y sinsabores, y observé la mar cuajada de turbantes; no llegué a llorar, tal vez porque la existencia, no la vida, haya transformado mi humanidad en pura tabla de piedra del Sinaí.

Quise abrazar en la paz a toda esta anónima sociedad, pero, exceptuando al Misterio y la Naturaleza, no había nadie; de manera que decidí sentirme y para ello impulsé mi amor a la paz palpando mi cuerpo. Y sentí. Y dando gracias, marché en paz.

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